miércoles, 29 de abril de 2020

Crónicas de Cinefilia: El placer de los clásicos


El confinamiento, deseable el primer día, se transformó en incertidumbre y malestar cuando llegó la segunda semana. Pequeñas, viejas enfermedades regresaron. También cierto complejo de Peter Pan. ¿Quién quiere ser mayor y volver a salir a buscarse la vida en la calle impía?. La vuelta de la normalidad era atemorizante, pero el encierro era un narcótico de efectos perversos que me mataría antes. Y yo no quería morir, sólo nacer otra vez.
Evadirme, tornarme niño, diferirme de realidad, presente o futura. Volver al pasado.


El cine clásico regresó como una obsesión, si acaso se había ido alguna vez. Es otra de mis viejas pequeñas enfermedades, que se ha impuesto, decidida, en estos meses de encierro, pero a ella le concedo un efecto benigno. Es una enfermedad, sí, pero también es cura, tabla de salvación. Los clásicos no me matarán, aunque merezca la pena morir por ellos.
Lo anunciaba en el post anterior: ya no veo más cine que aquel que me gusta. Y el cine que me gusta es viejo. Siempre me hipnotizó, incluso cuando lo desconocía. Me parecía atractivo, augusto, hermoso, perturbador, más que nunca en blanco y negro. Desde entonces, lo identificaba con la calidad.
Evocar los clásicos en cualquier forma de arte es un proceso de selección y comparación. Decimos por inclinación que la mejor música es la orquestal o que las grandes novelas se escribieron antes de 1945, porque la remembranza nos ahorra lo malo y destaca lo excelente. Se valora y se entiende mejor en retrospectiva; por ello, la comparación con la cultura de épocas recientes es injusta y no es válida. Sólo el tiempo es juez.
Pero es indudable que el cine norteamericano ha perdido muchísimos vatios de emoción y elocuencia por el camino. Sucedió hace muchos decenios. El derrumbe del cine clásico es también un cuento viejo. Yo ni había nacido, ni tú tampoco, cuando el modo de hacer películas que gustaba a mi abuela se acabó y se cambió por otro, más cercano al que hoy conocemos.
¿Qué es lo que ha perdido?
El otro día veía El cuervo, título noir que consagró a a Alan Ladd. Desde la primera secuencia, irrumpe el voltaje fabulador del cine de entonces.


Se sabe todo lo necesario de ese personaje con la primera imagen. La posición de la cámara, los objetos del decorado, la postura del actor. No es necesaria una palabra, ni un solo corte de montaje. Es la puesta en escena, lo que se ve, lo que sucede en ella. Es un arranque modélico, que atrapa, sienta el tono y da pie a la siguiente imagen, en una película que ni es una obra maestra ni está dirigida por un gran nombre, pero forma parte de un tiempo en que lo impecable era sello de marca.
Décadas después, esa imagen es improbable en una sociedad de espectadores acostumbrados al espectáculo por el espectáculo, a pantallas llenas de información superflua y siempre, siempre a riesgo de aburrirse.
El cine de antes invita, el de ahora, machaca. Pienso, por ejemplo, en Rocketman, el biopic dedicado a Elton John, en el que no recuerdo una sola secuencia donde la cámara se estuviese quieta y el montaje no la digiriese como quien echa salchichas.
El cine de antes se escribía como una novela. Era de formas aristotélicas, elegante pero siempre sexual, y muy misterioso. El cine que se produce hoy es amorfo y su única referencia, de alcance corto, es el propio audiovisual.
El cine de antes es Brahms. El de ahora, ¡yo qué sé!... las Spice Girls.


Sí, generalizo, pero quien sepa de lo que hablo, entiende la diferencia. Se aprecia a simple vista, incluso en los títulos más celebrados de los últimos tiempos. Sus duraciones desmesuradas, sus notorios errores. Y esa insipidez. No hay cosa que me espante más del cine contemporáneo que su sosería.
El cine clásico es puro aroma. Narcótico para este corazón confinado. 


Sé bien que, en mi admiración, pesan la nostalgia por un tiempo nunca vivido, la fascinación por el hechizo - eso que llaman glamour - y la personalidad de sus actores. Pero esa hermosa tramoya se sustenta en unas bases sólidas y en otros atractivos más profundos. Son éstos su caligrafía, la reunión de talentos incontestables, el encuentro entre contención y apasionamiento y también las ocasionales, maravillosas caídas desenfrenadas en el rídiculo, a los pasos de Shakespeare o las grandes óperas.  


Como todo universo artístico escapado del realismo, irrumpe esa condición de fantasmagoria, de sueño, de lo que vuelve de la muerte y atormenta. El cine clásico vuelve y me atormenta. Es, a falta de una palabra equivalente en castellano, haunting.


¿A qué viene esta reivindicación? Es la enésima vez que escribo que mi corazón está en el cine producido en una época lejana. No es más que una cuestión de gustos. 
Puedo defender que sea mejor y daré todos los argumentos para afirmar esta tesis, pero he oído muchos - y algunos convincentes - de por qué no es mejor y por qué estuvo bien que terminase.
No pretendo convencer a nadie, ni que esto sea un manifiesto más en la era de los manifiestos.


