martes, 31 de marzo de 2020

Hollywood, Hollywood: Rita Hayworth


Su foto viajaba en los aviones que sobrevolaban las batallas: ella, la imagen, la pin-up, consuelo de soldados. Su figura se pintaba en los grandes carteles de los palacios del cine. Inmensa su popularidad que, por encima del título de la película, sólo hacía falta invocarla por su nombre: Rita.
Todos sabían quién era. Rita vivía en los sueños en plena tragedia, Rita fue bautizada una bomba atómica. 
Rita Hayworth, la diosa del amor, la mujer de delirantes curvas y belleza fabulosa. Alta, majestuosa, de cuerpo sensual, dominaba la pantalla al ritmo de un irrefrenable talento de bailarina. 
Los tambores del estrellato cambiaron su pelo sedoso del moreno natural a una paleta de colores, donde el rojo, sagrado aliado del Technicolor, siempre fue el preferido.
Como los mayores símbolos sexuales, Rita Hayworth era también una sonrisa. Una sonrisa que vendía y publicitaba. Porque las sonrisas atraen, tal es su calor. Aquella sonrisa también se decía el indicio de que la sexualizada no era más que una niña grande.


Los años cuarenta vivieron bajo la tragedia del fratricidio universal, donde la figura de la Hayworth se encendía como una llama de consuelo, ya fuera en musicales coloridos que daban la posibilidad de escapar de la tristeza o melodramas noir que estilizaban la incertidumbre moral de los tiempos.


Recién acabada la guerra, las marquesinas anunciaban Gilda. Nunca hubo una mujer como ella, decía el cartel. Significó el primer papel dramático protagonista de Rita Hayworth, hasta entonces estrella del musical agradable.
La irrupción de Rita como Gilda cambió su imagen y la sexualizó mucho más. 
Icónica mujer fatal, Rita hacía una tentativa de strip tease, recibía un sonoro bofetón de Glenn Ford y se atrevía a decir que si fuera un rancho, la llamarían Tierra de Nadie. 
Revisar Gilda es tropezarse con uno de los personajes femeninos más sorprendentes del cine de su época, tal es su liberalidad y sus escasas ganas de disculparse.


Pero nadie podía atreverse a ser tan libre como Gilda, ni siquiera la propia Rita. En la posguerra española, la película se convirtió en un mito cuando se asoció con lo prohibido. Nunca hubo una mujer como ella y nadie tenía el permiso para conocerla. En la oscuridad de las plateas y las ciudades, Gilda sobrevivió, pese a todo, ya fuera sólo por su erotismo, ya fuera porque representaba lo inalcanzable en un mundo destrozado y oprimido.
Aunque fuera fatal en pantalla, Rita siempre fue amada por el público. Su popularidad durante la guerra se mantuvo durante mucho tiempo y fue, sin ningunda duda, la mayor estrella de la Columbia.


Al frente del estudio, se encontraba Harry Cohn, al que ella jamás perdonó. Todavía en sus últimas entrevistas lo calificaba como un auténtico monstruo.
La Hayworth fue otra víctima más del star-system, que consagraba a los actores como astros del cine, mientras lo tenían monopolizados y esclavizados a las expensas de los magnates que se hacían de oro con ellos.
Esa férrea tutela puede explicar episodios como el disgusto de Cohn al verla rubia oxigenada y con el pelo corto en La dama de Shanghai, dirigida y co-protagonizada por Orson Welles, por entonces marido de Rita.


Orson fue el segundo matrimonio de Rita. 
Con su habitual elocuencia, el genio habló muchas veces de la tragedia que se agazapaba tras la figura de su ex mujer. Los arrebatos de histeria, los ataques de furia, la tristeza. Una infelicidad que el tiempo y la calamidad sólo hicieron más acusada.
"No lo he tenido todo en la vida.. He tenido demasiado", decia ella. 
Ajustando la biografía de esta señora de fábula, las cartas estaban marcadas desde el principio. Su padre fue quien la empujó a convertirse en una bailarina, sin preguntarle si lo deseaba. Su padre fue también quien abusó sexualmente de ella desde pequeña, llegando a presentarla a otros como su esposa.
Hollywood fue la liberación de ese torcido despertar a la vida, pero los malos matrimonios y las frustradas relaciones con los hombres nunca cesaron. Más aún cuando éstos esperaban encontrarse con la diosa del amor y se despertaban con una mujer de carne y hueso.


Las tristezas de Rita quedaron cubiertas bajo el velo de su éxito con fortuna hasta que la situación en la Columbia se hizo insostenible. Tras haber huido para convertirse en princesa consorte de Aly Khan, regresó para una última batalla con Cohn, que finalmente la dejó marchar, no sin haberla colocado con crueldad delante de su oficial reemplazo en el estudio - Kim Novak - en el musical Pal Joey.
Su irrupción en el ambicioso drama Mesas separadas fue una pista de la necesidad de Rita de madurar como actriz, aunque esas expectativas no se cumplieron y, sin la tutela de la Columbia, sus apariciones cinematográficas se harían más esporádicas con el tiempo.
De infierno calificó su hija Yasmin a los treinta años que siguieron hasta la muerte de su madre. Alcoholismo y pérdida de memoria, ¿tenían algo que ver? Bebe mucho y no se acuerda de nada. O quizá bebe porque no se acuerda. Furia, demencia. 
El diagnóstico llegó tarde y triste. Rita, la misma que había vestido cazabombarderos y bailado en sueños en Technicolor, ahora enseñaba al mundo una palabra trágica: Alzheimer.


