jueves, 28 de noviembre de 2019

Crónicas de Cinefilia: La afectación


Esta es una historia de afectación. O de amaneramiento. Es la historia amanerada de una afectación. 
Y también es la historia de una mujer. La mujer que vive en mí, ignorada, sufrida, escondida, como tantas otras mujeres.
Es una crónica de cinefilia, resonada en la frase que se escribió en la primera crónica de cinefilia: "El cine viejo era mariquita, como yo".
Esta historia comenzó hace muchos años. Es increíble que empezara hace tantos. Descubrí el principio esta misma semana.
Navegaba por el Archivo de Radio Televisión Española y la nostalgia me llevaba a los programas de infancia. 
¿De qué programas estoy hablando? En realidad, sólo al "Un, dos, tres". 
Los primeros recuerdos que tengo, del mismo despertar a la conciencia, son las sonrisas y piernas de las azafatas. Lydia Bosch, Silvia Marsó, Kim Manning. 
Yo amaba el "Un, dos, tres". Su presentadora más duradera y añorada, Mayra Gómez Kemp, es como una segunda madre; esa risa contagiosa, esa voz acariciante, como un arrullo de quien te dice que no hay nada peligroso en la vida, que afuera nunca hace frío, que todo va a salir forzosamente bien.
También amaba a las azafatas y recortaba las fotos de las revistas en las que aparecían. 


Revisando el "Un, dos, tres", un concurso tan sencillo e ingenuo que hoy sería imposible, me he dado cuenta de que nace la historia de mi afectación en esa Mayra, en esas azafatas. Lo que me atraía de ellas es su rebuscada femeneidad. Potenciada por el programa para aumentar la sensación de confort, las azafatas se mueven como palomitas, traen la bandeja de las respuestas y dan buena suerte a los concursantes con dulzura.
Bailan, cantan, recrean musicales con mayor o menor fortuna, su indumentaria es colorista, sus peinados, desorbitantes y, al final, aparecen en diversas posturas, arracimadas sobre la carrocería del coche, el gran premio del concurso. Son tan dulces y delicadas, tan afectadas, tan amaneradas. No son mujeres, son ideas de mujeres.
Con escasos años de edad, yo amaba a las azafatas, pero no para encamarlas cuando tuviera edad suficiente.
Cuando miraba el coche familiar, soñaba en subirme a la capota y tenderme allí como cualquiera de ellas. Libre, bella, afectada, fuera de la realidad y la lógica.
Desde entonces, la mujer que vive en mí luchaba por articularse. El camino era oscuro y sombrío. 

- No pongas las manos así... Pareces una mariposa... Los niños no hacen eso... Eres mariquita.

Frases, frases, letanías, cuchillos de entonces. Este país era horriblemente homófobo hasta el otro día. Un hombre afeminado era despreciable, digno de asco y mofa. 
Pero la mujer que vive en mí, esa que supuestamente es débil y llorona, siempre estuvo allí. Nunca se marchó y, a veces, salía al exterior, para mi infortunio, para mi descanso. 
Siempre estuvo allí cuando yo era sencillo e ingenuo como un concurso viejo.
Años después del "Un, dos, tres", el impacto que produjo en mí la irrupción de la diva brasileña Xuxa años llega como un nuevo episodio de esta historia.
En el colegio, en casa, en todos lados. No podía evitarlo. Y los comentarios, las burlas, los juicios, los "no hagas eso".
Todavía hoy me da pudor siquiera pensar en mi yo niño imitando a Xuxa. Es como asomarse a un precipicio. Perdonen, no puedo escribir más al respecto, quizá aún no ha llegado el momento.


Pero lo hacía. Imitaba a Xuxa.
La rebeldía era más fuerte que la conveniencia en aquella prepubertad. Dicen que todo se aprende en esta vida, pero cuando concibo ese impulso irrefrenable de ser una diva desde tan niño empiezo a creer que todos y cada uno seguimos una llamada particular, ajena a la educación que nos han dado- A veces, sólo las imágenes de las pantallas pueden ser nuestros interlocutores válidos.
Son ellas las que me daban alivio. Porque las televisiones y las películas son excesivas, amaneradas, rebuscadas. Son, sin pretenderlo, mariquitas.
La rebeldía no ganó la partida. Con la adolescencia, ganó la opinión ajena y yo, estrangulado en mi interior, me apagué como una vela.
La mujer que vivía en mí era mi tortura y la machacaba a diario, pretendiendo, soñando, que había muerto.
Cuando alguien me gritaba "maricón", sabía que seguía viva y quería taparle la boca, susurrarle que me estaba arruinando la vida, que, por favor, desapareciese.
Pero ella, como Mayra, me susurraba al oído que todo saldría bien.
 Y el cine llegó, y la mujer que vive en mí se encontró en Bette Davis, en Joan Crawford, en Lana Turner. Las divas de ayer, aquellos seres que el paso del tiempo convirtió en enormes maricones, tal era su amaneramiento, exceso y afectación.
Fueron ellas las que hablaban por mí. Mientras yo no era nada más que un hosco adolescente, las imágenes del cine antiguo libraban la batalla que no me atrevía, allí donde vencían la suavidad, la dulzura, el encanto y todo lo que hace dorada la vida.


La mujer que vive en mí permanecía así escondida, pero lloraba menos, entendía que la ocultara ante los demás para luego vestirla con todos los lujos, en mi alma y en mi cinefilia.
Por un proceso de imitación, ella aprendió de las divas. Mi manera de fumar, mi modo de andar, mis sueños de amar. La mujer que hay en mí se hizo mujer así. 
Cuando declaré mi homosexualidad, ella lo celebró. Por fin, mi femineidad sería vindicada, paseada con orgullo. Volvería a bailar por Xuxa y por muchas más. No importa, eres gay. De algún modo extraño, la mayoría de los homosexuales somos femeninos; será la llamada a la que aludía antes, o habrá alguna explicación científica que todavía no me he dignado a buscar.
Pero llegó la decepción y la mujer que hay en mí se entristeció, como quien despide a un ser querido en la estación. 
Los otros homosexuales que conocí no vivían en buena relación con sus mujeres interiores. La homofobia de los demás había hecho un bonito cuadro con todos ellos - también conmigo mismo - y consideraban a un hombre afeminado sólo digno para reírse y montar la fiesta. Hay homosexuales que odian visceralmente el afeminamiento, según eso que se llama la homofobia - o maricofobia - interiorizada, una suerte de odio a sí mismo.
Yo no odiaba a la mujer que vive en mí. Llevaba mucho tiempo con ella. Había sido una azafata del Un, dos, tres; había sido Mayra Gómez Kemp; había sido todas las mujeres de mi familia. Había sido Bette, Lana, Joan. Judy Garland. Las tres protagonistas de El valle de las muñecas. Yo quería quererla.
Pero me advirtieron que la controlara. A nadie gusta un hombre afeminado, dijeron. Temí no ser querido, temí quedarme solo, temí lo que siempre he temido. Y la mujer que hay en mí lloró, de nuevo. 
Entre lágrimas, nunca se dio por vencida. Porque jamás la pude reprimir. Era más fuerte que yo, que todo.


