viernes, 20 de marzo de 2020

Crónicas de Cinefilia: Los arqueros del deseo


"No quiero realismo, ¡quiero magia!"

Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo


Estas crónicas de cinefilia, siempre ansiosas de buen celuloide, deben hacerse hoy la pregunta forzosa. 
¿Qué buscamos en las películas? ¿Qué busco yo?
Veo unas y otras y, me gusten o horroricen, es probable que las olvide. De algunas recordaré algún detalle gracioso, alguna secuencia interesante. Lo excepcional sucede cuando el cine se hace imborrable, cuando es imposible sacudírselo de la memoria.


Lo imborrable. ¿Qué es lo que no se puede borrar en términos del arte? Será ese feliz encuentro entre una imagen y una historia, entre una forma y un tiempo, entre lo que veo y lo que siento al contemplarlo. Una flecha que va certera. 
Contemos entonces la historia de ciertos arqueros.
La alta madrugada. De nuevo el Cine Club de La 2 reaparece en el recuerdo. El presentador habla sobre Las zapatillas rojas, cuyo título me devolvía al cuento de Hans Christian Andersen. 
Grabé esa película como grababa tantas y recuerdo que, durante la media hora inicial de aquella primera visión, sentí cierto tedio. Aquello era extraño. La película, entre sus colores, sus vestuarios y los acentos de sus actores, parecía hecha en un planeta diferente. Lucía desfasada hasta para 1948, su año de producción.
Las zapatillas rojas me estaba esperando y de qué manera. A la hora de duración, llegó ese ballet que le da título. 
Hubo un instante preciso en que el corazón se me encogió de tal manera y sentí una fascinación tan profunda, que fue como hallarme, de manera milagrosa, frente a algún castillo perdido de los cuentos de hadas que había leído en mi infancia. 
Pocas veces he sentido un encuentro con una belleza tan descomunal como cuando vi el ballet de Las zapatillas rojas.


Desde ese momento, la película me ganó, pero, como todas las obras maestras, el veneno venía al final. 
¿De verdad está sucediendo esto? Como una fuga de toda lógica, de todo estilo, rompía sus propias barreras, abrazaba la fantasía y terminaba con una nota tan cruel como inmensamente conmovedora.


He visto Las zapatillas rojas en innumerables ocasiones y no me ha decepcionado en ninguna. Es una película favorita de siempre, de esas que van unido a mí como un accesorio de mi tocador emocional, como si la hubiera vivido, como si la hubiera conocido. Para los cinéfilos, las películas están más vivas que la mayoría de personas que pululan a nuestro alrededor y hemos sucumbido a experiencias más intensas contemplando una pantalla que caminando por la realidad.
¿Quién estaba detrás de Las zapatillas rojas?, me pregunté durante cierto tiempo. 
Muchos directores de cine y fanáticos del séptimo arte se han rendido a la pregunta en un proceso de redescubrimiento y reivindicación. 
Descubrí que no sólo era uno, sino dos. ¿Sus nombres? Michael Powell y Emeric Pressburger, los Arqueros.


Desde 1942 hasta 1956, sembraron el cine británico con las películas más encantadoras y mágicas de la Historia, pero muchos todavía sólo conocen Las zapatillas rojas.
Quizá porque es la única que se ha visto con más frecuencia en televisión, o porque fue la más prestigiosa y popular de todas. Sin duda, es la que dejó una impresión más duradera en audiencias y expertos. 
Puedo asegurar que no es la única a la que echarle el ojo y la vida.


¿Cómo una película puede ser dirigida por dos personas? La respuesta: no se puede. Un director en el set da las órdenes. Y éstas deben ser únicas. De lo contrario, el caos. Powell y Pressburger parecían desafiar esta norma.
Mi querido y llorado Juan Miguel Lamet, admirador de los Arqueros, me contó que se había entrevistado con Deborah Kerr, actriz protagonista de dos películas de Powell y Pressburger. 
Ella le aseguró que jamás vio a Pressburger en el rodaje. Powell era el director. Lamet sostenía que Pressburger era sólo el guionista, glorificado como nunca antes y nunca después en la historia de los guionistas.


No sólo era el guionista. Pressburger se ganó el crédito de director porque era la cabeza pensante y bullente de sus proyectos con Powell. Éste confesó que no hubiese hecho esas películas sin él. 
El tándem funcionaba así: Pressburger escribía el guión y producía toda la obra, desde su aspecto visual hasta su banda sonora y montaje, mientras Powell batallaba desde la silla del director para ejecutar el milagro, el encanto, el hechizo.