Como siempre en Rita Hayworth, sirvió más a los demás que a ella misma. El síndrome de la demencia progresiva saltó a la discusión pública gracias a su caso, pero nadie pudo evitar la extinción de una de las mayores estrellas del cine.
"La última vez que la vi estaba allí, sentada, esplendorosa, bella, tranquila - contaba Orson Welles - Al principio, no me reconoció. Luego comenzó a llorar y sé que sabía que era yo".
Ella siempre dijo que, de todos, de los buenos y los peores, Orson había sido el amor de su vida. Él la recordaría hasta el último día como una de las mujeres más dulces que jamás han existido.


En 1987, fallecía Rita la edad de los 68 años. El mundo había cambiado, porque ahora podíamos ver Gilda en televisión sin temor a la condenación eterna.
La jovialidad que imprimia a ese emblemático amago de desnudez aún caza la atención de las imágenes repetidas y divulgadas con la presura de la mitificación. Se la recuerda y reivindica a los cien años de su nacimiento como una presencia apabullante, que inundaba la pantalla como pocas.
El mundo ha cambiado, pero aún hay muchos que susurramos que nunca hubo una mujer como Rita Hayworth.

domingo, 29 de marzo de 2020

Maromialmente hablando: James Brolin


Me confieso un artista en perder el tiempo.
Como buen artista, he progresado hasta el punto de que ahora lo pierdo de la manera más brillante y sentimental. 
En estas noches de confinamiento, en lugar de estar pergeñando la historia que testimonie nuestras sobrecogedoras jornadas, prefiero dedicarme a la nostalgia más acendrada y ponerme algunos episodios sueltos de la serie ochentera Hotel antes de dormir.
Le concedo una calidez irrebatible, esa sensación de mullido colchón de plumas que necesito en medio de la incertidumbre. Las brumas de la distancia hacen parecer épocas pretéritas como mejores y más seguras, y así luce un hotel de lujo en el que la gente viene, sufre un poquito y todo se resuelve en cuarenta y cinco minutos.
Hotel es el colmo de lo trillado y lo parecía también en su época, pero se puede decir que ya no se hacen series así. Porque ya no se hacen series, me atrevería a aventurar. Lo de ahora son películas largas.
Como todas las producciones de Aaron Spelling, Hotel es la serie en estado puro, para bien y para mal. Una cosa inofensiva, aunque sumamente atractiva, que puntúa la existencia de ese electrodoméstico que llamamos televisión.


Ver Hotel supone también ver a James Brolin, que no es poca cosa ni nunca lo fue. Me ha permitido recuperar a uno de los tíos más buenos de la televisión, un non plus ultra de maromismo catódico, que conocía su apogeo de belleza en aquellos centrales años ochenta.


El señor Brolin, que siempre ha sido el ideal de hombre Marlboro que persigue el audiovisual norteamericano como galán, ha tenido una carrera menos emocionante de la que él esperaba en sus inicios. 
Como parece pasárselo bien, hasta cuando desaparece de los focos, nunca ha supuesto una verdadera tragedia que sea más un señor simpático que un astro de deslumbre.



Los amantes del cine de género lo tendrán presente en la memoria en películas como Almas de metal o Terror en Amityville, pertenecientes a la setentera década en la que Brolin rozó algo parecido al estrellato, pero, desde muy pronto, sus cosechas más fructíferas las recolectaría en televisión.
Antes de Hotel, el público de la Catodia yanqui lo amaba como contrapunto del veterano Robert Young en la serie médico-familiar, Marcus Welby, M.D.


En cambio, nosotros y nosotras lo conocemos, sobre todo y ante todo, como Peter McDermott, el seductor gerente del hotel St. Gregory. 
Revisando la serie no sólo alabo su belleza, sino como ésta es potenciada al enésimo descaro. Su presencia escénica está fundamentada en parecer un macho de fantasía; las poses, la manera de andar, la voz. No hay mayor interpretación que la de resultar un semental impecable. 


Aunque en este país se asocia Hotel con la sobremesa, en Estados Unidos era la serie que seguía inmediatamente a Dinastía en la programación y se benefició de su audiencia, de sus vestuarios y de las ganas del público de entonces de ver riqueza y belleza por encima de todo.
La presencia de Brolin responde también a la irrupción del hombre objeto, que se haría ostensible en esa ochentera década en televisión. 
Es demasiado guapo, es como el marido que sueño; esa barba, esos ojos, ese pelo. Parece entresacado de una ilustración porno gay y suavizado con la prosa de Barbara Cartland.


Su apostura también se benefició de la química con Connie Sellecca, otra devastadora belleza - ¿quién no era ridículamente bello en estos seriales de lujo? - y juntos hicieron que la serie se recuerde como un pequeño clásico sentimental. 
Además de rezar por agarrar la gripe para quedarme a ver Hotel después del almuerzo, también recuerdo matar las tardes de infancia con el inevitable juego de mesa, anunciado en la televisión con la misma restallante estética y música que la apertura de la serie.