Esta reivindicación viene porque se me acabó el sentido del deber con el cine. Ya no veo, ni veré, otras películas que aquellas que me gusten, agraden e interesen. Esa tendencia de los cinéfilos de verlo todo,con el tic de verse como críticos o historiadores de cine, es un tanto enfermiza y no tiene sentido. Porque el cine no es una religión, aunque lo entendamos así los que lo amamos. El cine es ocio. 
Diré ahora que, aunque lo amo, el cine me aburre horriblemente, me impacienta, me hace sentir que pierdo el tiempo en muchas más ocasiones de las que me produce el efecto contrario.
Pienso en la hora y media que soporté el último plato de gachas de Martin Scorsese, excusa para contar lo de siempre y encima peor que nunca, y cómo lo fulminé pronto con el mando a distancia, porque no tengo tres horas para regalarlas. 
Echaba de menos a un magnate del viejo Hollywood, un bastardo como Louis B. Mayer,  al que veía resucitar para meterle un hachazo en la sala de montaje a ese tostón del bueno de Marty. 
Tiene su público, concluí, y no soy yo. Por tanto, si no leo un libro que no me gusta, ni escucho música que no me conmueve, ¿por qué narices tengo este deber impuesto de soportar el "evento cinematográfico de la temporada"?.
Scorsese, que también ama el cine clásico, como yo  - de hecho, lo admiro más como comentarista y evocador que como director - debió aprender la lección número uno: si vas a contar lo de siempre, la primera regla es que parezca otra cosa.


La ironía del cine posterior a 1965 es que ha sido el primer responsable en mitificar el cine clásico, verlo superior y añorarlo. Intentar emularlo ha sido un desastre, una presunción, una cursilería. Detesto cuando una película imita un encanto perdido.
No voy a pedir que el cine clásico vuelva, porque se fue hace mucho.


Ya me visto yo con él, a fuerza de recuperarlo cada noche, si es posible. Ahí están las películas que ya vi, que no me aburren, ni desesperan, ni irritan. No hay riesgo, qué cobardía, dirán unos. Señorita Havisham de la vida, me interpelarán otros. Responderé, como dije en un post anterior: no hay que darle mayor importancia al cine. Yo se la doy más al tiempo. 
Confinado o no, sé que cualquier día es irrepetible y más vale que la película elegida también lo sea.

sábado, 25 de abril de 2020

Cine Paraíso: El malvado Zaroff


El malvado Zaroff es un título de mención indispensable en mi despertar a la cinefilia. La encontré en la madrugada de La 2, por supuesto, y quedó grabada en una cinta VHS, en la que compartía espacio con un documental sobre Audrey Hepburn y el Así se Hizo...Drácula de Bram Stoker.
Sucedió tras leer precisamente la novela de Stoker, que inició cierta obsesión por el terror. Vi la ficha de la película en una revista, con una foto del villano, draculiano, torvo, con un candelabro en la mano. Aquella imagen gótica me atrajo y decidí grabar El malvado Zaroff, que debieron emitir algún sábado por la noche. 
Buscaba terror, porque los adolescentes necesitan emociones fuertes, revulsivos a sus conflictos internos, y encontré algo más: el encanto de lo vetusto y la prístina admiración por aquello tan lejano como atractivo que era el cine clásico, aparecido en las enrarecidas noches.
Imborrables imágenes en blanco y negro, con amarillos subtítulos. 


Tras el entrañable pitido de la RKO, la película se abre con una puerta y una aldaba que forma parte de una pavorosa gárgola. Una mano desconocida agarra la aldaba para llamar, mientras un toque de cuerno de batalla resuena. Ese sonido, esa imagen. Aún la veo y siento lo mismo que la primera vez: desasosiego, fascinación. Esa aldaba llama a la película para que empiece. 
El malvado Zaroff se sentía cercana a las novelas de aventuras que había leído en mi infancia. 
Comienza con un naufragio en mares remotos, que llevan al héroe a refugiarse en una isla. La selva, la fortaleza. Así se relata una historia en imágenes. Como si se escribiese un cuento.


En lo alto de la escalera, aparece el Conde Zaroff, el dueño de la fortaleza y también de la isla. Su presentación, con bienvenida y descenso de la escalera - amenazante, centroeuropeo, elegante, excéntrico - es deudora del Drácula que yo adoraba, pero no había nada sobrenatural en El malvado Zaroff
Pensé entonces que esta película no era lo que buscaba, pero bien me ha enseñado la vida que, en en el desvío de cualquier camino, es donde se encuentra el mayor tesoro.


