Era la mayor estrella del cine, pero un día lo abandonó y ya no volvió más.
Mi cinefilia bien pudo comenzar con esa frase, oída a mi abuela, que amaba a los actores del Hollywood clásico, los que se consagraron cuando ella crecía y sólo existía el cine para calmar guerras y posguerras.
La Garbo, oh, la Garbo lo era todo. Era la mujer señora, el astro absoluto, la quintaesencia del glamour, el triunfo de la cosmética. Y toda una inmortal.
La Garbo, oh, la Garbo lo era todo. Era la mujer señora, el astro absoluto, la quintaesencia del glamour, el triunfo de la cosmética. Y toda una inmortal.
Cuando yo la vi por primera vez, de niño, Greta llevaba más de cincuenta años sin protagonizar una película, pero ahí aparecía en mi pequeña pantalla resucitada su majestad, a bordo del barco de La Reina Cristina de Suecia, con ese rostro imposiblemente hermoso en blanco y negro.
Las palabras de mi abuela como quien pronuncia un conjuro hacían círculos a través de mi hechizo. Un escalofrío me recorrió. Greta Garbo, la fascinante Garbo.
Pertenecía a un mundo alejado del que me vio crecer, pero aún se cernía sobre nuestras vidas. Esa mística perduraba en los ciclos televisivos que la sacaban de las sombras en las que se ocultaba la verdadera Garbo.
"Quiero estar sola", decía su personaje en Gran Hotel y todos comprendíamos la angustia de la mayor famosa. Tantas luces, tanta admiración, ¿quién no querría esconderse para no ser vista?
Desde el principio, desde que el primer foco iluminó a la enigmática sueca, todo en ella se quiso conjugar con el misterio.
Hollywood la demandó pronto por esa aleación que adoraba; el exotismo, la aventura, el romanticismo.
La Garbo fue la malvada mantis de El demonio y la carne, pero pronto sus pecadoras se convirtieron en las heroínas, en las protagonistas, en las interlocutoras de una generación de mujeres atrapadas entre las convenciones y sus pasiones.
La Garbo fue la malvada mantis de El demonio y la carne, pero pronto sus pecadoras se convirtieron en las heroínas, en las protagonistas, en las interlocutoras de una generación de mujeres atrapadas entre las convenciones y sus pasiones.
Greta fue Margarita Gautier, Anna Karenina, la Reina Cristina y tantas otras que enseñaron al público que no hay nada como enamorarse, más aún si es imposible.
Una actriz sensible, autodidacta, que parecía descubrirse y sorprenderse a sí misma, Greta creció entre la artificialidad de su imagen y la inteligencia de su mirada, entre sus melodramas y su generosa ironía.
Era contradictoria, ambigua, dos sexos en una mujer, la que contenía las lágrimas como una señorita en primer plano o reía a mandíbula batiente como un compadre más entrando en esecena.
En La Reina Cristina de Suecia, irrumpe como nunca esa dualidad génerica de Greta Garbo, símbolo de la mujer feminista de los primeros años treinta.
En La Reina Cristina de Suecia, irrumpe como nunca esa dualidad génerica de Greta Garbo, símbolo de la mujer feminista de los primeros años treinta.
Para las mujeres, el final siempre era triste; para las heroínas de la Garbo, también. Las historias de amor que protagonizaba la diva acababan con el corazón roto, pero de una manera emocionante, tan distinguida.
Las tristes películas de Greta Garbo se miraban y lloraban como la validez del espíritu humano, cuando éste se sacrifica por el bien del ser amado. Greta era el triunfo de la personalidad. La actriz como rostro, el rostro como el alma.
Pero en La Reina Cristina de Suecia lo anunciaba: "Estoy cansada de ser un símbolo".
La generación de mi abuela la contemplaba como una diosa. La llamaron la Divina. Aunque no fue la primera diva del cine, sí ha sido la más apoteósica, la más irrepetible. Hollywood le quiso buscar reemplazo durante años en otras actrices europeas y jamás lo consiguió.
Esa caza de otra Garbo sucedió desde muy pronto, desde que descubrieron que Garbo no era feliz, que Garbo era puro Hollywood, pero lo detestaba. Díscola, impertinente, probablemente loca. Quería estar sola.
Sus escultores y sus admiradores se negaban a aceptar ver marchar a su bello cisne, era una conclusión demasiado triste para el idilio, era como el final de una película de la Garbo.
Tanto se lloraba con Greta, que cuando se aventuró por sorpresa en la comedia, ésta debió publicitarse como "Garbo ríe".
Se llamó Ninotchka y se descubrió que podía moverse en un registro ligero y quedar igual de divina. Fue el mayor éxito de su carrera y nadie, ni ella misma, supo que sería el último.
En 1941, tras la decepción comercial de La mujer de las dos caras, Greta pidió un descanso y se lo concedieron.
Jamás volvió a aparecer en la pantalla. Fue un retiro tan repentino como inapelable.
Durante décadas se barajó la posibilidad de un retorno y hasta ella misma fantaseaba con proyectos. Pero su vida, agitada, distinta, queríase a salvo de la moral de la prensa y la ingenuidad de los públicos.
Su nombre siguió presente en las agendas de la jet set internacional, mientras ella se dejaba enamorar por más mujeres que hombres, pero las luces de los fotográfos, las grandes premieres, las súplicas de los fans se terminaron.
Su nombre siguió presente en las agendas de la jet set internacional, mientras ella se dejaba enamorar por más mujeres que hombres, pero las luces de los fotográfos, las grandes premieres, las súplicas de los fans se terminaron.
Garbo mató a Garbo y el misterio se acrecentó aún más. ¿Vivió después de sí misma? ¿Pudo existir la persona anónima tras la mayor de las estrellas?
En las calles de Nueva York, hacia la década de los ochenta, cualquier transeúnte podía tropezarse con Greta Garbo, que adoraba emprender largos paseos a través de la ciudad, oculta bajo unas gafas negras, con su pelo cano anudado en una coleta y un enorme paraguas por si le sorprendía la lluvia. Nadie podía reconocerla, no había nada glamouroso en ella.
Garbo era otra. La que irrumpía en los ciclos de madrugada, la que recordaba mi abuela, la que yo descubría con un escalofrío.
La diosa vivía en el celuloide, la mujer paseaba por la ciudad.
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