En las borracheras, salía a pasear orgullosa e irrefrenable, como en los mejores tiempos. Delante de mis amigos, ya con veintitantos, la arrancaba de mí con un playback de Rocío Durcal como excusa. "Amor, tranquilo, no te voy a molestar, mi suerte estaba echada, ya lo sé". Era como si la mujer que hay en mí me llamara por teléfono y se disculpara por su regreso inopinado. "Si alguna vez, nos vemos por ahí, invítame a un café y hazme el amor. Y si ya no vuelvo a verte, ojalá que tengas suerte".
La mujer que vive en mí sabía de su tragedia. Pienso que todavía lo sabe. Sabe que me importa la opinión ajena lo suficiente, que jamás le haré toda la justicia que merece. 
Soy tú, ¿no lo entiendes?, me dice.
Entonces, un día, llegó la paz. Fue cuando, por fin, la abracé y la besé. Mi azafata, mi diva, te quiero.
En ese preciso momento, me di cuenta que, en mí, habían vivido siempre un hombre y una mujer, tensos como una cuerda de violín. 
¿Dónde estaba él? El hombre que vive en mí había sido tan ignorado como ella. Lo despreciaba de otra manera. No me fiaba de él. A ella la juzgaba débil, a él, gris. Si ella no era débil, sino más fuerte que la vida misma, ¿qué podía decir de él? ¿Tenía más color que el que le concedía?
Busqué en las pantallas cinéfilas, ese interlocutor válido. Allí también había hombres a los que admirar. 
En el cine clásico vivían divos, cuya dulzura, encanto y dorada alegría los hacía tan cercanos a mi sensibilidad como cualquier actriz. Los hombres no tenían por qué ser machos infectos. Los hombres podían ser buenos y maravillosos.


Entendí que el cine clásico era un lienzo demasiado generoso para diferirlo en sexualidades, para simplificarlo en géneros. Ese cine era el equilibrio que mi interior buscaba desde la infancia. 
Y la historia de afectación termina como las películas de antaño: con un beso apasionado, eso que me concedió paradójicamente la tranquilidad. 
La mujer y el hombre que viven en mí se envolvieron en un abrazo, después de años de discusiones, después de tiempos de padecimiento. 
Se juraron que no se darían miedo, que serían lo mejor de uno y de otro. Que vivirían para hacer el bien y admirar la belleza.


Dejé de temer no ser querido, dejé de temer quedarme solo. No sé si me encontré a mí mismo, o sólo he aprendido a tocar esa tensa cuerda de violín.
"Quiero ser una mujer y un hombre", escribí entonces, sin darme cuenta que ya lo era. ¿Quién no quiere serlo? ¿Quién no lo es?

domingo, 24 de noviembre de 2019

Hollywood, Hollywood: Paul Newman


El día de mi último cumpleaños me concedí el placer de revisar Dulce pájaro de juventud, de Richard Brooks, película que tengo que ver de manera periódica para reconciliarme con la idea de que existe la belleza y el cine, o al menos existieron alguna vez. 
Cuando revisito obras tan queridas, me fijo en sus esquinas, en aquellos lugares en los que nunca he mirado, a pesar de los mil y un visionados.
También me hago preguntas. Cómo se hizo esa película, de dónde nace su milagro y, particularmente, por qué me gusta tanto. Qué me dice, por qué me conmueve siempre hasta las lágrimas. 
Y, esta vez, ante la visión de su actor protagonista, también me pregunté: ¿cuál es el secreto de este tío que está tan bueno?


Paul Newman es más que un tío bueno. O es lo que él se empeñó en demostrar desde el primer día.
El secreto nace de que ese impresionante atractivo físico - un dios griego modelado por Miguel Ángel - se combina con una modestia aún más avasallante. 
Newman enseñó que los guapos también lloran, pueden ser impotentes o violentos, añoran demasiado a su amigo Skipper y siempre resultan tan cercanos como el vecino de al lado. 
Lo que convirtió a Newman en Newman no fueron sus ojos azules, sino esa humildad, esa sinceridad. A diferencia de otros galanes de la pantalla, aquí no llegaba el macho evidente, impuesto con músculos o cejas arqueadas. Paul Newman vivía más en la media sonrisa, un guiño de ojo, un bajar la cabeza ante la tristeza, y su orgullo como actor le hizo ganarse el respeto, además de los suspiros.
Como los verdaderos astros de Hollywood, Paul Newman fue estrella por resistirse a serlo.


Cercanía, belleza, talento.
Cuando yo crecí, Paul Newman era en mi casa tan habitual como la tos o el agua fría. En la televisión, ponían sus películas una y otra vez. La frase "ciclo Paul Newman" era un mantra.
Y ahí estaba, en blanco y negro, en color, de joven o canoso, esculpido en mármol o con una vejez de esas que llaman interesante. Por entonces, todavía estaba vivo y la suya era la leyenda del indomable. En las revistas, lo seguían llamando "el hombre más guapo del mundo".
En los años cincuenta, Newman fue rebelde entre una generación llena de ellos y él mismo sabía que tuvo varias suertes: que James Dean falleciera, que Montgomery Clift fuera desgraciado, que Marlon Brando se revelara imposible y que Steve McQueen tuviera un talento limitado. 
Paul Newman heredó el laurel entre tanto César.
Su laboriosidad y una cadena de películas que dejaban con la boca abierta se sucedieron en las décadas siguientes. La generación colocaba pósters de Hud en sus paredes, porque estaba de moda imitar a los chicos malos. Mientras, los críticos llegaban a un acuerdo: cuando Newman se olvidaba de los tics del Actors Studio, era mejor que nunca.


Cuando todavía era alumno de Strasberg, se le veía mucho en televisión, pero su aparición en un Picnic para Broadway se decía llave y, además, guía de estilo para toda una carrera.
Entre sus papeles para obras de Tennesee Williams y sus correspondientes adaptaciones cinematográficas, se labró pronto una reputación de actor súperserio, que no se conformaba con cualquier cosa. 
Es increíble que su tozudez se mantuviese en la industria norteamericana y, salvo las dos películas de catástrofes en las que intervino, todo lo demás fue salirse con la suya.
Paul Newman no se vendió a mayor capital que la excelencia artística. Por eso, la mayoría de sus películas y su figura - comprometida, progresista, alérgica a las mentiras - mantienen una indiscutible vigencia.


