miércoles, 13 de noviembre de 2019

Crónicas de Cinefilia: El ciclo Minnelli


- No parece una muerte triste.
- No lo es, hermana. Ocurre en un día luminoso, 
con el sol inundándolo todo con una luz de oro puro.

Diálogos de "El loco del pelo rojo"
(Lust for life, 1956)


Al despertar a la cinefilia, cometí una osadía. El director elegido para llevar la delantera de la caravana de mi obsesión no fue Orson Welles ni John Ford ni Stanley Kubrick. El mío fue Vincente Minnelli y la culpa la tuvo, una vez más, el cine que aparecía en televisión cuando todo el mundo estaba durmiendo.
Parecía entonces normal lo que ahora nunca ocurre: que se dedicara un ciclo exhaustivo a la obra de un director en una televisión pública. 
Aquel año se emitió la práctica totalidad de la filmografía de Minnelli en el Cine Club de La 2. Lo presentaba aquel bello, serio José Luis Delgado, de voz viril y acariciante, el perdido arte del locutor severo, mas cercano. Amor platónico mío inevitable. 


Creo que Minnelli tocaba los miércoles. Y repito: casi todas, los musicales, los melodramas, las comedias. 
Para quien no sepa de quién puñetas hablo, diré que Vincente Minnelli fue un director clave de la Metro Goldwyn Mayer en sus años de esplendor, un todoterreno, un supremo estilista, a cuyo nombre la elegancia siempre ha estado asociado, saludado como un profesional en su país natal; su vindicación como algo más que un cumplidor llegó cuando los críticos europeos contemplaron embelesados su tratamiento del Cinemascope, el color y la composición dramática, especialmente cuando abordaba endebles materiales heredados de best-sellers calentitos. 
Críticos jóvenes y nuevos directores contemplaron al viejo Minnelli como ese abigarrado lienzo en el que mirarse y admirarse. 
Hasta fracasos tan estrepitosos para la Metro y para Vincente como el remake de Los cuatro jinetes del Apocalipsis y aquella desenfrenada Dos semanas en otra ciudad se tornaban paleta de inspiración para directores tan dispares como Luchino Visconti o Martin Scorsese. 
"El velo que cae por la escalera de Dos semanas en otra ciudad cuenta la decadencia mejor que La dolce vita entera", llegó a escribirse.


En su documental sobre el cine americano clásico, Martin Scorsese nombra a Minnelli como uno de los verdaderos "contrabandistas de Hollywood"; es decir, un director inteligente que, bajo estrictos géneros y establecidos modelos de producción, lograba altas cotas de distinción y marcaba un sello personal a todo lo que hacía.
La puesta en escena de Minnelli no quedaba en sus titilantes escenarios de lujo y sueño, ni siquiera en su marcada preferencia por el color rojo, sino en su rigor, en su expresividad y en su predilección por completar sus propios puzles escénicos. 
Sirvan de ejemplo dos números musicales: el Skip to my lou, de Cita en San Luis, y el They night they invented champagne, de Gigi. Todo se descompone, se desordena, busca su sitio, no lo encuentra, vuelve a desordenarse, y en el último momento, se logra el equilibrio perseguido por un fanático de la armonía como era el señor Minnelli.


Por entonces, a mí me gustaban más sus ensoñadores musicales. Cita en San Luis, especialmente, que veía y veía. Mi fijación siempre la he asociado a esa rotunda cursilería que tanto atrae al corazón marica, refrendada además por la presencia de Judy Garland, pero he descubierto que la mordacidad de Cita en San Luis, su inesperado sentido del humor, esos diálogos brillantes, también jugaron en el hecho de que visitarla era estar en casa.  
También adoraba El pirata, Gigi, The band wagon, un poco menos Brigadoon y Un americano en París.
Se han señalado siempre a los protagonistas millenianos como esos soñadores incurables. Y yo lo era. ¿O aprendí a serlo con el ciclo Minnelli?
Aquellas películas procedentes de un universo remoto y antirealista me imprimieron una visión insuperable del cine y de la vida, casi desde el principio. 
Mi tragedia quedaba marcada con el ciclo Minnelli. No iba a ver películas más espléndidas, más coloridas y más elegantes que aquellas por mucho que las buscara. Y, de manera más significativa, nada en la realidad se parecería a ellas. Quizá sólo yo mismo. Sólo yo, en mi interior, podía ser una película de Vincente Minnelli, romántica, pero algo oscura, apasionada, pero melancólica. 
Como la frase que encabeza este artículo, toda muerte ocurriría en un día luminoso.