Poco interés parecía reservar la figura de este machote tras el crepúsculo de los ochenta, pero llega y nos sorprende cuando enamora a la mismísima Barbra Streisand. 
Se casaron entre las suspicacias de todos - ambos eran reconocidos ligones de Hollywood -, pero ahí siguen, acercándose a lo octogenario, unidos de la mano y espléndidos. 
Él parece venerarla, como si fuera el más encendido de los fans.
Recuerdo cuando ella posteó la siguiente foto en Facebook hace unos años, en la que se veía a Brolin promocionando su último disco.


"Mi imposiblemente guapo marido", escribió con acierto la suertuda. Quien tuvo, retuvo. Y quien tuvo, hizo heredar. Su hijo Josh Brolin, un actor definitivamente más interesante, también nos ha arrancado muchos suspiros desde el primer día; confieso que siempre quise atarlo al sillón con los extensores que manejaba en Los Goonies. 
Hoy me quedo con el padre, con el que espero pasar muchas noches en las próximas semanas, con permiso de la Streisand y del mundo. 
Detenido el tiempo, congelado el aliento, me refugio en la remota hermosura, en la más ilusoria de las memorias. 

sábado, 28 de marzo de 2020

Crónicas de Cinefilia: Madre Cine


El cine es una madre. 
El hecho de entrar una sala de cine se asemeja al acto de nacer. La oscuridad, confortable, cavernosa. No sabemos nada hasta que se enciende la luz. La película empieza, la vida también. Y, desde entonces, el cine nos lo va a enseñar todo sobre la vida. Pero según su versión. Como una madre.


Sí, el cine es una madre y está lleno de madres. 
Tengo reciente una emotiva secuencia de Lo que el viento se llevó, en la que Escarlata vuelve a su hogar en plena guerra y sólo dice una palabra en su carrera hasta la casa: "¡Madre! ¡Madre!"
El reencuentro con la madre, el regazo en el que la seguridad está garantizada, donde los problemas parecen menos. Yo te cuido, yo te quiero, dicen las madres.
La única posibilidad de errar es que no se encuentre ese regazo. Le sucede a Escarlata: cuando vuelve a casa, su madre ha muerto.


El cine es una madre. Acoge en su seno desde muy pronto, enseña, educa y llena de fantasía. Cuida, tutela, dirige. Tranquiliza y relativiza. Inculca la esperanza.
Advierte de los peligros, lo que no impedirá dejarnos seducir por ellos. Cuando caigamos en la trampa, el cine también dirá: "Te lo advertí".
Su punto de vista es necesariamente el nuestro. Nos vela el sueño tanto como nos lo agita.

- Apaga la tele y duérmete ya - decía mi madre desde la cama, cuando oía que seguía despierto a altas horas de la madrugada.

En la velada, el cine la sustituía y me cuidaba a mí. ¿Acaso mi madre estaría celosa de la otra madre que representa el cine?
El cine, como las madres, es una cuestión de percepción. Tal es la influencia que tiene sobre nosotros, que creemos sus mentiras, alteramos nuestra razón. Eso no es así, eso es así.
Una formidable madre malvada del cine, Angela Lansbury en El mensajero del miedo, es un ejemplo perfecto de lo que digo: su devorador dominio sobre su hijo le hace a éste trocar el entendimiento y ser un pérfido juguete en sus manos.
Las madres y su poder sobre nuestra capacidad de fantasía. El cine es fantasía. 


El cine, cuestión de maternidad, también es diana de nuestras críticas. Toda la culpa es tuya, le decimos, tú me enseñaste mal. Hasta podemos romperle el corazón y añadir: yo no te pedí nacer, yo no pedí que esa luz de la vida, de las películas, se encendiera.
Como las madres, el cine parece guardarse su opinión. Como ellas, su amor es eterno, inmarchitable, resiliente. O eso dicen.
En el cine, las madres y la maternidad aparecen retratadas de variopintas maneras y, en la mayoría de ocasiones, con increíble efectividad emocional. Las madres del cine conmueven, hacen temblar, son irresistibles. Debe ser porque todo el mundo tiene una madre, incluso aunque no la haya conocido, y esa hilazón universal con la paridora de nuestras existencias se mantiene en las historias contadas.
Las películas de madre o con madre han sido pasto del melodrama. Porque el cine enseñó que una buena madre es la nemésis del egoísmo. Son la Dolorosa con la espada atravesada, el sacrificio, la renuncia. Todo lo concerniente a la gestación, la pérdida de los hijos, la recuperación o incluso el apartarse de ellos para beneficiarlos me sugieren la siguiente pregunta: ¿inventaron las madres el melodrama o fue el melodrama el que inventó a las madres?


En esas películas se cuenta un modelo de madre, un papel de mujer, anclada en las vicisitudes propias de su género, encerrada en unas expectativas sociales. Tienes que ser buena. Y, si no lo eres, deja paso.
En esas madres del cine también está Freud o, al menos, lo está en nuestro disfrute y congoja con esas historias. Todo es mamá en esta vida, según el psicoanálisis, y esas películas responden a nuestra curiosidad. ¿Cómo es esa madre? ¿Qué está dispuesta a hacer por sus hijos? ¿En qué se parece a la mía?


Junto a las madres ejemplares, aparecieron por contraposición las malas madres, las violentas, las maltratadoras, las que compiten con sus hijos y los aplastan. Su hegemonía sobre la psique de sus vástagos es asumido como una ventaja.
El espectador lo entiende como la Naturaleza vuelta sobre sí misma, como una aberración. Oír historias de malas madres desconcierta y fascina. ¿Son verdaderas? ¿Existieron alguna vez?