Su segunda esposa, viuda y gran amor, Joanne Woodward, colaboró activamente en la preservación de ese Newman irreprochable.
Fue musa en varias de las - extrañas - películas que dirigió, y también compañera de reparto esporádica. 
Fue una relación que comenzaba cuando eran jóvenes en Hollywood y ella ganaba el Oscar,  treinta años ante que él.
Cuando Paul por fin se alzaba con la estatuilla, se los localizaba en su residencia de Connecticut, viviendo una espléndida relación hasta el último día. 
Su divulgada historia de fidelidad conyugal y felicidad eterna quedaba ensombrecida cuando se escribía en cierta biografía que los Newman ni tanto ni tan mucho. 
A riesgo de las sombras que se puedan deducir de historias tan perfectas, no hay duda de que Paul y Joanne se alegraron de conocerse. Fue un cuento sobre lo que se puede hacer cuando se encuentra a alguien tan inteligente como tú y se halla la manera de siempre volver a su lado. 


Decía la canción que la tristeza no tiene fin, la felicidad sí. Rompe el corazón leer la siguiente frase: Joanne Woodward, actualmente aquejada de Alzheimer, ya no se acuerda de Paul Newman.
Nos acordaremos por ella del marido que siempre le envidiamos, que siempre amamos.
Todo el mundo se enamoró de Paul Newman. Querían ser como él o casarse con él. 


A buen mozo como este, pocas compañeras de reparto pudieron igualar en belleza. Con la gloriosa excepción de Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc, Newman siempre era doscientas veces más guapo. 
Hasta una mujer razonablemente atractiva como su querida Joanne, parecía poca cosa al lado de él. Y no digamos nada de Geraldine Page o Piper Laurie. Otra revolución newmanesca: el objeto de deseo era él. 
En cualquier caso, su mejor pareja cinematográfica no fue una mujer, sino otro hombre, bien lo sabemos.


Con Dos hombres y un destino y El golpe, Paul Newman revitalizaba su carrera con dos exitazos duraderos y, de paso, consagraba a Robert Redford. Éste siempre lo ha tenido claro: "Paul Newman cambió mi vida".
Todavía la audiencia ha respondido con salud al enérgico tándem cuando pasaron el último miércoles por enésima vez El golpe en Televisión Española.
El aval de lo irresistible.


Los perdedores de Paul Newman, con la cúspide en aquel Buscavidas para Robert Rossen, cambiaron la faz del héroe al que se vivía acostumbrado a ver en las pantallas, pero esa cercanía, esa ligereza, ese secreto estilo los hicieron, a la vez, entretenidos. 
Fue este Newman una buena conjunción de rebelde y de suave, de amargo y de dulce. Tenía habilidad para desazonar y, al minuto siguiente, demostrar un maravilloso sentido del humor.


Soy de la firme opinión que los artistas deben ser más artistas que modelos de comportamiento, pero valga hoy una concesión a la celebración del que fue bueno aparte de estarlo.
"Sé como Paul Newman", debiera inscribirse en los más altos obeliscos del planeta.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

El Trotalibrerías: Al encuentro de Tennessee Williams


"Mi hijo buscaba a Dios, una clara imagen Suya.."
De repente, el último verano.

Este último verano, el Trotalibrerías cometió un pecado mortal: conocer a un mito.
Fue a su encuentro del único modo posible, dado que el caballero en cuestión murió hace mucho tiempo. Leyó su autobiografía.
Ay, el Trotalibrerías no sabe qué pensar. Descubrió de repente que uno de sus maestros no era una inteligencia superior, no era un Dios, no era un astro de luz y calor.
Era un ser humano, tan listo como bobo, tan lleno de virtudes como de necedades.
No le faltan sinceridad a esas memorias, pensó el Trotalibrerías, mientras echaba la vista atrás y decidía rendir cuentas con Tennessee Williams, su Tennessee Williams


Tennessee, mi  amado, idolatrado Tennessee.
Aspirar a una síntesis de su talento no resulta menos que una osadía. Somos muchos los que nos consideramos sus hijos putativos y vivimos bajo su sombra, con la asumida convicción de que jamás le llegaremos a la suela de sus exquisitos zapatos.
Tennessee Williams tenía el oficio y la lucidez, el sentido del horror y el gusto por la belleza, y es el responsable de algunas de las líneas más hermosas que se escribieron en el siglo XX.
A su arrullo, he vivido desde que tengo uso de razón. Como muchas cosas, las descubrí a través del cine que emitían por la televisión.
Todavía cuando yo crecía, la emisión de una película basada en un libreto de Tennessee era fuego sobre mi aburrida sala de estar.
Cuando reviso Dulce pájaro de juventud, una de mis favoritas de todos los tiempos, me digo: "¿Cómo podría yo no adorar una historia protagonizada por una vieja diva del cine y su romántico gigoló?". 
Y añado: "No hay nadie como Tennessee."


- ¿Qué hacen poniendo a esta hora La gata sobre el tejado de zinc? Esa película no es para niños - decía mi madre en plenos años noventa.

Probablemente, nadie se escandalizaría, ni ella misma, pero la leyenda de film prohibido persistía en las psiques. Elizabeth Taylor en combinación, arrellanada en la cama. Me pregunto si el gran público entendía la complejidad de esa obra o sencillamente iba en pos del deleite de lo escondido, del aroma del erotismo, de que hay algo detrás que no se cuenta.
Mi padre rememora que, a su estreno en España, La gata sobre el tejado de zinc fue calificada como "sólo para adultos" - el famoso 4 de la censura franquista - y, enterados los curas de que dos colegiales la habían visto, les hicieron una profunda entrevista para que se las describieran.
Estoy convencido de que las respuestas no fueron satisfactorias para las libidinosas sotanas.


Por fortuna, crecí en una época distinta, pero la sexualidad seguía ahí. Mi homosexualidad también estaba ahí, como la del señor Williams.
Me mareaba ver aquel Paul Newman, tanto en La gata como en Dulce pájaro de juventud, imposible de guapo y apolíneo. Y con Marlon Brando en Un tranvía llamado Deseo, la cosa pedía masturbación. Esos músculos, ese sudor. Aquello era un dios romano corrompido tras una semana de bacanal.
No hay nadie como Tennessee, Tennessee era como yo.