Su colaboración comenzó durante la Segunda Guerra Mundial y muchas de sus películas abordan el conflicto o sobrevuela como trasfondo. Hay algunas directamente sobre la lucha contra los nazis y otras, donde la Muerte se imprime en el destino inmediato de los protagonistas, que se aferran a la vida con un deseo devorador. 
Una de sus fascinantes películas en Technicolor se llama precisamente A vida o muerte, en la que el Cielo comete una equivocación y deja vivir a un soldado inglés que estaba destinado a morir.


Las películas de Powell y Pressburger nacen en la tesitura del cine clásico, de formas perfectas y vocación romántica, pero son atípicas. La palabra es desconcierto. Son rarísimas, inesperadas.
No se puede explicar, por ejemplo, Vida y muerte del Coronel Blimp, una película que sorprende en cada visión. Sólo rendirse a ella. 


Son cine, muy cine, pero se alejan de sus postulados. Viven refociladas en la literatura, en el teatro, en la música orquestal, en la ópera. 
Su obra más arriesgada, Los cuentos de Hoffmann, lleva más allá las propuestas estilísticas de Las zapatillas rojas: la ópera de Offenbach queda reinterpretaada para el cine en unas coordenadas alucinantes que aún dejan estupefactos a los expertos. 
Lo clásico se conjuga con lo vanguardista, el espectáculo romántico se acuesta con el Surrealismo y el arte acepta el kitsch en su seno, generoso. 
Estas películas tienen el encanto de lo pasado de moda, de lo antiguo, que se codifica en inmortal. Son un baúl del desván, abierto con ganas de carnaval, loco de atar.


Loco de atar, sí.
Sorprendíame siempre la presencia de Robert Helpmann y Leonide Massine en Las zapatillas rojas, dos bailarines obviamente homosexuales, que no disimulan su afeminamiento. 


¿Mi admiración encuentra freudiana explicación en que la película es una enorme mariconada, llena de colores saturados, melodrama, caras extrañas y poses afectadas de bailarines? ¿Es cine queer antes de lo queer?
Tal vez estas y otras etiquetas sean nada más que ese límite que Powell y Pressburger nunca tuvieron miedo de arrancar en su salvaje camino.
Su estilo nacía en una rígida partitura para arrebatarse antes de terminar la página, el encanto residía en esa libertad. No había espacio para la contención sosa, para la media tinta.
El hechizo conminaba a abarcar la paleta entera. 


Más allá del estilo, sus películas son listas, mordaces. Son apasionadas como pocas en el cine británico, pero conversan mucho de su habitual humor y sutileza. 
Algunas son extraordinariamente amargas e íntimas, como The small back room, o sencillas y adorables, como la historia de amor Sé a dónde voy, protagonizada por Wendy Hiller y Roger Livesey, dos de los mejores actores de los que nadie se acuerda.


Decia Martin Scorsese, fan acérrimo, hijo putativo y recuperador de la filmografía de estos hombres, que siempre hay una película de Powell y Pressburger que no has visto. 
Es cierto. Siempre me queda alguna. 
En mi opinón, sus mejores obras son las que hicieron durante la década de los cuarenta y su última gran hazaña es Los cuentos de Hoffmann; a partir de entonces, sus propuestas son menos estimulantes y parecen aspirar a repetir el menú de sus mejores éxitos. 
Alcanzarse a sí mismo, ese reto.


Fueron cultivadores de la obra maestra como una experiencia sensorial, un viaje. Hay está la cumbre más alta, ese Narciso Negro, irrebatible puesto de honor entre las peliculas más bellas de la Historia. También llena de pasión. 
Una misión de monjas se asienta en el Himalaya para descubrir que su convento era antes un harén; la atmósfera sensual y enrarecida hace mella en sus convicciones, en su neurosis. Una se vuelve loca. El cine, en ese instante, también. 


Difícil hallar las palabras para definir esa secuencia. Hermosa y visceral al mismo tiempo, es el melodrama elevado a una cúspide de emoción y distinción inaudita: sudoroso, lascivo, ensordecedor, único.
Narciso Negro también vive en esa memoria de la que hablaba, cuando la película se hace vida, cuando la impresión fílmica se troca en recuerdo personal.
Ya dije que ese atributo de lo imborrable sucede de manera excepcional. Lo malo de las obras de Michael Powell y Emeric Pressburger es que se terminan.
Buscarlas en otros siempre ha sido tarea inútil.

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