En medio, las madres más emotivas: las que fallan. Son las que entorpecen el camino de sus hijos con su irremediable bondad, las que erran por omisión y los llenan de riqueza para compensar la distancia, las que pueden ser buenas y luego cometen un error imperdonable o las que son pésimas y sorprenden con un acto de generosidad definitivo.
Y las que, en virtud de ganarse la vida, hacen a sus hijos avergonzarse tristemente de ellas. Nadie quiere ser el hijo de una puta. 


La madre como ese espejo que se refleja en nosotros. ¿Somos su obra maestra o sólo el vertedero de sus errores? Quizá ambas cosas. 
La fuerza del nudo que nos une a nuestras madres es proporcional a su imperfección. Somos obra de ellas tanto como de los caprichos de la existencia. 
La Naturaleza entra en escena cuando hablamos de madres. La maternidad es irrefutable, la paternidad, no. Desde freudianos propósitos, las madres son cine hasta cuando no son evidentes. La nave de Alien se define en su guion original como "vacía, cavernosa". 
Es un útero devorador, que guarda y aniquila. La película, que explora el terror de la maternidad, se torna sublime cuando comete la osadía: hace de un hombre una madre. 


En otra película de ciencia ficción, 2001: una odisea del espacio, se llega a una idea más inquietante que la muerte: nacer otra vez. Estar a merced, perderlo todo, empezar de cero, confiar ciegamente en las madres de nuevo.


Vemos a las madres como las poseedoras de un enigma. ¿Nos quieren tanto como dicen? ¿Se arrepienten en alguna ocasión de nuestro nacimiento? ¿Desearían volver a ser hijas de alguien y no madres de muchos? Debe ser un oficio complejo. La maternidad y todo lo relacionado con ella debe inquietarlas tanto como a los demás.
Mi madre confiesa que una de las películas más aterradoras que padeció en su vida fue La semilla del diablo. La vio cuando era joven y, sin duda, se sentía algo próxima a ese salto de fe que implica confiar en un hombre para concebir una criatura ignota.


Me pregunto ahora si lo enfermizo de la situación, lo puramente animal que implica gestarse en otro cuerpo, salir por donde se sale y mamar de sus pechos será también lo que refuerza ese vínculo sentimental que une a todas las madres, malas, buenas y regulares, con sus hijos. Dicen los científicos que el amor nació con los mamíferos, los obligados a nutrir a sus criaturas. A esa sazón, añadimos la conciencia humana, los lazos de la educación, el hábito y el miedo. Complejas son nuestras vidas, pero simple es la necesidad de ver a nuestras madres y acogernos en su regazo.
Todos tenemos una madre, decididamente el primer amor, incluso aunque haya estado ausente, no se la conozca o se desee no haberla conocido. Bajo ese patrón, adorarla o superarla, abrazarla o soportarla, se mueven los hijos de los mamíferos.
Cuando cuestiono a la mía por alguna insignificante querella doméstica, debido a la proverbial pesadez de las paridoras, ella sólo contesta:

- Las madres son las madres.

Debo escribir este post con la añoranza de no verla desde hace semanas por la situación de cuarentena. Espero volver pronto a casa como la O'Hara, pero, sin duda, con un final diferente: que esté sana, a salvo, llena de la vida que me dio a mí. 
Hasta entonces, que sea el cine ahora quien vele mis inquietos sueños.

martes, 24 de marzo de 2020

El Trotalibrerías: La palabra es sexo


Mi padre tiene una gran biblioteca, la que desearía cualquier ávido lector como él. Cuando era pequeño, me parecía enorme, un templo, y de verdad creía que todos los libros del mundo estaban allí.
Yo ya sabía que los libros eran el lugar para encontrar respuestas.
Cuando era adolescente, la pregunta era, por supuesto, el sexo.
Y en la biblioteca de mi padre, oculto, pero no demasiado, había un libro titulado Enigmas de la sexualidad. Era un tratado viejo, escrito por un doctor francés y publicado hacia finales de los sesenta.
Recuerdo pasar las hojas con pecaminosa prisa. Por entonces, el sexo todavía producía muchas risitas, aunque era mayor la incomodidad de nuestros padres que la nuestra. Más que protegernos ellos del sexo, hacíamos lo contrario: escondíamos nuestras inquietudes, nuestras pajas, porque entendíamos que el tema sofocaba y angustiaba a la generación que creció con la idea de que el sexo era una cosa sucia, de la que mejor no se hablaba.


Pero ahí estaba ese libro.
Mi padre debió tener muchos enigmas acerca de la sexualidad y, por eso, adquirió ese volumen. No sé si lo haría en busca del erotismo o para responder a sus quimeras. Porque fuera el sexo sucio o no, había que hacerlo. Para tener hijos, para hacer feliz a la esposa, para atreverse a ser feliz uno mismo.
Recuerdo algunos fragmentos del libro. "Los amantes entran en estado de nirvana". Así describía una de las fases del coito.
Esto debí leer después del suicidio de Kurt Cobain, porque la palabra "nirvana" no me era ajena. El tono del libro era horrendo por aleccionador y moralista; estaba escrito por un médico que más bien sermoneaba. Tenía un apartado delirante dedicado a las "perversiones sexuales", donde no faltaba la homosexualidad. Aún no tenía demasiado clara la mía y aquello ya me resultó descacharrante por ofensivo.
Me masturbé con la descripción que hacía del coito. "Los amantes entran en estado de nirvana". Me imaginaba a mí mismo follando e inclinando la cabeza hacia atrás, de absoluto y puro placer, ascendiendo a lo metafísico.
Antes del porno, los libros eran la única manera de conocer el sexo sin practicarlo. En épocas reprimidas, en edades no autorizadas, más aún. ¿A quién le vas a preguntar? Sólo los libros tienen todas las respuestas. Tienen hasta lo que no quieres saber.
De aquella época, también recuerdo un pasaje de El ladrón de cuerpos, de Anne Rice, en el que Lestat le hace un cunnilingus a una mujer. Que lo recuerde tan vívidamente es significativo, porque es algo que jamás he hecho ni tengo intención de hacer.
De manera curiosa, el libro que estoy leyendo ahora, Cuando cae la noche, de Michael Cunningham, también tiene un episodio de cama donde se describe a un marido practicándole sexo oral a su esposa.