Tiempo después de ver las películas, leí las obras de teatro originales, en las que quedaban patentes asuntos como la homosexualidad de algunos personajes - dejadas al entrelíneas o anuladas en sus hollywoodizaciones - y sus muy amargos finales, también modificados en casi todas las adaptaciones cinematográficas.
A pesar de leerlo y releerlo, Tennesse era un enigma, tanto como un símbolo. A lo largo de la vida, siempre reaparecía ante mi camino su insuperabilidad, su maestría.

- A tu historia lo que le falta es leer El zoo de cristal - me decía un profesor de Narrativa y yo, callado, apuntando el título, sin demostrar que no conocía esa obra, dispuesto a remediarlo cuanto antes.

Esa historia que yo escribía ya había nacido del propio Tennessee, río de inspiración. 
Recuperando Un tranvía llamado Deseo, quedé impactado por la escena en que Blanche recibe a un bello joven que llega a la puerta para recolectar dinero para el periódico; ella lo seduce rápidamente, envolviéndolo en su aura, diciéndole que parece un príncipe de Las mil y una noches. Mi historia bebió de esa fuente tan bella y perturbadora.


Y las discusiones inevitables. Defender lo impecable ante el ofendedor. Recuerdo leer con emoción el monólogo de Violet en De repente el último verano a unos amigos. Aquello de las Islas Encantadas y las tortugas devoradas.

- Ay, es tan tú. - me dijeron, con condescendencia.

- Tennesse Williams está superado - envalentonó otro - Esas historias de represión sexual ya no son tan impactantes.

Informo que ya no soy amigo de ninguno de estos avispados interlocutores. No fue el motivo de la ruptura estos ataques contra el genio, pero bien pudieron serlo.
Otra vez, el profesor de Narrativa, diciendo:

- Tennessee Williams encontró oro.


Pero, ¿quién es Tennessee Williams? ¿Quién es este maestro a cuyo encuentro acudí el verano a razón de una autobiografía que no había leído hasta entonces?
Tennessee Willliams fue uno de los dramaturgos más exitosos de su tiempo - también escribió novela, relato y poesía -, y Hollywood adaptó muchas de sus obras, rebajando el tono, pero manteniendo esa fuerza tan característica. 
Ese es el aroma que intuía cuando emitían películas basadas en su trabajo, la mayoría producidas en los años cincuenta y sesenta, muchas tremendos taquillazos, llenas de legendarias interpretaciones, todas iconos de los barómetros de permisividad del cine de entonces.


Cuando el mundo de Tennessee Williams pegó fuerte en América, irrumpía como una contradicción. En una era tan reaccionaria, entraron piezas como Un tranvía llamado Deseo, donde la locura, la sexualidad y toda una galería de pasiones se desataban, mientras discurría un poderoso subtexto sobre la tragedia inherente a la Naturaleza humana. 
"La muerte es lo contrario al deseo", decía Blanche Dubois, la decadente dama sureña. 
Sólo a vista de pájaro, esos dramas protagonizados por floridas neurasténicas y musculosos en crisis eran revolucionarios.


Situadas en poblaciones de la América profunda y caldeada, que subsisten larvadas por la avaricia y la intolerancia, las historias de Tennessee Williams son la paradójica prueba de que el exceso puede contar la verdad. La verdad del machismo, de la ambición, de las trampas de la fantasía. Y de que somos incapaces de afrontar esa verdad.
No sólo sobre lo que nos gusta meter en nuestro lecho, sino la de nuestra existencia. Los seres de Tennessee viven aterrados por la vejez, la enfermedad y la muerte, muchos politoxicómanos, algunos desplegando un universo de escapismo a su alrededor, que sólo los condenará más.
Los mejores críticos han comparado el choque entre Stanley y Blanche con el de Sancho y Quijote: la tierra contra la idea, el realismo contra la fantasía. Son las mismas luchas que persisten entre nosotros y en nuestro interior.
Por ello, mi amigo se equivocaba. Más allá de la sexualidad de las obras de Tennessee, persiste algo universal y doloroso, de lo que no se debe apartar la mirada.


Consideraba yo a Tennessee Williams un dios y, entre trota y trota librería, encontré de segunda mano sus memorias.
Preparé mi encuentro con el maestro en función de dilatarlo. En la estantería, sus memorias me miraban como un postre demasiado delicioso al que se le espera el momento perfecto, tal es su excepcionalidad.


Debo confesar que sus memorias, fantásticas, esclarecedoras, elocuentes, me resultaron también una pequeña gran decepción. No es un dios, es un hombre, afirmé. Es menos listo de lo que pensaba, es frívolo, inseguro, está realmente obsesionado con el sexo y además es todas las heroínas más famosas de sus obras.
Tennessee era Blanche, era Alma, era Alexandra del Lago, era la señora Stone. Todos los excesos de esas divas, señoronas y cursis pavesas, son los excesos de Willliams; sus miedos también.
Vivió en Roma, como la Señora Stone, contratando bellos muertos de hambre para su exclusiva compañía; huía de los estrenos ante la sombra del fracaso como Alexandra del Lago; tenía predilección por los machos poco recomendables como Stella.
¿Sus personajes femeninos son acaso maricones tras asaltar el armario de sus mamás? Es la pregunta que se hará usted al leer la obra de muchos autores homosexuales. También la mía.


Tenía yo la idea de que el autor planeaba sardónico sobre estos personajes; que, de algún modo, estaba por encima de ellos. Ahora sé lo que debería haber sabido: la obra de Tennessee es fuertemente personal. Es una confesión, como la de cualquier escritor de estatura.
El alcoholismo, la promiscuidad, la culpa, la paranoia por la muerte. Y también el manicomio como ese fantasma inevitable, que toca a la puerta en el tercer acto. Su hermana se volvió loca, y él también pasó cierto tiempo en un sanatorio mental.
Decepción y, a la vez, una renovada admiración. Cómo Tennessee recuenta su vida, la fabula, la dramatiza, la vuelve leyenda. Su autobiografía es honesta y, en ocasiones, conmovedora. En su justo punto, de manera inopinada.


Tennessee, como sus compañeros de acera y profesión Truman Capote y Gore Vidal, también se revela como un fabuloso cotilla, un malvadito de salón. Sus recuerdos por escrito valen más por lo que callan, pero ahí están sus encuentros con estrellonas como la Garbo o Anna Magnani para satisfacer a los cazadores de viejos chismes.
Asegura lo que ya sabiamos - que el Brando joven era el hombre más hermoso del mundo - y sorprende con alguna que otra opinión.
Por ejemplo, deplora la adaptación de De repente, el último verano, y ensalza la poco valorada - y en cualquier caso, digna de revisión - La primavera romana de la Señora Stone.