En aquellos tiempos del VHS, había que programar la grabación, asegurándose que todos los datos eran exactos para que surtiese efecto. Un fallo y estabas muerto; habías perdido una película que no tendrías la oportunidad de ver en mucho tiempo. 
Con Minnelli, supe que no podía permitirme un error y le robaba horas al sueño para darle personalmente al REC cuando la película comenzase. Sucedía a altas horas y yo debía madrugar para ir al instituto. Aquel instituto.


El ciclo Minnelli me hizo despertar a la cinefilia, o mejor dormir a ella, dado que todo ocurría entre la vigilia y el sueño, entre los deseos de sus personajes y mis bostezos al día siguiente, entre el frenesí de su Technicolor y el olor a tortilla que inundaba los pasillos del instituto. El contraste entre la madrugada cinéfila y el amanecer en gris volvió sofocante la adolescencia.
Como la Manuela de El pirata, yo quería aventuras más allá del mar, como el Jerry de Un americano en París, deseaba ponerlo todo en un lienzo, por escrito, en colores, mientras la realidad me inundaba con operaciones matemáticas por hacer y relaciones sociales que no deseaba entablar. 


Como Emma Bovary, interpretada por Jennifer Jones, yo sólo pedía que rompiesen los ventanales para no desmayarme.
A propósito, esa secuencia, más Metro que Flaubert, resume el talento de Minnelli a niveles estratosféricos.


Té y simpatía debía ser la película más curiosa de cuantas vi en el ciclo Minnelli. El protagonista es un chico obviamente homosexual, maltratado y burlado por sus compañeros de campus, algo que me era tristemente familiar.
Pero la censura y la mentalidad de la época le dieron una vuelta fatal a Té y simpatía, concluyendo que todo afeminamiento se cura con un buen revolcón con una mujer.
La película señala hoy con ironía la propia vida del director; según se cuenta, Minnelli era un homosexual alegre y feliz en Broadway antes de llegar a Hollywood y esconderse en un armario de heterosexualidad para asegurar una carrera. 


Su borrascoso matrimonio con Judy Garland, estrella de varias de sus películas, debió algunas de sus nubes a más de una canita al aire de Minnelli, una de ellas sorprendida en el acto por la propia Judy, según cuenta la chismografía de Hollywood, que Jacqueline Susann recogería bajo clave en El valle de las muñecas.
Eran otros tiempos, pero nació Liza Minnelli, saldo feliz de tanto té y tanta simpatía.


Quizá ahora recuerde con más emoción los melodramas millenianos que sus musicales, porque aquellos son más extraños. Entre la contención de su elegancia y el cabalgar de su hipnotizante estilo, viven en un terreno siempre imaginario, como si me hubiese quedado dormido frente al televisor en plena madrugada y no las hubiese visto, sino soñado.
Me vienen al tintero la caza del jabalí de Con él llegó el escándalo, el arranque de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, con Lee J. Cobb como Madariaga cayendo muerto tras clamar por los jinetes en el cielo, y esos dos bólidos de histerismo del díptico Cautivos del mal y Dos semanas en otra ciudad, las dos películas de Minnelli sobre cine dentro del cine.