Siempre leerás El malvado Zaroff en la lista de mis películas favoritas. Cuando he celebrado maratones de visionar a placer todas mis predilectas, El malvado Zaroff es de las que, con más agrado, recupero y disfruto. 
Mi padre la vio en cierta ocasión y compartió mi admiración. Dijo que las películas de James Bond le debían mucho. Añadiría que también el cómic, los seriales, los folletines y todas las adaptaciones, más o menos confesas, del relato sobre el que se levanta El malvado Zaroff. De hecho, este año se ha estrenado una serie con similar argumento.
Esta mañana he leído por primera vez la historia original de Richard Connell, que desconocía y he querido echarle un vistazo antes de firmar este post. La película es una buena y fiel adaptación, aunque añade ración de espectacularidad y un personaje femenino. 
El film usa recursos del melodrama para añadir levadura: mucho suspense, estallidos de emoción, precipicios en los que el héroe parece caer a la muerte para, más tarde, aparecer sano y salvo.


La caza del hombre es el sorprendente motivo argumental de El malvado Zaroff. Rainsford, el héroe, se enfrenta a los maléficos planes de un conde que, aburrido de los animales, decide cazar seres humanos en la isla de su propiedad. El conde Zaroff provoca naufragios, manipulando las señales marinas, y fuerza a los salvados a participar como presas en sus sangrientas escaramuzas. 
En el relato, Zaroff no es un conde, sino un general cosaco y queda claro lo sugerido en la película: es un expatriado de la Revolución Rusa. 
En la película, el personaje es más lunático y, bajo el aristócratico título, irrumpe esa degenerada clase privilegiada que se dice superior a los demás y ejerce su poder con coerción, violencia y asesinato. 
El conde Zaroff es nietzschiano y nazi, pero, bajo las licencias de exotismo propias de las ficciones antiguas, es también el peligro que se confería a lo exótico, a lo lejano. Es la barbarie enfrentada con la civilización occidental, representada por Joel McCrea, macho norteamericano que actúa con valentía y sentido común. 
En medio de una curiosa observación de temprano ecologismo, este buen chico también aprenderá una lección, porque no es perfecto. 


En la persecución, le acompaña la chica inevitable, incorporada por Fay Wray, que grita mucho y corre por la selva en vestido de noche y tacones, también perseguida. Si cae el héroe, será el botín sexual del villano. 
Nombrar a Fay Wray me sirve de pie - o tacón - para contar un dato del rodaje de El malvado Zaroff
Se produjo al mismo tiempo, en los mismos decorados y con parte del reparto y equipo de King Kong. Ésta se rodaba de día, El malvado Zaroff de noche. Fay chillaba de pánico y se desmayaba con glamour en las dos. 
King Kong también hablaba de la colisión entre hombres y bestias. Aunque ésta sea más exitosa y popular, soy de la opinión que El malvado Zaroff es superior y el tiempo la ha tratado mejor.


Los años transcurridos la hacen, no obstante, igual que King Kong en cierto aspecto; El malvado Zaroff dará risita al espectador de hoy en muchas ocasiones por sus primitivos recursos y por esa generosa dosis de afectación e histrionismo que los norteamericanos llaman camp
Leslie Banks, el actor británico que interpreta a Zaroff, no escatima en gestos, ojos desorbitados y ademanes teatrales. Banks está delicioso, con el acento centroeuropeo bien aprendido y una cicatriz en el cráneo, la misma que se toca con gesto de loco cuando cuenta cómo se la hizo.
A algunos les parecerá gracioso y ridículo. A mí, más grande que la vida.


En las últimas revisiones, he detectado ese toque camp, parte indudable de mi adoración por esta película, pero además cierto homoerotismo. 
El conde Zaroff le echa una buena mirada al cuerpo de Rainsford nada más conocerlo y lo entrevista como si se lo quisiera beneficiar. Está sopesando a su futura presa, sí, seamos inocentes y literales, pero, ay, esos viciosos europeos, con ese afeminamiento cosmopolita, ¿no cazarán hombres para otro secreto menester? 
Cada vez que veo El malvado Zaroff, pienso que Leslie Banks, como yo, quiere, de verdad, cazar al guapísimo Joel McCrea.


El malvado Zaroff vive a ese calor de lo crepitante, como quien pone un disco de vinilo y suena un crujir particular, que hace de la escucha de la sinfonía una experiencia aún más emocionante. 
Es lo que siento cuando empieza El malvado Zaroff, con esa gárgola, esa trompeta de cuerno, ese sonido, esa atmósfera, esas imágenes de los primeros tiempos del cine. La historia rezuma el placer de lo gótico, la película, el encanto de lo perdido.