Lo leí con interés, porque el sexo es siempre un secreto, un enigma. Nunca me comeré un coño, pero siempre me intriga cómo se hace exactamente.
Porque dicen que el porno no lo enseña bien. Todavía muchos y muchas buscan las respuestas en los libros.
Hace una década, estuve trabajando en la librería de unos grandes almacenes y me viene a la cabeza uno de los clientes. Era un muchachón musculoso, un maromazo bien equipado, con la camiseta negra a reventar de tremendos bíceps. Un sueño pornográfico. Aún así, el caballero pedía libros sobre sexo. No libros eróticos, sino libros de cómo hacerlo, de cómo mejorar en la cama.
Como mi padre, como todos los hombres, el chico se sentía en el deber de equiparar su imagen de macho con su destreza entre las sábanas. El porno no le había servido de nada y su esposa/novia se lo había hecho notar.
La respuesta esperaba encontrarla en una guía escrita, a ser posible también ilustrada, que le diera unas pautas. Pero, más importante, que le dijera la verdad. Porque aquí está la creencia tan divulgada, tan comúnmente aceptada: las películas mienten, los libros dicen la verdad.
¿Dicen la verdad los libros? ¿Son las novelas el hilo que conduce a esa madeja que llamamos sexo? La literatura y el sexo están tan interrelacionados, que este post podría parecer una obviedad a los más intelectuales.
El acto de leer es un acto íntimo, sensorial y secreto, muy secreto. En las páginas de los libros se pueden contar cosas que no se pueden contar en casi ningún otro sitio. ¿Por qué quién lee, al fin y al cabo?


A ese respecto, no deja de sorprenderme recorrer ciertos clásicos del siglo XIX y encontrarlos mucho más picantes y honestos sobre la sexualidad humana que la mayoría de las películas y series que se produjeron cien años después. Novelas como Bel-Ami o Rojo y negro todavían calientan. Son fogosas y, más lo son, cuando sus escritores recurren con un arte insólito a un lenguaje que evita los términos evidentes, pero hace la descripción aún más ardiente. No es exactamente censura, es despertar al sexo con una caricia precisa, con una palabra adecuada.
Tampoco seamos bénevolos con el pasado. Si muchas novelas de siglos remotos nos hablan de que no hay nada nuevo bajo el Sol, muchos de sus autores fueron perseguidos, condenados y ajusticiados por la Iglesia y la moral pública. Y ya lo cuenta Stendhal en Rojo y negro: era pecado leer novelas. Cualquier novela.
Bien cierto es que la literatura siempre puede arriesgarse, dar el paso, porque es un acto directo, individual. Siempre habrá algún editor tan enfermo como el autor.


En el cine, cualquier narrativa está producida con un ánimo empresarial y, por tanto, existe un pre-acuerdo. La censura no es tanto posterior como anterior. El cine, como espectáculo público, ha estado sometido a un escrutinio especial. Nadie lee, pero todos van a las películas. Por eso, éstas han de mentir.
En los márgenes del cine, allá por la década de los sesenta, irrumpieron los bestsellers eróticos, los llamados libros sucios.
Muchos descubrieron el sexo con esas noveluchas de consumo rápido y el rey fue Harold Robbins, que se autoproclamó el "escritor playboy".
Complemento necesario de la revolución en las camas que se viviría por aquellos tiempos, Robbins, como estilo enseña, contó polvos, felaciones, cunnilingus y orgías en sus relatos de los ricos y famosos. Su aportación al imaginario erótico de toda una generación le valió una autobiografía con el subtítulo significativo: "El hombre que inventó el sexo".
Pero el sexo de Harold Robbins era un sexo como consumo, un sexo para pajas, un sexo que no cuenta la verdad que buscamos en la literatura.


¿Qué verdad cuentan los libros sobre el sexo? ¿Qué verdad he encontrado yo? El gran escritor entiende que el sexo es una parte de la vida.
Uno de los titanes es D.H. Lawrence, cuyos libros han depasado hace tiempo el escándalo que suscitaron en su tiempo, y hoy reaparecen como los frutos de uno de los mejores evocadores de la carnalidad y su decisiva relación con el alma humana.


Los novelistas pueden hablar de sus despertares sexuales, tema recurrente, sean aquellos felices o traumáticos, o pueden abordar el sexo en sus facetas más furiosas y humillantes.
La escritura dice la verdad cuando asegura que el sexo no es siempre alegre, como nos venden ahora las modas y los medios, que no se entra necesariamente en fase de nirvana cuando se copula.
El sexo y la psique son una misma cosa y hay sexos que no enaltecen, que son sólo una prolongación de sufrimientos y ansiedades, que no resultan bonitos ni necesarios.