Otra sorpresa para el Trotalibrerías: si el nombre de Tennessee se equipara en la memoria no sólo con leyenda sino con éxito descomunal, la verdad es que la mayoría de sus producciones fracasaron estrepitosamente, fueron incomprendidas y, todavía en sus últimos años, se encontraba a Williams en el sinvivir de haberse equivocado con una nueva función.
Más indignante es esa esclavitud del teatro neoyorquino a la opinión de los críticos. Si son favorables, la obra sigue. De lo contrario, se acabó. Williams lo cuenta como algo natural, lo asume. A mí me parece escandaloso.
Tampoco encontré algo en estas memorias: cómo escribió sus mejores obras. Él mismo afirma que prefiere hablar de sus correrías sexuales que de sus técnicas escriturarias, entendiendo irónicamente que éstas son más dignas de privacidad que aquéllas.
Intuyo que, con el trasfondo de la culpa protestante, contar los polvos era una manera de expiarlos.


Como Sebastian en las Encantadas, yo buscaba a Dios, una clara imagen Suya. Era ese mi propósito al aventurarme en esas memorias y me di con las bruces de mi mitomanía. Blanche también soy yo, sí. Esperando siempre algo detrás de la simple realidad de que somos lo que somos, incluso el venerable señor Williams.
Él ya encuentra mi error de cálculo, alegando que son las obras las que deben hablar por sí mismas. El que está detrás, el abajo firmante, es sólo un mortal. 
Hablan por sí mismas, ya lo creo. Siguen diciendo tantas cosas. 
Y mi admiración, si cabe, es ahora más grande. No hay triunfo mayor que llegar a Dios sin serlo.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Ese Libro, Aquella Película: Entrevista con el vampiro


He amado la ficción desde que tengo uso de razón. Siempre me he sentido atraído por ella de un modo feroz, instintivo. 
De pequeño, me quedaba con la boca abierta cuando veía las funciones de teatro del colegio; las amaba tanto que nunca las he olvidado. 
Recuerdo las que interpretaban los niños mayores con peculiar fascinación. No las escribían ellos, por supuesto. Había un profesor detrás, que las ideaba con cierta malicia y los prepúberes, ansiosos por imitar el mundo de los adultos, se lanzaban a cualquier propuesta. La gente se reía muchísimo y hasta se escandalizaba. 
Rememoro una obra protagonizada un grupo de ricachones insufribles en una fiesta, que terminaban tan hartos de su propia hipocresía, que acababan tirándose dulces y tartas unos a otros, con saña y violencia. Imagine el cuadro: los actores debían rondar los trece años de edad, todos vestidos, enjoyados y enchaquetados, a tartazo limpio, dando alaridos, llenos de crema. 
El público infantil se volvió tan loco con lo que estaba presenciando - entre la apetitosa pastelería al vuelo y aquella invitación al caos - que los profesores suspendieron la función en el acto y pidieron explicaciones al buñuelesco responsable del espectáculo, que, huelga decir, no fue contratado al curso siguiente.
Otra obra de teatro tenía como protagonista a mi prima Luisa, que aparecía en escena disfrazada de Draculín. La cara pintada de blanco, la capa, los dientes postizos. Era entrevistada por una periodista - interpretada por otra niña, claro - que le hacía preguntas sobre su vida vampírica. 
El vampiro era muy simpático y afable, pero, a veces, su naturaleza era más poderosa y se lanzaba con incisivas intenciones sobre la entrevistadora. Ésta tenía a mano un crucifijo, se lo enseñaba y el Draculín volvía a su sitio.


El público también podía hacer preguntas. Todos los niños levantaban la mano, pero el micrófono sólo se pasaba a otros alumnos de Teatro - estratégicamente camuflados entre la audiencia -, que sabían que no hay improvisación si hay guion. 
Yo, como era de la familia, pude preguntarle a aquel vampiro, que, debajo del maquillaje, me miró con la ternura que todavía me mira. Creo que le pregunté qué sucedía cuando iba al médico.
Qué curiosa era esa obra. Porque aquello era Entrevista con el vampiro. Pero sucedía casi diez años antes de que la película de Neil Jordan popularizara la novela de Anne Rice. 
¿El profesor de Teatro acaso conocía el libro, publicado en 1976? ¿O fue sólo una coincidencia? Quizá buscaba el humor que propicia una situación absurda y dio con aquello de que un vampiro fuese invitado a un programa. 
El chupasangres, siempre esa gran idea.


Años después, cuando tuve noticias del inminente estreno de Entrevista con el vampiro, había olvidado por completo la obra de teatro. Mis preocupaciones eran otras, pero mi amor por la ficción y la mascarada seguía vigente, más ardiente que nunca. 
El terror como género gusta mucho al adolescente y a mí, que lo había evitado de niño por miedoso y sensible, me volvió loco. Los vampiros eran terror, pero también Romanticismo; un filón inagotable del cine y la literatura. 
Por aquel entonces, el Drácula de Coppola había puesto de moda la revisión qualité de mitos con el sazón del erotismo y Entrevista con el vampiro, proyecto que venía rondando por las mesas de Hollywood desde la publicación de la novela, encontró el momento de salir de la tumba.
En la revista Fotogramas contaban que el trailer presentación de Entrevista con el vampiro había suscitado risitas entre los periodistas presentes, al ver a Tom Cruise, Brad Pitt y Antonio Banderas con semejantes pelucones.
También se comentaba la previa indignación de Anne Rice, autora de la novela, con el casting de Cruise. "Tom Cruise es tan Lestat como Edward G. Robinson hubiese sido Rhett Butler", afirmó. También se añadía que Rice había cambiado de idea tras ver la película, sorprendida de la interpretación del señor Cruise.


Ignoraba por qué motivo particular - además de mi inclinación por los terrores - me sentía atraído por esa nota de prensa y por la foto de Tom Cruise con una peluca rubia. Me encantaba el título. Su sonoridad. Entrevista con el vampiro
La novela se había publicado en España y aún se conocía por entonces con el nombre de Confesiones de un vampiro. Siempre se había vendido bien, pero el film de Neil Jordan la relanzó y, en el camino, se le restauró el nombre original.
Yo la pedí en la librería como Confesiones de un vampiro y me dijeron que vendría en una semana. Qué semana más larga. Iba todos los días a ver si había llegado. El dueño de la librería me vio aparecer el día de gloria y me dijo:

- Ya está, niño obsesionado, ya te llegó el libro por fin.