Su rotundo final, con una imagen de clausura que me hace morir de placer cada vez que la contemplo, es un ejemplo de la potencia del cine de entonces: un solo plano, precioso, contundente, puro broche. 
Como señalaba a propósito de Alexandre Dumas en el último post: que no nos lleve a equívoco la aparente sencillez. Contar una película de acción y aventuras en sesenta y un minutos y terminarla así es una receta milagrosa que Hollywood traspapeló hace mucho tiempo, en favor de lo interminable y lo machacón. 
Desde hace cierto tiempo, he dejado de perder el tiempo en el odioso cine contemporáneo y también en lamentarme con el mantra de que ya no las hacen como antes. Mi estrategia es simple: veo lo que me gusta. Regresar a películas como El malvado Zaroff con frecuencia es embriagarse con lo que yo considero cine de verdad, ese que se alberga con comodidad en nuestra memoria, sensibilidad e intereses. 

jueves, 23 de abril de 2020

Ese Libro, Aquella Película: Los tres mosqueteros


Adoraría contar que mi primer encuentro con Los tres mosqueteros se produjo con la novela original o incluso con la adaptación producida en pleno Hollywood dorado, pero lamento decir que no fue así. 
Escribí en un post anterior que nací y crecí en una época detestable para el cine que se estrenaba en salas y la versión de 1993 de Los tres mosqueteros es prueba fehaciente.
En una sala a reventar de púberes y prepúberes, rugiendo como locos, yo no sabía mucho de cine todavía, pero ya detectaba que aquello era malo y barato. La recuerdo horrorosa, sin más, y, de manera sorprendente, también aburrida e interminable.
Sí, mi primera experiencia mosquetera sucedió, de manera lastimosa, con una producción Disney anacrónica por voluntad y vendida a esa audiencia que todavía se reía cuando veía a un hombre en calzoncillos perseguido por un marido celoso. 


El público que me acompañaba, el mismo que seguro la olvidó hace mucho tiempo, estaba encantado con que lo veía y se carcajeaba con todos los chistes bobos que la película servía.
Con los títulos de crédito finales, no faltaron los aplausos. Porque, con ellos, irrumpía el verdadero pie que había llevado a la audiencia hasta allí: la canción, interpretada por Sting, Rod Stewart y Bryan Adams, esa que aún aparece en muchas radiofórmulas.
Era la época en que las canciones sentimentales llevaban a las salas y se compraban las bandas sonoras, llenas de música instrumental, sólo para cazar el tema que se repetía en las radios.
La canción, tan abominable como la película e indigna del talento de al menos dos de sus intérpretes, jugaba a lo mismo que el tema de El guardaespaldas: cambiar la clave en un momento para producir un efecto de apoteosis. Ese efecto, que suena como un pisotón, tras el cual las voces de los intérpretes suben de tesitura, es una de las cosas de peor gusto que podría señalar cualquier musicólogo, pero tras Whitney Houston, fue inevitable que las baladas de la época lo utilizaran con abuso. De hecho, ese "épico" cambio de clave retrotrae hoy a los noventa.
Los tres mosqueteros, versión 1993, se apuntaba a la moda del remozado de clásicos literarios, iniciada por el Drácula de Coppola, y auguraba la triste salvajada de arrasar el fin de semana entre el público juvenil - y no tan juvenil, pero poco exigente - y pronto ser olvidada. El cine como un instrumento de rápido consumo, nada que perdurar. Debo ser el único que la tiene presente, de tanto que la detesté.
La detesté, pero recuerdo dos cosas con especial cariño: el instante de alcoba en que un joven Chris O'Donnell aparece en paño menor y también todo lo concerniente a Milady de Winter, defendida con gracia por Rebecca de Mornay, la única del muy 1993 reparto que parecía adecuada a su personaje.


De hecho, me quedé con Milady, esa gran villana, que, como los mejores malvados, es una sombra, una identidad equívoca, un pastel tan amargo como mortífero que se descubre en el clímax. Rebecca, actriz popular y deseada por entonces, capturaba mi atención en aquella dudosísima función mosquetera.
Recuerdo que en los primeros años noventa también se generalizó en las librerías algo aún más dudoso, todavía más descaradamente comercial: las novelizaciones de las películas.
Recuerdo ver novelizaciones de El fugitivo, con Harrison Ford, Acosada, con Sharon Stone, el Drácula de Coppola y, cómo no, Los tres mosqueteros, versión Disney.
No es la primera vez que se producía en la Historia del Cine que del guion de una película de éxito se geste una novela - el caso paradigmático es El tercer hombre, de Graham Greene -, pero esto era el acabóse del merchandising. El lanzamiento de estos libros deplorables venía unido al estreno de la película, como los menús del McDonalds. En el caso de Drácula o Los tres mosqueteros, no ofrecían versiones aligeradas de las novelas que adaptaban - o destrozaban -, sino versiones aligeradas de los guiones de las películas. Yo veía estas novelizaciones en primera línea de librería, se vendieron bien durante cierto tiempo y a mí me regalaron un par de ellas en un cumpleaños.
Un compañero de clase llevó al colegio la novelización de Los tres mosqueteros. Este chico no era nada lector y debió llevarla para dar cierta impresión que se me escapa, ya que sus talentos se inclinaban a lo deportístico y era bastante celebrado y popular por ello. Considerando que yo era el único que acarreaba libros en el patio, éste debía sentir cierto complejo culturalista.
Ahí estaba con su novelización de Los tres mosqueteros, foto de la película en la portada, con el ínsipido máximo de Kiefer Sutherland como Athos en cara destacada. Hasta el póster lleva grabado a fuego el año de producción.