Yo he descubierto las respuestas en los libros. 
Cuando leí a David Leavitt, pensé que alguien por fin me comprendía. Leía lo que sentía: el sexo con otro es difícil y no siempre placentero cuando estás acostumbrado a estar solo y, por tanto, a practicarlo en soledad. El estado de nirvana no me ha estado garantizado siempre, he de confesar.
Los libros no cuentan la verdad: la dicen a susurros, porque están desvelando los secretos de los escritores, que, a veces, son también nuestros secretos.
No se puede hablar de sexo sin glosar la represión, la ejercida por la sociedad y la que se ejerce sobre uno mismo.
Y, a diferencia del porno, el sexo no debe ser ese centro obsesivo, aislado, desprovisto. Esa erección no es sólo una erección. Tiene una historia detrás, tiene la Historia detrás.
Aún ahora, la literatura es la hermana mayor de la cultura en terrenos golfantes. Cuando se adapta una novela al cine, todavía se preguntan todos: ¿Y podrá contar ESE episodio, ESA escena?.
La timoratez de las pantallas convencionales sólo está a la altura de su entendimiento del sexo como una veta a explotar, como un tema que todavía da risita.


Da risita lo que todavía sigue siendo un secreto. ¿Sabemos algo sobre sexo? ¿Sobre lo qué significa de verdad?
En estos tiempos de cuarentena, donde, como si volviéramos a la era victoriana, sólo podemos mantener sexo con la compañía estable o con la mano operativa, reflexionemos sobre las incógnitas de la sexualidad y busquemos la cálida compañía de una novela vergonzante.
Y, si alguien quiere saber el paradero del libro de mi padre, Enigmas de la sexualidad, diré que está en mi poder.
Era uno entre una pila de los que mi querido viejito quería deshacerse - la vida ya le habrá despejado todos los enigmas - y yo, nostalgia de por medio, lo robé con la mano operativa sin que él me viera.

domingo, 22 de marzo de 2020

Hollywood, Hollywood: Tyrone Power


En cierta ocasión, la escritora de novela rosa Barbara Cartland aseguró: "No necesitábamos el sexo. Teníamos a Tyrone Power". 
La época a la que aludía la señora Cartland era la misma época en la que el público entraba en una relación tan íntima con las estrellas de cine que ir a las películas se vivía como una especie de comunión profana. La contemplación de los carismáticos rostros del llamado Hollywood dorado hacía entrar en un extásis, que hacía posible esa idea de que no se necesitaba el sexo cuando existía Tyrone Power.
Era más que una estrella, era el reclamo, la excusa. Se iba al cine a verlo a él, a comulgar con su imagen, a satisfacer todos los deseos con el simple vistazo.


De ojos grandes y expresivos, cara seria, a veces rota por una sonrisa milagrosa de puro irresistible, Tyrone era sensual y varonil, pero nunca resultó un macho al uso. No era bruto, ni grande, ni sudoroso. 
Quizá el blanco y negro confiere todavía la sensación de que estamos ante una estatua clásica insuflada a la vida. Apolo entre los hombres, pero un Apolo bueno, justo y romántico, muy romántico. Todo en Tyrone invitaba al idilio, al amor bajo las estrellas, al romance. 
No es casualidad que la Cartland lo citara. Muchos personajes que interpretó Tyrone Power - galanes de frac, espadachines de bigote, piratas descamisados - lucen hoy como cimiento de inspiración para los protagonistas masculinos de la novela rosa que se escribiría a partir de Hollywood. 
Tyrone era el hombre para cualquier fantasía.


Cuando irrumpió en el cine norteamericano a mediados de los años treinta, su belleza física y su elegancia lo hicieron un favorito inmediato del público y Darryl F. Zanuck, el jerarca de la Twentieth Century Fox, lo blindaría para su estudio. 
Lo hizo navegar entre varios géneros, mientras el chico maravillas se confirmaba como una de las grandes estrellas del cine. 


Su valía artística ha quedado con frecuencia en un condescendiente segundo lugar ante su apostura y condición de astro, por lo que nunca está de más romper una lanza por sus dotes como actor protagonista, o ese asunto tan difícil que supone acarrear toda una producción en un solo rostro y mantener la fuerza y la solidez suficientes para convencer a las audiencias de que se padece o se triunfa, incluso a partir del más nimio de los argumentos y del más convencional de los guiones.


Aunque se le concebía como el hombre que recibiera cualquier familia respetable, Tyrone interpretó, desde muy pronto, a personajes en un ambiguo filo entre lo correcto y lo criminal. 
Su glamouroso Jesse James de Tierra de audaces despertó una novedosa simpatía por lo forajido, mientras era un niño rico caído en gangsteriles manos bajo el apropiado nombre de Johnny Apollo, el hermano golfo redimido tras el espectacular incendio de Chicago y el torero que lo deja todo por Rita Hayworth en Sangre y arena.
Hasta sus héroes sin tacha tenían algo punzante: un antifaz, un entrar a escondidas. Sí, Tyrone también fue el Zorro.