Una novela como esta a esa edad no se lee. Se devora, se vive. Qué intensidad, qué sanguinolencia. Sentía dolor en el cuello cuando la leía de lo punzantes que eran sus falanges. 
Ambientada en escenarios decadentes, desde Nueva Orleans hasta París, a lo largo del siglo XVIII, Entrevista con el vampiro es el inicio de la saga del vampiro Lestat, contada en esta ocasión por Louis, su más melancólica creación, que relata su violento y traumático despertar a su inmortal condición. Pero el corazón de la novela está en la irrupción de Claudia, la niña vampiro.
La tragedia de la autora, que perdió a una hija con poca edad, se agazapa tras ese personaje. 


La película se estrenó con gran expectativa, porque era una reunión de guapos de Hollywood, de esos que gustaban a mi prima Luisa. 
Por entonces, el atractivo masculino como principal reclamo taquillero era relativamente novedoso. 
A mi nunca me ha hecho tilín ninguno de ellos particularmente - quizá Cruise, entre el amor y el odio -, aunque he de decir hoy que los tres coinciden en tener unas axilas estupendas. 
En cualquier caso, yo no quería ver la película por sus galanes. Quería verla porque había leído el libro y me había encantado. 


Entrevista con el vampiro fue un taquillazo, aunque las reacciones del público y la crítica fueron variadas, más bien tibias. Oí a gente cercana asegurar que aquello era una mierda. 
Resultaba una propuesta demasiado peculiar, un riesgo en una época que pronto iba a dejar de tomarlos. Yo la vi y me gustó mucho; me pareció una buena adaptación y sí, Tom Cruise era un espléndido Lestat.
Desoí los comentarios y descubrí otros libros de Anne Rice, que se convirtió en una de las autoras más queridas de mi adolescencia. Las secuelas de Entrevista con el vampiro eran aún más espectaculares, situados en múltiples ciudades y épocas, con fastuosos ambientes y ese feliz encuentro entre melancolía e inadulterada violencia, entre sexo y amor, dulce amor. Los vampiros podían ser sanguinarios, pero eran también dolientes héroes de novela rosa. 
Por entonces, las Crónicas vampíricas eran una trilogía - ahora sobrepasan la docena -, por lo que, una vez acabada, busqué otros libros de la Rice y encontré la saga de las Brujas de Mayfair.
El final del primer tomo me dejó noqueado, uno de los verdaderos escalofríos de terror que he sentido leyendo, de esos que buscaba con tanta ansia entonces.


Con el tiempo, abandoné a Anne Rice, pero no la olvidé. De alguna manera, me sentía en deuda con esos libros y lo que me habían hecho disfrutar.
Y revisando la película, tiempo después, me dije: uy, ¡pero esto es muy gay!. 
Brad Pitt y Tom Cruise chupándose los cuellos con violencia y deleite eran imagen poco acostumbrada en el cine de Hollywood. La explicación encuéntrela en el productor de Entrevista con el vampiro, David Geffen, abiertamente gay, del que se dijo en 1994 que se había casado en secreto con Keanu Reeves. Noticia luego desmentida, pero de la que recuerdo la significativa conmoción que me produjo.


Hete ahí por qué me había gustado el mundo de Anne Rice. Por su homoerotismo exacerbado. En las primeras novelas, se infiere. En las restantes, se cuenta. 
Es el fundamento del atractivo de los vampiros de Anne Rice, además de su romanticismo y su anarquía: no le hacen ascos a nadie en su cama. Y, en el caso de las Brujas de Mayfair, todo queda en familia. 
Bisexualidad, incesto, estupro; la perversión es santo y seña en Anne Rice. 
No hay reglas para los vampiros y las brujas. La evasión es total con sus historias, porque sus héroes son unos inmorales, que asesinan impunemente, se acuestan con sus madres o inician a prepúberes en el lado salvaje de la vida. 
A Anne Rice no la contratarían como profesora de Teatro en mi colegio.


Revisitando la película, que este mes cumple veinticinco años, - siéntase viejo, compañero -, admiro la labor de Neil Jordan, un director siempre interesante, buena elección para este difícil material tras joyas de rareza como En compañía de lobos y Juego de lágrimas
Entrevista con el vampiro es buena, a veces magnífica; tiene una secuencia insoportable de puro terror cuando Lestat engaña, burla y asesina a una prostituta. 
Cruise está excelente; sorprende que una interpretación conseguida viniera tras otra tan mala, tan Cruise, como la que había ofrecido el año anterior en La tapadera. ¿Sería porque por fin había podido sacar la presunta loca que lleva dentro? 
En cualquier caso, ese giro fue un espejismo. Al año siguiente iniciaba su saga de Misión Imposible y las otras interpretaciones de prestigio que ha concedido - Magnolia o Colateral vienen a la mente - se han producido dentro de su insistida imagen de macho.


Al contrario, Brad Pitt ofrece una interpretación muy pobre - confesó hace un par de años que nunca quiso hacer esa película - y Banderas es una elección disparatada como Armand - un querubín en las novelas -, aunque toda la parte del Teatro de los Vampiros es fantástica. 
Pero algo falta en Entrevista con el vampiro para considerarla una obra importante. Quizá sucede con todas las adaptaciones que deben ser fieles a sus novelas y más cuando pretenden abrir paso a sagas; aparecen como desencuadernadas, incompletas, no se sabe qué cuentan exactamente si no se conocen sus referentes. 
El existencialismo del original literario está diluido, al haber aligerado forzosamente los diálogos en su traslación a la pantalla, y, si la ambigüedad es su atractivo principal, también es la huella de que hay algo detrás, reprimido, inarticulado.


Quizá la moderada, más bien extrañada, reacción del público de 1994 pueda explicarse porque aquí el vampiro cinematográfico no muere, persiste. Ningún Van Helsing acaba con él. La película, como la novela, mantiene una rara sensación de eternidad, de infinitud. No hay un final, incluso aunque la adaptación introdujera uno con pie forzado para una segunda parte. 
Ésta llegó tarde y de la peor manera posible, adaptando la tercera novela de la saga, La reina de los condenados. No merece más que ser nombrada de paso, contando con el detalle de que yo no la pude aguantar ni cinco minutos.


Hará unos años, cuando luchaba por recuperar el hábito de la lectura, releí algunos libros de Anne Rice con cariño. 
De manera esperada, no me fascinaron tanto, pero me hicieron pasar un rato agradable y me dejó boquiabierto que a los catorce años me tragara sin complejos toda esa galería de perversidades, revestida de kitsch culturalista.
Si me pongo snob, diré que Anne Rice no es una gran escritora, es demasiado dispersa y tiene mal gusto, pero sabe lo que gusta a sus lectores, apreta el acelerador sin temor al ridiculo y cuando narra, convence. 
Su mejor obra conecta con su historia personal y también con la admiración por su ciudad natal: Nueva Orleans, gran escenario de sus títulos más conseguidos.