Yo, sabihondo ya por entonces, le dije que, si le había gustado la película, por qué no leía la novela original y no ese resumen.
No me hizo caso, estaba pendiente de la pelota de fútbol que se movía de pie a tacón en el patio, aquella pelota a la que volvería enseguida, abandonando el libro atrás para no recuperarlo jamás.
Para ser justos, yo tampoco leí entonces la novela de Alexandre Dumas. La tenía en mi venerada colección Tus Libros y la empecé, pero no llegué a terminar el primer episodio. Se me hizo cuesta arriba de inmediato, no sabía lo que significaba la palabra "gascón" y la aparté.


Aunque no lo quisiera, yo también era víctima de la misma cultura MTV que había alumbrado la versión 1993, esa que quiere excitación inmediata, descamisamientos, música épica, señores que muevan la capa al ritmo del barrido de la cámara y señoras que se esconden llaves en carnosos escotes. Y todavía puedo dar gracias, porque esta novela ha tenido una última traslación al cine en 2011 que no he visto, pero canta aún más infame que la que me tocó por generación.
Dumas quedó en la mesilla con la esperanza de ser recuperado con el tiempo.
Llegó mi pasión por el cine y era obligatorio darle al Rec Play cada vez que programaban un clásico en la televisión. Sucedía casi a diario entonces.
Cuando emitieron Los tres mosqueteros, con Gene Kelly y Lana Turner, adaptación que Fotogramas calificaba de "dinámica y fastuosa", la cinta de VHS estuvo lista.


La película tiene la impronta de una época - qué obra no lo tiene -, de un modo de hacer cine y de la peculiar concepción de alta cultura de la Metro Goldwyn Mayer.
Con un Technicolor saturado hasta el postín y un reparto tan poco francés como el de la versión de los años noventa, Los tres mosqueteros está concebida en ocasiones como un musical, de modo que muchas de sus escenas lucen coreografiadas. No es extraño, con la presencia de dos habituales del género en su producción como Gene Kelly y el director George Sidney. 
Esa adaptación 1948 también fue un taquillazo en su momento y Lana Turner como Milady de Winter fue el cromo por el que muchos suspiraron. Ella misma, veinte años después, llevaría esa majestuosa imagen a su cirujano plástico, diciéndole que quería volver a ser así.
Debo decir que esta película, pese a que me gustara mil veces más que la versión Disney, nunca se alineó entre mis favoritas. La adoraba casi más por provocar la venenosa crítica que firmó la venenosa Pauline Kael a su propósito. Sin sorpresas, Kael detestó la función Metro con cordialidad y la destripó para mi segura carcajada.
En cualquier caso, Milady de Winter, de nuevo, robaba mi interés, y Lana, en una de sus interpretaciones más memorables, sin duda porque era ideal para el papel, hacía temblar mi estético corazón cuando rezaba con hipocresía y planeaba acabar con June Allyson, mirada diabólica mediante. 


He visto alguna otra versión por el camino. Recuerdo con vaguedad la setentera de Richard Lester, con un buen reparto y ese inconfundible aspecto revisionista. Un desastre divertido, sin duda. 
Cuando estudiaba en la Escuela de Cine, por fin lejos del patio del colegio, tenía tres amigos y nos veíamos inseparables. Un profesor nos llamaba los Mosqueteros. A mí me dijo que yo era Aramis. "Aramis es la dulzura, es la gracia en persona", escribe Dumas, por lo que debo sentirme halagado por el papel asignado.
Este profesor nos apreciaba tanto que nos regaló a cada uno el hermoso volumen de Cátedra de Los mosqueteros, que también contiene su secuela, Veinte años después.
¿Yo qué hice? Lo lancé a la estantería para pasto de los ácaros, por supuesto.


Este año, por fin, he cumplido con Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, más allá de Hollywood y todo por el bien de la literatura universal. Lo primero que aprecié es que debí esforzarme un poquito cuando lo empecé de adolescente, porque es muy, muy divertido. Si hubiese pasado de la tercera página, lo hubiera terminado sin problemas. 
No es mi primera experiencia con el señor Dumas, pero continúa mi maravilla ante esa aleación que lo ha hecho legendario: el entretenimiento puro se abraza con una incuestionable calidad literaria.
Por lo primero, Dumas se consagró como una rareza en la Historia del Arte: fue testigo del éxito de sus obras y se hizo rico con ellas. Y, por lo segundo, no sólo fue justo que se enriqueciera, sino que sus títulos se siguen vendiendo, leyendo y despertando el interés del audiovisual.
Dumas no está muy lejos de cierta desvergüenza propia de Hollywood. Sus historias hacen de la Historia su panal de rica miel y se place en el anacronismo porque la energía de escribirlas debía ser más importante que la fatiga de documentarse. 