Héroe de pantallas, lo sería además para su país cuando regresaba con las medallas de la Segunda Guerra Mundial en su torso de aviador. Pero la gloria militar no se tradujo en felicidad. Su primera mujer, Annabella, lo diría: "Nunca volvió a ser el mismo". 
El héroe tenía el corazón roto y, en su mirada madura, aún más atractiva, se agazapaba la desconfianza. Era ahora más que el Zorro, era Larry Durrell de El filo de la navaja, el aviador que no quiere conformarse.
Entre aventuras tradicionales y proyectos prestigiosos, se movió el Power de posguerra, más exigente con lo que le procuraba la Fox.


Su mejor interpretación horrorizó a Zanuck, que enterró El callejón de las almas perdidas para olvidarla. 
No podía ver a su Ty como un arribista de circo en un terrorífico noir. Él puso sus rasgos irlandeses y su franca mirada como nunca a tal estimulante servicio. Hoy El callejón de las almas perdidas es un ejemplo de lo que podían ser las estrellas cuando se las dejaba ser menos estrellas. 


Con la salud maltrecha y un físico envejecido de manera prematura, Tyrone se concedió una última interpretación memorable en Testigo de cargo, cuyo personaje funcionaba como toda una parodia de su estatus de conquistador de señoras. 
Y, un día, de repente, sin previo aviso, se murió. Sólo tenía cuarenta y cinco años. El corazón, débil, fue el responsable. El público le había entregado el suyo desde el primer dia, pero no fue suficiente. Tyrone, el Johnny Apolo, acababa como todas las estrellas: con una nota demasiado triste.
En el funeral, Henry King, su descubridor y director habitual, sobrevoló el sepelio en avioneta con lágrimas en los ojos. 
En la lápida, la inscripción parecía el final de una canción de cuna: "Buenas noches, dulce príncipe."


Como los mejores llorados, venció al olvido y todavía cuando aparece, resucitado por el milagro del cine, arranca aquel suspiro legendario, aquel que nacía de la creencia ciega de que los dioses protagonizaban películas.

viernes, 20 de marzo de 2020

Crónicas de Cinefilia: Los arqueros del deseo


"No quiero realismo, ¡quiero magia!"

Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo


Estas crónicas de cinefilia, siempre ansiosas de buen celuloide, deben hacerse hoy la pregunta forzosa. 
¿Qué buscamos en las películas? ¿Qué busco yo?
Veo unas y otras y, me gusten o horroricen, es probable que las olvide. De algunas recordaré algún detalle gracioso, alguna secuencia interesante. Lo excepcional sucede cuando el cine se hace imborrable, cuando es imposible sacudírselo de la memoria.


Lo imborrable. ¿Qué es lo que no se puede borrar en términos del arte? Será ese feliz encuentro entre una imagen y una historia, entre una forma y un tiempo, entre lo que veo y lo que siento al contemplarlo. Una flecha que va certera. 
Contemos entonces la historia de ciertos arqueros.
La alta madrugada. De nuevo el Cine Club de La 2 reaparece en el recuerdo. El presentador habla sobre Las zapatillas rojas, cuyo título me devolvía al cuento de Hans Christian Andersen. 
Grabé esa película como grababa tantas y recuerdo que, durante la media hora inicial de aquella primera visión, sentí cierto tedio. Aquello era extraño. La película, entre sus colores, sus vestuarios y los acentos de sus actores, parecía hecha en un planeta diferente. Lucía desfasada hasta para 1948, su año de producción.
Las zapatillas rojas me estaba esperando y de qué manera. A la hora de duración, llegó ese ballet que le da título. 
Hubo un instante preciso en que el corazón se me encogió de tal manera y sentí una fascinación tan profunda, que fue como hallarme, de manera milagrosa, frente a algún castillo perdido de los cuentos de hadas que había leído en mi infancia. 
Pocas veces he sentido un encuentro con una belleza tan descomunal como cuando vi el ballet de Las zapatillas rojas.


Desde ese momento, la película me ganó, pero, como todas las obras maestras, el veneno venía al final. 
¿De verdad está sucediendo esto? Como una fuga de toda lógica, de todo estilo, rompía sus propias barreras, abrazaba la fantasía y terminaba con una nota tan cruel como inmensamente conmovedora.


He visto Las zapatillas rojas en innumerables ocasiones y no me ha decepcionado en ninguna. Es una película favorita de siempre, de esas que van unido a mí como un accesorio de mi tocador emocional, como si la hubiera vivido, como si la hubiera conocido. Para los cinéfilos, las películas están más vivas que la mayoría de personas que pululan a nuestro alrededor y hemos sucumbido a experiencias más intensas contemplando una pantalla que caminando por la realidad.
¿Quién estaba detrás de Las zapatillas rojas?, me pregunté durante cierto tiempo. 
Muchos directores de cine y fanáticos del séptimo arte se han rendido a la pregunta en un proceso de redescubrimiento y reivindicación. 
Descubrí que no sólo era uno, sino dos. ¿Sus nombres? Michael Powell y Emeric Pressburger, los Arqueros.


Desde 1942 hasta 1956, sembraron el cine británico con las películas más encantadoras y mágicas de la Historia, pero muchos todavía sólo conocen Las zapatillas rojas.
Quizá porque es la única que se ha visto con más frecuencia en televisión, o porque fue la más prestigiosa y popular de todas. Sin duda, es la que dejó una impresión más duradera en audiencias y expertos. 
Puedo asegurar que no es la única a la que echarle el ojo y la vida.


