sábado, 28 de marzo de 2020

Crónicas de Cinefilia: Madre Cine


El cine es una madre. 
El hecho de entrar una sala de cine se asemeja al acto de nacer. La oscuridad, confortable, cavernosa. No sabemos nada hasta que se enciende la luz. La película empieza, la vida también. Y, desde entonces, el cine nos lo va a enseñar todo sobre la vida. Pero según su versión. Como una madre.


Sí, el cine es una madre y está lleno de madres. 
Tengo reciente una emotiva secuencia de Lo que el viento se llevó, en la que Escarlata vuelve a su hogar en plena guerra y sólo dice una palabra en su carrera hasta la casa: "¡Madre! ¡Madre!"
El reencuentro con la madre, el regazo en el que la seguridad está garantizada, donde los problemas parecen menos. Yo te cuido, yo te quiero, dicen las madres.
La única posibilidad de errar es que no se encuentre ese regazo. Le sucede a Escarlata: cuando vuelve a casa, su madre ha muerto.


El cine es una madre. Acoge en su seno desde muy pronto, enseña, educa y llena de fantasía. Cuida, tutela, dirige. Tranquiliza y relativiza. Inculca la esperanza.
Advierte de los peligros, lo que no impedirá dejarnos seducir por ellos. Cuando caigamos en la trampa, el cine también dirá: "Te lo advertí".
Su punto de vista es necesariamente el nuestro. Nos vela el sueño tanto como nos lo agita.

- Apaga la tele y duérmete ya - decía mi madre desde la cama, cuando oía que seguía despierto a altas horas de la madrugada.

En la velada, el cine la sustituía y me cuidaba a mí. ¿Acaso mi madre estaría celosa de la otra madre que representa el cine?
El cine, como las madres, es una cuestión de percepción. Tal es la influencia que tiene sobre nosotros, que creemos sus mentiras, alteramos nuestra razón. Eso no es así, eso es así.
Una formidable madre malvada del cine, Angela Lansbury en El mensajero del miedo, es un ejemplo perfecto de lo que digo: su devorador dominio sobre su hijo le hace a éste trocar el entendimiento y ser un pérfido juguete en sus manos.
Las madres y su poder sobre nuestra capacidad de fantasía. El cine es fantasía. 


El cine, cuestión de maternidad, también es diana de nuestras críticas. Toda la culpa es tuya, le decimos, tú me enseñaste mal. Hasta podemos romperle el corazón y añadir: yo no te pedí nacer, yo no pedí que esa luz de la vida, de las películas, se encendiera.
Como las madres, el cine parece guardarse su opinión. Como ellas, su amor es eterno, inmarchitable, resiliente. O eso dicen.
En el cine, las madres y la maternidad aparecen retratadas de variopintas maneras y, en la mayoría de ocasiones, con increíble efectividad emocional. Las madres del cine conmueven, hacen temblar, son irresistibles. Debe ser porque todo el mundo tiene una madre, incluso aunque no la haya conocido, y esa hilazón universal con la paridora de nuestras existencias se mantiene en las historias contadas.
Las películas de madre o con madre han sido pasto del melodrama. Porque el cine enseñó que una buena madre es la nemésis del egoísmo. Son la Dolorosa con la espada atravesada, el sacrificio, la renuncia. Todo lo concerniente a la gestación, la pérdida de los hijos, la recuperación o incluso el apartarse de ellos para beneficiarlos me sugieren la siguiente pregunta: ¿inventaron las madres el melodrama o fue el melodrama el que inventó a las madres?


En esas películas se cuenta un modelo de madre, un papel de mujer, anclada en las vicisitudes propias de su género, encerrada en unas expectativas sociales. Tienes que ser buena. Y, si no lo eres, deja paso.
En esas madres del cine también está Freud o, al menos, lo está en nuestro disfrute y congoja con esas historias. Todo es mamá en esta vida, según el psicoanálisis, y esas películas responden a nuestra curiosidad. ¿Cómo es esa madre? ¿Qué está dispuesta a hacer por sus hijos? ¿En qué se parece a la mía?