Si me pongo sentimental, confesaré que la sigo en Facebook, porque adoro su figura, su capacidad de trabajo, su perseverancia. Y también el desternillante hecho de que un escritor se vista y comporte como un personaje de sus novelas. 


Anne Rice sigue publicando, con Lestat y sin él, y, fascinada por las series de las últimas dos décadas, quiere que sus vampiros vuelvan a la pantalla, esta vez en televisión. Rondaba una propuesta, auspiciada por ella misma y su hijo Christopher, aunque ignoro si verá la luz. Siempre he considerado que sus novelas son perfectas para ser adaptadas, pero si no se escatima en medios; lo contrario lleva al desastre. 
Me quedo con sus consejos para los escritores alevines. "Si quieres ser escritor, no pierdas el tiempo viendo este vídeo: ponte a escribir".
Asegura que nunca ha prestado atención a los críticos y ha preferido ir donde estaba la emoción. "Debajo de tus miedos, está la historia que quieres contar", le leí una vez.


Pregunto hoy a la señora Rice si el inicio de mi historia se encuentra en algún lugar de mi entrevista con el vampiro. Aquella en que me alcanzaron un micrófono para hacer una pregunta y mi prima Luisa, vestida de Draculín, me miró con la ternura con la que todavía me mira. 

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Crónicas de Cinefilia: El ciclo Minnelli


- No parece una muerte triste.
- No lo es, hermana. Ocurre en un día luminoso, 
con el sol inundándolo todo con una luz de oro puro.

Diálogos de "El loco del pelo rojo"
(Lust for life, 1956)


Al despertar a la cinefilia, cometí una osadía. El director elegido para llevar la delantera de la caravana de mi obsesión no fue Orson Welles ni John Ford ni Stanley Kubrick. El mío fue Vincente Minnelli y la culpa la tuvo, una vez más, el cine que aparecía en televisión cuando todo el mundo estaba durmiendo.
Parecía entonces normal lo que ahora nunca ocurre: que se dedicara un ciclo exhaustivo a la obra de un director en una televisión pública. 
Aquel año se emitió la práctica totalidad de la filmografía de Minnelli en el Cine Club de La 2. Lo presentaba aquel bello, serio José Luis Delgado, de voz viril y acariciante, el perdido arte del locutor severo, mas cercano. Amor platónico mío inevitable. 


Creo que Minnelli tocaba los miércoles. Y repito: casi todas, los musicales, los melodramas, las comedias. 
Para quien no sepa de quién puñetas hablo, diré que Vincente Minnelli fue un director clave de la Metro Goldwyn Mayer en sus años de esplendor, un todoterreno, un supremo estilista, a cuyo nombre la elegancia siempre ha estado asociado, saludado como un profesional en su país natal; su vindicación como algo más que un cumplidor llegó cuando los críticos europeos contemplaron embelesados su tratamiento del Cinemascope, el color y la composición dramática, especialmente cuando abordaba endebles materiales heredados de best-sellers calentitos. 
Críticos jóvenes y nuevos directores contemplaron al viejo Minnelli como ese abigarrado lienzo en el que mirarse y admirarse. 
Hasta fracasos tan estrepitosos para la Metro y para Vincente como el remake de Los cuatro jinetes del Apocalipsis y aquella desenfrenada Dos semanas en otra ciudad se tornaban paleta de inspiración para directores tan dispares como Luchino Visconti o Martin Scorsese. 
"El velo que cae por la escalera de Dos semanas en otra ciudad cuenta la decadencia mejor que La dolce vita entera", llegó a escribirse.


En su documental sobre el cine americano clásico, Martin Scorsese nombra a Minnelli como uno de los verdaderos "contrabandistas de Hollywood"; es decir, un director inteligente que, bajo estrictos géneros y establecidos modelos de producción, lograba altas cotas de distinción y marcaba un sello personal a todo lo que hacía.
La puesta en escena de Minnelli no quedaba en sus titilantes escenarios de lujo y sueño, ni siquiera en su marcada preferencia por el color rojo, sino en su rigor, en su expresividad y en su predilección por completar sus propios puzles escénicos. 
Sirvan de ejemplo dos números musicales: el Skip to my lou, de Cita en San Luis, y el They night they invented champagne, de Gigi. Todo se descompone, se desordena, busca su sitio, no lo encuentra, vuelve a desordenarse, y en el último momento, se logra el equilibrio perseguido por un fanático de la armonía como era el señor Minnelli.


Por entonces, a mí me gustaban más sus ensoñadores musicales. Cita en San Luis, especialmente, que veía y veía. Mi fijación siempre la he asociado a esa rotunda cursilería que tanto atrae al corazón marica, refrendada además por la presencia de Judy Garland, pero he descubierto que la mordacidad de Cita en San Luis, su inesperado sentido del humor, esos diálogos brillantes, también jugaron en el hecho de que visitarla era estar en casa.  
También adoraba El pirata, Gigi, The band wagon, un poco menos Brigadoon y Un americano en París.
Se han señalado siempre a los protagonistas millenianos como esos soñadores incurables. Y yo lo era. ¿O aprendí a serlo con el ciclo Minnelli?
Aquellas películas procedentes de un universo remoto y antirealista me imprimieron una visión insuperable del cine y de la vida, casi desde el principio. 
Mi tragedia quedaba marcada con el ciclo Minnelli. No iba a ver películas más espléndidas, más coloridas y más elegantes que aquellas por mucho que las buscara. Y, de manera más significativa, nada en la realidad se parecería a ellas. Quizá sólo yo mismo. Sólo yo, en mi interior, podía ser una película de Vincente Minnelli, romántica, pero algo oscura, apasionada, pero melancólica. 
Como la frase que encabeza este artículo, toda muerte ocurriría en un día luminoso.


En aquellos tiempos del VHS, había que programar la grabación, asegurándose que todos los datos eran exactos para que surtiese efecto. Un fallo y estabas muerto; habías perdido una película que no tendrías la oportunidad de ver en mucho tiempo. 
Con Minnelli, supe que no podía permitirme un error y le robaba horas al sueño para darle personalmente al REC cuando la película comenzase. Sucedía a altas horas y yo debía madrugar para ir al instituto. Aquel instituto.