¿Cómo una película puede ser dirigida por dos personas? La respuesta: no se puede. Un director en el set da las órdenes. Y éstas deben ser únicas. De lo contrario, el caos. Powell y Pressburger parecían desafiar esta norma.
Mi querido y llorado Juan Miguel Lamet, admirador de los Arqueros, me contó que se había entrevistado con Deborah Kerr, actriz protagonista de dos películas de Powell y Pressburger. 
Ella le aseguró que jamás vio a Pressburger en el rodaje. Powell era el director. Lamet sostenía que Pressburger era sólo el guionista, glorificado como nunca antes y nunca después en la historia de los guionistas.


No sólo era el guionista. Pressburger se ganó el crédito de director porque era la cabeza pensante y bullente de sus proyectos con Powell. Éste confesó que no hubiese hecho esas películas sin él. 
El tándem funcionaba así: Pressburger escribía el guión y producía toda la obra, desde su aspecto visual hasta su banda sonora y montaje, mientras Powell batallaba desde la silla del director para ejecutar el milagro, el encanto, el hechizo.


Su colaboración comenzó durante la Segunda Guerra Mundial y muchas de sus películas abordan el conflicto o sobrevuela como trasfondo. Hay algunas directamente sobre la lucha contra los nazis y otras, donde la Muerte se imprime en el destino inmediato de los protagonistas, que se aferran a la vida con un deseo devorador. 
Una de sus fascinantes películas en Technicolor se llama precisamente A vida o muerte, en la que el Cielo comete una equivocación y deja vivir a un soldado inglés que estaba destinado a morir.


Las películas de Powell y Pressburger nacen en la tesitura del cine clásico, de formas perfectas y vocación romántica, pero son atípicas. La palabra es desconcierto. Son rarísimas, inesperadas.
No se puede explicar, por ejemplo, Vida y muerte del Coronel Blimp, una película que sorprende en cada visión. Sólo rendirse a ella. 


Son cine, muy cine, pero se alejan de sus postulados. Viven refociladas en la literatura, en el teatro, en la música orquestal, en la ópera. 
Su obra más arriesgada, Los cuentos de Hoffmann, lleva más allá las propuestas estilísticas de Las zapatillas rojas: la ópera de Offenbach queda reinterpretaada para el cine en unas coordenadas alucinantes que aún dejan estupefactos a los expertos. 
Lo clásico se conjuga con lo vanguardista, el espectáculo romántico se acuesta con el Surrealismo y el arte acepta el kitsch en su seno, generoso. 
Estas películas tienen el encanto de lo pasado de moda, de lo antiguo, que se codifica en inmortal. Son un baúl del desván, abierto con ganas de carnaval, loco de atar.


Loco de atar, sí.
Sorprendíame siempre la presencia de Robert Helpmann y Leonide Massine en Las zapatillas rojas, dos bailarines obviamente homosexuales, que no disimulan su afeminamiento. 


¿Mi admiración encuentra freudiana explicación en que la película es una enorme mariconada, llena de colores saturados, melodrama, caras extrañas y poses afectadas de bailarines? ¿Es cine queer antes de lo queer?
Tal vez estas y otras etiquetas sean nada más que ese límite que Powell y Pressburger nunca tuvieron miedo de arrancar en su salvaje camino.
Su estilo nacía en una rígida partitura para arrebatarse antes de terminar la página, el encanto residía en esa libertad. No había espacio para la contención sosa, para la media tinta.
El hechizo conminaba a abarcar la paleta entera. 


Más allá del estilo, sus películas son listas, mordaces. Son apasionadas como pocas en el cine británico, pero conversan mucho de su habitual humor y sutileza. 
Algunas son extraordinariamente amargas e íntimas, como The small back room, o sencillas y adorables, como la historia de amor Sé a dónde voy, protagonizada por Wendy Hiller y Roger Livesey, dos de los mejores actores de los que nadie se acuerda.


Decia Martin Scorsese, fan acérrimo, hijo putativo y recuperador de la filmografía de estos hombres, que siempre hay una película de Powell y Pressburger que no has visto. 
Es cierto. Siempre me queda alguna. 
En mi opinón, sus mejores obras son las que hicieron durante la década de los cuarenta y su última gran hazaña es Los cuentos de Hoffmann; a partir de entonces, sus propuestas son menos estimulantes y parecen aspirar a repetir el menú de sus mejores éxitos. 
Alcanzarse a sí mismo, ese reto.


Fueron cultivadores de la obra maestra como una experiencia sensorial, un viaje. Hay está la cumbre más alta, ese Narciso Negro, irrebatible puesto de honor entre las peliculas más bellas de la Historia. También llena de pasión. 
Una misión de monjas se asienta en el Himalaya para descubrir que su convento era antes un harén; la atmósfera sensual y enrarecida hace mella en sus convicciones, en su neurosis. Una se vuelve loca. El cine, en ese instante, también. 


Difícil hallar las palabras para definir esa secuencia. Hermosa y visceral al mismo tiempo, es el melodrama elevado a una cúspide de emoción y distinción inaudita: sudoroso, lascivo, ensordecedor, único.
Narciso Negro también vive en esa memoria de la que hablaba, cuando la película se hace vida, cuando la impresión fílmica se troca en recuerdo personal.
Ya dije que ese atributo de lo imborrable sucede de manera excepcional. Lo malo de las obras de Michael Powell y Emeric Pressburger es que se terminan.
Buscarlas en otros siempre ha sido tarea inútil.