Junto a las madres ejemplares, aparecieron por contraposición las malas madres, las violentas, las maltratadoras, las que compiten con sus hijos y los aplastan. Su hegemonía sobre la psique de sus vástagos es asumido como una ventaja.
El espectador lo entiende como la Naturaleza vuelta sobre sí misma, como una aberración. Oír historias de malas madres desconcierta y fascina. ¿Son verdaderas? ¿Existieron alguna vez?


En medio, las madres más emotivas: las que fallan. Son las que entorpecen el camino de sus hijos con su irremediable bondad, las que erran por omisión y los llenan de riqueza para compensar la distancia, las que pueden ser buenas y luego cometen un error imperdonable o las que son pésimas y sorprenden con un acto de generosidad definitivo.
Y las que, en virtud de ganarse la vida, hacen a sus hijos avergonzarse tristemente de ellas. Nadie quiere ser el hijo de una puta. 


La madre como ese espejo que se refleja en nosotros. ¿Somos su obra maestra o sólo el vertedero de sus errores? Quizá ambas cosas. 
La fuerza del nudo que nos une a nuestras madres es proporcional a su imperfección. Somos obra de ellas tanto como de los caprichos de la existencia. 
La Naturaleza entra en escena cuando hablamos de madres. La maternidad es irrefutable, la paternidad, no. Desde freudianos propósitos, las madres son cine hasta cuando no son evidentes. La nave de Alien se define en su guion original como "vacía, cavernosa". 
Es un útero devorador, que guarda y aniquila. La película, que explora el terror de la maternidad, se torna sublime cuando comete la osadía: hace de un hombre una madre. 


En otra película de ciencia ficción, 2001: una odisea del espacio, se llega a una idea más inquietante que la muerte: nacer otra vez. Estar a merced, perderlo todo, empezar de cero, confiar ciegamente en las madres de nuevo.


Vemos a las madres como las poseedoras de un enigma. ¿Nos quieren tanto como dicen? ¿Se arrepienten en alguna ocasión de nuestro nacimiento? ¿Desearían volver a ser hijas de alguien y no madres de muchos? Debe ser un oficio complejo. La maternidad y todo lo relacionado con ella debe inquietarlas tanto como a los demás.
Mi madre confiesa que una de las películas más aterradoras que padeció en su vida fue La semilla del diablo. La vio cuando era joven y, sin duda, se sentía algo próxima a ese salto de fe que implica confiar en un hombre para concebir una criatura ignota.


Me pregunto ahora si lo enfermizo de la situación, lo puramente animal que implica gestarse en otro cuerpo, salir por donde se sale y mamar de sus pechos será también lo que refuerza ese vínculo sentimental que une a todas las madres, malas, buenas y regulares, con sus hijos. Dicen los científicos que el amor nació con los mamíferos, los obligados a nutrir a sus criaturas. A esa sazón, añadimos la conciencia humana, los lazos de la educación, el hábito y el miedo. Complejas son nuestras vidas, pero simple es la necesidad de ver a nuestras madres y acogernos en su regazo.
Todos tenemos una madre, decididamente el primer amor, incluso aunque haya estado ausente, no se la conozca o se desee no haberla conocido. Bajo ese patrón, adorarla o superarla, abrazarla o soportarla, se mueven los hijos de los mamíferos.
Cuando cuestiono a la mía por alguna insignificante querella doméstica, debido a la proverbial pesadez de las paridoras, ella sólo contesta:

- Las madres son las madres.

Debo escribir este post con la añoranza de no verla desde hace semanas por la situación de cuarentena. Espero volver pronto a casa como la O'Hara, pero, sin duda, con un final diferente: que esté sana, a salvo, llena de la vida que me dio a mí. 
Hasta entonces, que sea el cine ahora quien vele mis inquietos sueños.

No hay comentarios:

Publicar un comentario