El ciclo Minnelli me hizo despertar a la cinefilia, o mejor dormir a ella, dado que todo ocurría entre la vigilia y el sueño, entre los deseos de sus personajes y mis bostezos al día siguiente, entre el frenesí de su Technicolor y el olor a tortilla que inundaba los pasillos del instituto. El contraste entre la madrugada cinéfila y el amanecer en gris volvió sofocante la adolescencia.
Como la Manuela de El pirata, yo quería aventuras más allá del mar, como el Jerry de Un americano en París, deseaba ponerlo todo en un lienzo, por escrito, en colores, mientras la realidad me inundaba con operaciones matemáticas por hacer y relaciones sociales que no deseaba entablar. 


Como Emma Bovary, interpretada por Jennifer Jones, yo sólo pedía que rompiesen los ventanales para no desmayarme.
A propósito, esa secuencia, más Metro que Flaubert, resume el talento de Minnelli a niveles estratosféricos.


Té y simpatía debía ser la película más curiosa de cuantas vi en el ciclo Minnelli. El protagonista es un chico obviamente homosexual, maltratado y burlado por sus compañeros de campus, algo que me era tristemente familiar.
Pero la censura y la mentalidad de la época le dieron una vuelta fatal a Té y simpatía, concluyendo que todo afeminamiento se cura con un buen revolcón con una mujer.
La película señala hoy con ironía la propia vida del director; según se cuenta, Minnelli era un homosexual alegre y feliz en Broadway antes de llegar a Hollywood y esconderse en un armario de heterosexualidad para asegurar una carrera. 


Su borrascoso matrimonio con Judy Garland, estrella de varias de sus películas, debió algunas de sus nubes a más de una canita al aire de Minnelli, una de ellas sorprendida en el acto por la propia Judy, según cuenta la chismografía de Hollywood, que Jacqueline Susann recogería bajo clave en El valle de las muñecas.
Eran otros tiempos, pero nació Liza Minnelli, saldo feliz de tanto té y tanta simpatía.


Quizá ahora recuerde con más emoción los melodramas millenianos que sus musicales, porque aquellos son más extraños. Entre la contención de su elegancia y el cabalgar de su hipnotizante estilo, viven en un terreno siempre imaginario, como si me hubiese quedado dormido frente al televisor en plena madrugada y no las hubiese visto, sino soñado.
Me vienen al tintero la caza del jabalí de Con él llegó el escándalo, el arranque de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, con Lee J. Cobb como Madariaga cayendo muerto tras clamar por los jinetes en el cielo, y esos dos bólidos de histerismo del díptico Cautivos del mal y Dos semanas en otra ciudad, las dos películas de Minnelli sobre cine dentro del cine.


Como cineasta de la época donde se descubrió y se vivió la neurosis, Minnelli también fijó mi entendimiento del ataque de nervios. Lana Turner en Cautivos del mal, a bordo del coche, es mi manera de actuar cuando un cabrón me hace la jugada. 
Un amigo mío vio Con él llegó el escándalo, muchos años después de mi adolescencia y del ciclo Minnelli, y luego me comentó:

- Joder, la Eleanor Parker esa se mueve y camina como tú.

No sólo lo malo se pega en esta existencia nuestra. 


A pesar de este amor por Minnelli, de la irrebatible valía de su filmografía y de que piezas como el número Girl Hunt de The band wagon o el final en la feria de Como un torrente son carta de presentación suficiente para la inmortalidad, aún es rebeldía incluir a semejante maestro en una lista de directores favoritos.
Quizá, como decía a propósito de Joan Crawford, las limitaciones de Minnelli son sus beneficios. Floreció en un modo de producción determinado; se marchitó inmediatamente como director cuando ese universo favorecedor desapareció. 


Pero la pregunta es: ¿sigue Minnelli dentro de mí? ¿Continúo siendo ese que se nutrió de lo milleniano, como quien amamanta de una burra demasiado exquisita y sobrevive con la desazón de no poder probar por primera vez semejante néctar en la vida?
Hace unos años, volví a ver El loco del pelo rojo, de la que no tenía especial recuerdo y, ay, Dios mío, me dejó tan del revés que todavía no me he puesto derecho.
Un hombre como Minnelli tan del gusto pictórico - hay escenas de Brigadoon que podría firmar cual artista en un costado, tal es su prodigio - no podía escapar la oportunidad de dirigir un biopic sobre un pintor. 
Y ahí eligió a Kirk Douglas para dar vida nada menos que a su tocayo Van Gogh en una película que habla de otro soñador, decididamente más amargo. La inseguridad y la vagancia crónica paralizan esos sueños, esta mano. 
Como los de ese Van Gogh de Minnelli, mis sueños quedaban a medias. El VHS de mis expectativas artísticas no se ha grabado del todo.


Sueños, sueños, ¿dónde se disipan?
Hablemos de El pirata, que me volvió loco cuando la vi en el ciclo Minnelli, en pleno verano.
Como la tengo asociada a esa estación, hace unos meses sentí deseos de revisitarla. Es una maravilla, aunque quedé cavilando sobre si ese personaje soñador por excelencia de Minnelli, Manuela, dista de mí. Ella sueña con pasiones, con viajes alrededor del mundo.
Dudaba, al borde de la frustración vital, si el que veía El pirata con quince años se diferencia sustancialmente del que la está viendo décadas después. ¿Se han cumplido mis sueños? ¿Aunque sea algunos? Y contemplo mi vida, esa película de Minnelli sólo en el interior, y, de repente, veo que sí, se cumplieron muchos. Recorrí el mundo, conocí gente, viví aventuras, tuve valor. Todavía lo hago, incluso cuando quiero lo contrario - la tranquilidad -, la vida me obliga a un precipicio tan vertiginoso como el clímax de Como un torrente.
Sólo me queda sacudir esta mano de la crónica parálisis creativa a la que no está destinada.


En pleno correr por la vida, redescubría un libro entre mis pertenencias. Uno de los primeros que compré de cine, también uno de los pocos publicados en español dedicado a Vincente.
Solía llevarlo en el bolsillo de la gabardina, como un secreto, tal cual era mi cinefilia. Me ha acompañado en muchas mudanzas y a través de varias ciudades, como un amuleto, como un recuerdo del ciclo Minnelli, esa tragedia. 


Porque nunca he visto películas más espléndidas, más coloridas o más elegantes, ni nada en la realidad se parece a ellas. 
Pero hay acaso hay algo más hermoso que asirse a esa distancia entre el cine fastuoso y la vida cotidiana y decir: aquí, en un punto intermedio, nací y viví yo, y aprendí que lo deseado siguió cerca de mí, iluminando mi corazón y mi camino, pese a encontrarse siempre tan malditamente lejos.