Los tres mosqueteros era placer retrófilo en un siglo XIX ávido de historicismo. Evocaba la Francia de Luis XIII y Richelieu desde una época postrera en la que esos dos mandamases no se hubiesen librado de un pase de guillotina en algún estallido revolucionario.
La novela también brindaba ese generoso erotismo de la literatura francesa de la época, buscando en siglos decadentes el desvío necesario hacia alcobas fragorosas. D'Artagnan es el primero que, sin complejos, salta de cama en cama y duelo en duelo.  
"Ese pequeño D'Artagnan es un libertino, un duelista y un traidor", dice uno de los personajes para vituperar al trepidante.
Trepidante. Eso es lo que más entusiasma de la obra de Dumas, sobre todo entre sus lectores jóvenes. Su trepidancia, su picardía, sus laberínticos vericuetos, cómo sus personajes viven en desorden, mientras la novela es rigurosa y ordenada como buen clásico. 
Al cine le ha interesado ese cóctel de seres pícaros, incorregibles y de enérgico espíritu, que valoran la amistad y la camaradería por encima de todo, defienden heroicamente lo que consideran justo y se salen siempre con la suya. Los tres mosqueteros es un buen pastel aventurero para una audiencia masculina que Hollywood conoce bien.
Las adaptaciones se han esforzado para ofrecer esa acción de caballeros que se cuelan por las ventanas y sacan el sable a la primera ofensa y lo han hecho con los recursos del cine de su época - coreografía y slapstick en 1948, montaje y barridos de cámara en 1993 -, sin lograr el toque Dumas.
La sencillez de este escritor engaña. Parece fácil lo que hace, pero su técnica, ese estilo que consiste en ausentar el estilo, es un misterio.


Igual de misterioso es el hecho de que, aunque se conozca el argumento, la trama se disfrute de la misma manera. Por ejemplo, Milady de Winter es aún más fascinante y maléfica en la obra original, adscrita a varios nombres y disfraces, escondida en un principio, a borbotones en el clímax. 
Confirmé lo que ya sabía de Dumas tras leer El conde de Montecristo: sus novelas son novelescas. Identidades cambiadas, fiestas de disfraces, venenos, reyes, exotismo y llaves que cierran puertas con doble vuelta. Es el placer más elemental que se busca con la lectura y, en el caso de este novelista francés, no suscita la sensación de estar perdiendo el tiempo.
Con el deber literario por fin cumplido, regresé a la versión Metro y la encontré una buena adaptación. Me sucedió lo mismo con la Anna Karenina, de Clarence Brown, tras leer a Tolstói.  Es un sucedáneo, sí. Es copete Metro, también. Está aligerada, sin duda.
Pero ese resumen está realizado con manos expertas, que conocen las limitaciones del medio en el que trabajan y, aún así, sirven a una obra literaria con dignidad.
De manera probable, sigue siendo su mejor traslación al cine.


Ahora pienso que mi laberíntica manera de conocer una obra original, típica de la época en que me tocó vivir, no está tan mal si al final el destino ha sido encontrarla. La cultura audiovisual nos distrae y empobrece, pero tal es su abigarramiento y eclecticismo que hasta se precia en señalar algo legendario y dice, como un maestro experto, que debe conocerse. 
Yo siempre sentí el deber de leer Los tres mosqueteros y sé que lamentable será el día cuando ese deber no lo sienta nadie. 


lunes, 20 de abril de 2020

Maromialmente hablando: John Corbett


Veo imágenes de animales reconquistando ciudades vacías de humanidad y me viene a la cabeza el alce que se paseaba por las calles de Cicely en los títulos de crédito de mi serie predilecta de todos los tiempos.
Pensar en Cicely es fatal, porque me arrebata la nostalgia, comienzo a suspirar y es posible que me lance a Doctor en Alaska por enésima vez, más que nunca en días de encierro y ocasional tedio. Nunca me canso de ella, pero tengo miedo que un día suceda lo contrario.
Es una serie con la que tengo una relación íntima; otras me encantan, pero esta es como una buena novela o un clásico del cine. Es lo que vive dentro de mí, el lugar donde quiero estar.


Pensar en Doctor en Alaska es también pensar en Chris Stevens, el filósofo ex-presidiario, pinchadiscos literato y tío buenísimo encargado de amenizar las veladas radiofónicas de Cicely.
La radio era inmortal con Chris, interpretado por aquel joven John Corbett.
Cuando veía a semejante caballero en las madrugadas veraniegas de La 2, con catorce o quince años, concluía que me gustaban los hombres y no había nada más que hacer. Sólo aceptarlo. Entonces era un secreto.
Ay, cuánto olvidamos el camino andado y la libertad ganada. ¿Te he dicho ya que me gustan (mucho) los hombres?


En cierta ocasión, leí que Cicely es un ideal, un sueño de noches de capitalismo. También lo es Chris. Es el hombre de Rousseau, ribeteado de neohippismo. Es lo que buscamos en el patio trasero de los países civilizados que nos anegan de estrés y contaminación. Queremos creer que hay un lugar remoto, por el que llegar a través de la madriguera de Alicia. Un lugar donde todo sea loco y adorable, con el trasfondo de paisajes de imposible pureza preadámica.
Loco y adorable era todo el pueblo, y también Chris, que lanzaba pianos por los aires en busca de un placer estético, recitaba a Walt Whitman y oficiaba bodas sobre las tierras nevadas de Alaska. 
Chris era el hombre que siempre se mueve, inestable por sus inquietudes, malote de apariencia, dorado el corazón, atractivo de rotundidad.


