sábado, 18 de abril de 2020

Cine Paraíso: La boda de mi mejor amigo


Cuando pienso en una época de paz y esplendor económico, inconsciente de los peligros que se avecinaban en el presente siglo, la imagen que me viene a la cabeza es La boda de mi mejor amigo.
De hecho, resumiría los años noventa con la secuencia en la que Rupert Everett se arranca por I say a little prayer en una comida familiar y todo el restaurante termina por acompañarlo en un derroche de desprejuicio y alegría.
Me gusta creer que el mundo una vez fue así.
Además, esa ha de ser una de las últimas ocasiones en que Hollywood se lanzaba al ridículo sin parapente y salía victorioso. Dicha secuencia se hizo la más famosa de la película y hasta la promocionaba. La canción de Burt Bacharach, oída y versionada en innumerables ocasiones, conocía una nueva vida.


Conocer una nueva vida, reciclar. 
Hollywood es experto en reciclar y la llamada "comedia romántica" es una de sus energías altamente renovables. En La boda de mi mejor amigo se aprecian las huellas de otros vehículos de Julia Roberts y también elementos remozados de clásicos como Historias de Filadelfia. Una boda, una familia rica, alguien que trata de interrumpir el enlace.
Aunque soy de naturaleza sentimental - es por ello que hoy escribo de esta película -, soy enemigo de las comedias románticas, o de lo que se trata de vender como tal. No provocan la risa suficiente para ser comedias y el romanticismo se confunde, de nuevo, con lo rosa.
Las llamaría, más bien, enredos nupciales, porque la boda o el compromiso son siempre el destino final. Juegan con una serie de deseos concretos de su público potencial y hacen que sean cumplidos, bajo la estela de Cenicienta.


Pese a que rellena fórmulas y previsiones, La boda de mi mejor amigo es, en muchos aspectos, una excepción.
Es la única de ese inacabable ciclo de películas a la que tengo, no sólo respeto, sino el cariño suficiente para volver a verla. Es uno de los pocos vehículos de su sonriente protagonista, en los que ésta consigue crear un personaje más allá de su estatus de estrella.
Y es una obra muy interesante por una cuestión crucial: el punto de vista elegido.
La boda de mi mejor amigo comienza como una invitación a la cursilería. En sus créditos iniciales, lo nupcial explota con una novia y tres damas de honor interpretando y bailando Wishin' and hopin', el colmo de los azúcares, con un refocile pícaro y juguetón en su propio almidón. Esa entrada vive tan lejos de toda contención que, mirada desde la sosería en la que el Hollywood actual se ha pertrechado, hoy parece transgresora.


Este pastel amable encierra una capa de amargura.
Aunque la evoco como testimonio de unos presuntos años dorados, sorprende, al revisarla, lo melancólica que es. Las bromitas inevitables - las rijosas damas de honor, la estatua de hielo del David, el gay que se hace pasar por hetero - no encubren cierta tristeza de los tiempos.
En esta comedia romántica, los deseos no se verán satisfechos.


La heroína es la antagonista, la otra. Y no se da cuenta hasta cierto momento de la película, cuando hace un análisis de conciencia y descubre que es la mala de la historia, la loca que ha venido a destrozar una boda feliz. El personaje desvela cuál es su rol, como si se mirara en un espejo y no le gustara el reflejo.
Pocas obras del cine norteamericano comercial han tomado el giro de apostar por el punto de vista de Escarlata O'Hara, dejarla sin novio en el último rollo y obtener un éxito de taquilla.
Buena parte de culpa del equilibrio conseguido se debe al director, el australiano P. J. Hogan; su película anterior, La boda de Muriel, era una obra disfrazada de farsa nupcial que derramaba considerable acidez y, como esta, terminaba siendo una oda a a la amistad.


Julia Roberts eligió personalmente a este director, como también a Dermot Mulroney y Cameron Diaz.
Julia fue la fuerza motora del proyecto, la que eligió el excelente guión en el que descansa. Considero que, si había que darle un Oscar de manera forzosa a la Roberts, esta es una interpretación más sólida que la que ofrecería dos años después en Erin Brockovich.
Pero, por entonces, fue unánime la opinión de que Rupert Everett le había robado la función.


En una crítica firmada al calor del estreno se escribió: "Es la película ideal para las mujeres y los hombres gay que adoran". 
El toque de La boda de mi mejor amigo fue la incorporación del actor británico.
Su personaje era reducido en un principio, pero, tras el pase previo al estreno, se extendió y hasta se cambió el final para incluirlo a él.
Es la voz de la conciencia de la heroína, su imperfecta hada madrina. La boda de mi mejor amigo también permanece en el recuerdo por ese personaje, ese homosexual brillante y exquisito, todo lo que yo quería ser en 1997: guapo, culto, divertido, con la cultura pop siempre lista en cualquier comentario, el amigo ideal de las mujeres.


Hoy la presencia de Everett no resulta tan arrolladora como entonces - lo del amigo gay en pantalla era una sensación nueva -, y esa idealización del homosexual - se le acepta si es encantador - suena a cosa vieja y, espero, superada. 
La boda de mi mejor amigo es una película reciente en comparación con otras de las que suelo hablar, pero su época está impresa en ella: el karaoke, los móviles enormes, el tabaquismo de la protagonista, el Windows 95.
Créelo: han pasado veintitrés años.


Dorados o no, los años noventa fueron tiempos de revisión exhaustiva, de explotar la cultura pop como un bien utilitario y un patrimonio asequible. En La boda de mi mejor amigo, se rinde soterrado, pero evidente, homenaje al músico Burt Bacharach y la cantante Dionne Warwick, con la inclusión de varias canciones de este tándem suave y romántico que alumbró los años sesenta.
Ironía: los noventa recordaban una década anterior con la misma añoranza por tiempos cómodos que la que yo siento cuando rememoro esta película.


¿Eran mejores tiempos? Cualquier buen libro de Historia desterraría esa idea. Diría que todo lo que pasó después era una consecuencia de los débiles cimientos de ese mundo pastel, que sólo existía en coordenadas occidentales y en pantallas de cine.
Me convencería que lo rememoro así porque yo era entonces una vida por vivir, una juventud en la que sobraba el confort, cuyo único anhelo era ser como Rupert Everett.
Darse cuenta de esa verdad es como cuando la heroína de esta película descubre que perderá al final. Queda la resignación, una sonrisa con todos los dientes y, con suerte, un buen compañero de baile.

2 comentarios:

  1. Madre mía!!! 23 añosss! Como siempre un artículo lleno de mágicos elogios. Yo tampoco soy una apasionada de las comedias románticas pero reconozco que me enamoro. Rupert lo mejor de la película 👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Una película casi tan adorable como tú. Gracias por pasarte y comentar, my friend.

      Eliminar