Como cineasta de la época donde se descubrió y se vivió la neurosis, Minnelli también fijó mi entendimiento del ataque de nervios. Lana Turner en Cautivos del mal, a bordo del coche, es mi manera de actuar cuando un cabrón me hace la jugada. 
Un amigo mío vio Con él llegó el escándalo, muchos años después de mi adolescencia y del ciclo Minnelli, y luego me comentó:

- Joder, la Eleanor Parker esa se mueve y camina como tú.

No sólo lo malo se pega en esta existencia nuestra. 


A pesar de este amor por Minnelli, de la irrebatible valía de su filmografía y de que piezas como el número Girl Hunt de The band wagon o el final en la feria de Como un torrente son carta de presentación suficiente para la inmortalidad, aún es rebeldía incluir a semejante maestro en una lista de directores favoritos.
Quizá, como decía a propósito de Joan Crawford, las limitaciones de Minnelli son sus beneficios. Floreció en un modo de producción determinado; se marchitó inmediatamente como director cuando ese universo favorecedor desapareció. 


Pero la pregunta es: ¿sigue Minnelli dentro de mí? ¿Continúo siendo ese que se nutrió de lo milleniano, como quien amamanta de una burra demasiado exquisita y sobrevive con la desazón de no poder probar por primera vez semejante néctar en la vida?
Hace unos años, volví a ver El loco del pelo rojo, de la que no tenía especial recuerdo y, ay, Dios mío, me dejó tan del revés que todavía no me he puesto derecho.
Un hombre como Minnelli tan del gusto pictórico - hay escenas de Brigadoon que podría firmar cual artista en un costado, tal es su prodigio - no podía escapar la oportunidad de dirigir un biopic sobre un pintor. 
Y ahí eligió a Kirk Douglas para dar vida nada menos que a su tocayo Van Gogh en una película que habla de otro soñador, decididamente más amargo. La inseguridad y la vagancia crónica paralizan esos sueños, esta mano. 
Como los de ese Van Gogh de Minnelli, mis sueños quedaban a medias. El VHS de mis expectativas artísticas no se ha grabado del todo.


Sueños, sueños, ¿dónde se disipan?
Hablemos de El pirata, que me volvió loco cuando la vi en el ciclo Minnelli, en pleno verano.
Como la tengo asociada a esa estación, hace unos meses sentí deseos de revisitarla. Es una maravilla, aunque quedé cavilando sobre si ese personaje soñador por excelencia de Minnelli, Manuela, dista de mí. Ella sueña con pasiones, con viajes alrededor del mundo.
Dudaba, al borde de la frustración vital, si el que veía El pirata con quince años se diferencia sustancialmente del que la está viendo décadas después. ¿Se han cumplido mis sueños? ¿Aunque sea algunos? Y contemplo mi vida, esa película de Minnelli sólo en el interior, y, de repente, veo que sí, se cumplieron muchos. Recorrí el mundo, conocí gente, viví aventuras, tuve valor. Todavía lo hago, incluso cuando quiero lo contrario - la tranquilidad -, la vida me obliga a un precipicio tan vertiginoso como el clímax de Como un torrente.
Sólo me queda sacudir esta mano de la crónica parálisis creativa a la que no está destinada.


En pleno correr por la vida, redescubría un libro entre mis pertenencias. Uno de los primeros que compré de cine, también uno de los pocos publicados en español dedicado a Vincente.
Solía llevarlo en el bolsillo de la gabardina, como un secreto, tal cual era mi cinefilia. Me ha acompañado en muchas mudanzas y a través de varias ciudades, como un amuleto, como un recuerdo del ciclo Minnelli, esa tragedia. 


Porque nunca he visto películas más espléndidas, más coloridas o más elegantes, ni nada en la realidad se parece a ellas. 
Pero hay acaso hay algo más hermoso que asirse a esa distancia entre el cine fastuoso y la vida cotidiana y decir: aquí, en un punto intermedio, nací y viví yo, y aprendí que lo deseado siguió cerca de mí, iluminando mi corazón y mi camino, pese a encontrarse siempre tan malditamente lejos.


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