Las bandanas, el pelo largo, el placer del multiculturalismo, Chris Stevens era nostalgia del movimiento hippie en plenos años noventa, la alternativa desgreñada y sincrética a los impecables yuppies de corbata y ciudad. El Doctor Fleischmann era el neoyorquino pez fuera de un agua demasiado limpída, la última frontera de un lugar que era incapaz de apreciar.


Sé que lo están pensando, queridos lectores, a estas alturas: este es un post más dedicado a Chris Stevens que al actor que lo interpretó.
John Corbett aún sigue siendo un hombre atractivo hasta decir basta, señor de belleza norteamericana; alto, sonriente, con un físico tan agraciado como confortable. No tiene un cuerpo musculoso al cincel como se estila ahora, pero no le hace falta a quien se reconoce de la raza de Gary Cooper. Esos ojos rasgados, esa sonrisa, ese cabello.


De cuerpo 10, sabe mucho su pareja, Bo Derek, a la que odio con ganas desde que me robó a este hombre, al que siempre he saludado como uno de los primeros amores de mi vida, calor en tristes noches púberes.


Decía que Corbett es guapo y lo será hasta que se muera, pero nunca ha estado tan encantador y lleno de energía como en sus noches boreales de Doctor en Alaska. En otras apariciones, luce aburrido, complaciente en un segundo plano, ensombrecido frente al foco que se posa sobre las actrices a las que sirve de galán, se llamen Nia Vardalos, Sarah Jessica Parker o Toni Collette.
Es un placer recuperarlo y siempre me arranca un suspiro, pero insisto: en Doctor en Alaska, es donde John Corbett detiene todos los trineos.


Quiero parar de hablar de la serie, porque, como siga con la evocación, me temo que me pondré el episodio piloto esta misma noche y no debo, no debo, porque tengo otros deberes culturales y escriturarios. Vade retro, demasiado largas y adictivas series de televisión.
Quizá no esta noche, pero sé bien que volveré a Cicely, a Chris Stevens y a todos los demás, cómo no hacerlo. 


Es esa serie ártica que se siente como lanzar otro leño más al fuego, ambientada en el pueblo más culto del mundo, donde todo era posible menos el aburrimiento.

domingo, 19 de abril de 2020

El Trotalibrerías: Mientras el rey escribe


Apagué la luz de la mesilla hace dos noches, respiré con intención de entregarme al sueño y me dije: "¿Cuándo narices vas a leer el libro de Stephen King sobre la escritura?".
Esa pregunta fue acompañada del fustigamiento habitual de los que dejamos para mañana lo que pudimos terminar hace quince años. Me llamé vago, holgazán, atontado.
Porque fue hace quince años cuando tenía que leerlo. En una clase de Escritura, el profesor recomendó Mientras escribo. La mitad de mis compañeros ya lo había leído. Yo debía estar ocupado con algún melodrama, atento a las musarañas o con el USB mental desconectado, pero sé que el libro quedó apuntado en la interminable lista de pendientes.
Me complace vivir ahora en un lugar de mi existencia donde lo pendiente se ha vuelto intolerable. Si debo leer algo, lo leo hoy o mañana. De lo contrario, el fustigamiento es insoportable. La única verdad que pende sobre mi escritorio es que he perdido demasiado el tiempo.
Este fin de semana he leído por fin Mientras escribo, un librito breve y preciso, más agradable de lo que pensaba.
He aplazado su lectura porque temo las lecciones. Tengo terror a los consejos sobre la escritura, terror que se alimenta de inseguridad y desconfianza. No quiero recetas y, cuando oigo mantras, me pongo nervioso, sobre todo cuando veo que tienen razón y mis escritos parecen rídiculos en comparación. Lo poco que sé, lo poco que practico, lo poco que llegaré a conseguir algo en estos terrenos. El machaque de todos los tiempos.


Debo decir la verdad: había hojeado Mientras escribo hace unos años. Sólo leí una frase y salí despavorido. "Para escribir bien, hay que leer muchísimo y escribir muchísimo".
Como en ese momento no hacía ni una cosa ni la otra, lo cerré y siguió pendiente. Ahora que leo muchísimo, consideré que estaba preparado, al cincuenta por ciento, para bajar la cabeza y aprender cómo escribir muchísimo.
Ha sido una lectura placentera, a veces conmovedora y, de manera decisiva, una fuente de energía para trabajar en esto que me gusta y me quita el sueño a partes iguales. Muchas de las máximas que King defiende las había escuchado con anterioridad - "El camino al Infierno está pavimentado de adverbios" -, pero recordarlas, refrescarlas, volverlas a tener presente en el teclado será de utilidad en mis escritos posteriores. Descubrir que caigo en algunos errores - el abuso de la voz pasiva, propio de escritores tímidos - me ha puesto de los nervios, pero el propio King recuerda la importancia de corregir en el futuro más que lamentar lo firmado.


Dice una verdad que ya sabía. No hay recetas, el único secreto es el trabajo duro. Encerrarse, escribir mucho, leer mucho. He encontrado provecho para el futuro en Mientras escribo y, a la vez, una respuesta al esfuerzo de estos años: buscar la concentración, huir de la televisión, enriquecerme. Sólo queda esa habitación en la que encerrarse y esas horas de trabajo. De momento, escribo para salir del paso. Espero que llegue el día en que escribir vuelva a ser un placer.
Precisamente en aquellas clases de Escritura es cuando dejó de serlo. Se aprenden cosas valiosas, pero la frustración de los otros te contagia, los ramalazos de envidia se hacen evidentes y sientes que nunca serás demasiado bueno en una competencia. Escribes para tus profesores y tus compañeros, cuando ninguno de ellos es tu público potencial.
Dudo que me libre de todas sensaciones en cualquier lugar o juicio al que exponga mis escritos, pero me quedo con el consejo de King de que llegar a la genialidad no debería estar jamás en mis planes. Un escritor aceptable puede convertirse en un buen escritor. Nada más. Me he sentido libre al leer esa línea.


Mientras escribo, el libro más inusual de su autor, se compone de tres partes, todas autobiográficas. "Di siempre la verdad", repite King. Y, en este libro, él la dice más que nunca.
En la primera parte, nos cuenta su vida, articulada en torno a lo que le llevó a la escritura y al género de terror y ciencia ficción. Es la mejor, escrita con un talento mayúsculo. Se descubre un gran autor norteamericano evocando una infancia y un paisaje, esa América desfavorecida, de clase media-baja, la misma en la que se desarrollan sus novelas, ese escenario que las hace tan realistas e impactantes.
La segunda parte de Mientras escribo es la más utilitaria para escritores alevines, la que hay que subrayar y repasar una y mil veces. La que me dice que cierre la puerta y sude la gota gorda. La que me recuerda que él escribió Carrie en una caravana.


La última parte se escribió de manera inesperada, porque, en plena redacción de Mientras escribo, Stephen King fue atropellado y estuvo a punto de perder la vida. Entre atroces dolores y una larga convalecencia, soñó con volver a sentarse y terminar este libro. En ese tramo final, el más conmovedor, King saluda al acto de escribir como una forma de felicidad y aparece de manera decisiva la figura clave, que sobrevuela sutil sobre todo el libro: su esposa y primera lectora, Tabitha King, la gran mujer al lado del gran hombre.
Mientras escribo ha despertado mi interés por un escritor que he frecuentado poco, aunque siempre he tenido estima y cierto aprecio. Leí cuatro ó cinco de sus libros en la adolescencia y ya detectaba la calidad diríase mortífera de sus historias. La violencia física y psicólogica se hacía palpable, los ambientes cobraban vida inmediatamente, todo era pura intensidad. 
Misery es uno de los libros más viscerales y obsesivos que he padecido.


Como vende mucho y lo que escribe es poco intelectual, King vive pendiente de una revisión seria que, quizá, se produzca dentro de varias décadas, cuando se diga aquello de que era mejor que otros más valorados por la critica. O quizá King no se lea nada. La vigencia de todas las obras literarias parece una lotería.
Hoy, y también ayer, se puede confirmar que, guste más o menos, Stephen King es un icono cultural. Sus historias, todavía versionadas en cine y televisión, aún reeditadas ante unos fans voraces, han articulado un imaginario colectivo de horror, suspense y paranoia del que el audiovisual se ha nutrido a placer.
Carrie es un sinónimo de adolescencia problemática, del mismo modo que Misery es el grado final como sigas admirando a alguien y descuidando tu psique por el camino.
No cabe duda de que es un escritor sorprendente. Pensaba que no era un favorito en mi adolescencia, porque prefería a la más romántica y homoerótica Anne Rice; King me parecía demasiado testosterónico. Pero me ha venido a la cabeza una de sus historias más hermosas, aquella Dolores Claiborne, una heroína feminista en la obra de un autor al que han acusado de misógino en muchas ocasiones.


Di la verdad, escribe él en su imprescindible libro sobre escritura. Y yo, que soy adicto a escribir sobre escribir, digo que si, que la diré.
Como King y tantos me han recomendado, el camino es sentarse a escribir todos los días. José Donoso decía que, al menos, había que mantener un diario de escritura - qué mejor que un blog para ese cometido - y hoy considero que, no sólo mejorará mi escritura, sino que la hará más placentera.
Si vuelvo a sentarme aquí a diario, dolerá menos. Lo único que entorpece mi visión de futuros escriturarios es la temida vuelta a la normalidad: compaginar el trabajo con las horas de escritura. Tengo que encontrar la manera y debo hallar la energía incluso cuando esté agotado. Pensé que, si un día estoy cansado y sin mucho ánimo, podría escribir un post más sencillo que éste - la clásica oda a un maromo, por ejemplo -, pero lo haré.
Se me agotaron las excusas. Lo pendiente entra en la agenda de lo intolerable. Debo escribir o morir.