jueves, 23 de abril de 2020

Ese Libro, Aquella Película: Los tres mosqueteros


Adoraría contar que mi primer encuentro con Los tres mosqueteros se produjo con la novela original o incluso con la adaptación producida en pleno Hollywood dorado, pero lamento decir que no fue así. 
Escribí en un post anterior que nací y crecí en una época detestable para el cine que se estrenaba en salas y la versión de 1993 de Los tres mosqueteros es prueba fehaciente.
En una sala a reventar de púberes y prepúberes, rugiendo como locos, yo no sabía mucho de cine todavía, pero ya detectaba que aquello era malo y barato. La recuerdo horrorosa, sin más, y, de manera sorprendente, también aburrida e interminable.
Sí, mi primera experiencia mosquetera sucedió, de manera lastimosa, con una producción Disney anacrónica por voluntad y vendida a esa audiencia que todavía se reía cuando veía a un hombre en calzoncillos perseguido por un marido celoso. 


El público que me acompañaba, el mismo que seguro la olvidó hace mucho tiempo, estaba encantado con que lo veía y se carcajeaba con todos los chistes bobos que la película servía.
Con los títulos de crédito finales, no faltaron los aplausos. Porque, con ellos, irrumpía el verdadero pie que había llevado a la audiencia hasta allí: la canción, interpretada por Sting, Rod Stewart y Bryan Adams, esa que aún aparece en muchas radiofórmulas.
Era la época en que las canciones sentimentales llevaban a las salas y se compraban las bandas sonoras, llenas de música instrumental, sólo para cazar el tema que se repetía en las radios.
La canción, tan abominable como la película e indigna del talento de al menos dos de sus intérpretes, jugaba a lo mismo que el tema de El guardaespaldas: cambiar la clave en un momento para producir un efecto de apoteosis. Ese efecto, que suena como un pisotón, tras el cual las voces de los intérpretes suben de tesitura, es una de las cosas de peor gusto que podría señalar cualquier musicólogo, pero tras Whitney Houston, fue inevitable que las baladas de la época lo utilizaran con abuso. De hecho, ese "épico" cambio de clave retrotrae hoy a los noventa.
Los tres mosqueteros, versión 1993, se apuntaba a la moda del remozado de clásicos literarios, iniciada por el Drácula de Coppola, y auguraba la triste salvajada de arrasar el fin de semana entre el público juvenil - y no tan juvenil, pero poco exigente - y pronto ser olvidada. El cine como un instrumento de rápido consumo, nada que perdurar. Debo ser el único que la tiene presente, de tanto que la detesté.
La detesté, pero recuerdo dos cosas con especial cariño: el instante de alcoba en que un joven Chris O'Donnell aparece en paño menor y también todo lo concerniente a Milady de Winter, defendida con gracia por Rebecca de Mornay, la única del muy 1993 reparto que parecía adecuada a su personaje.


De hecho, me quedé con Milady, esa gran villana, que, como los mejores malvados, es una sombra, una identidad equívoca, un pastel tan amargo como mortífero que se descubre en el clímax. Rebecca, actriz popular y deseada por entonces, capturaba mi atención en aquella dudosísima función mosquetera.
Recuerdo que en los primeros años noventa también se generalizó en las librerías algo aún más dudoso, todavía más descaradamente comercial: las novelizaciones de las películas.
Recuerdo ver novelizaciones de El fugitivo, con Harrison Ford, Acosada, con Sharon Stone, el Drácula de Coppola y, cómo no, Los tres mosqueteros, versión Disney.
No es la primera vez que se producía en la Historia del Cine que del guion de una película de éxito se geste una novela - el caso paradigmático es El tercer hombre, de Graham Greene -, pero esto era el acabóse del merchandising. El lanzamiento de estos libros deplorables venía unido al estreno de la película, como los menús del McDonalds. En el caso de Drácula o Los tres mosqueteros, no ofrecían versiones aligeradas de las novelas que adaptaban - o destrozaban -, sino versiones aligeradas de los guiones de las películas. Yo veía estas novelizaciones en primera línea de librería, se vendieron bien durante cierto tiempo y a mí me regalaron un par de ellas en un cumpleaños.
Un compañero de clase llevó al colegio la novelización de Los tres mosqueteros. Este chico no era nada lector y debió llevarla para dar cierta impresión que se me escapa, ya que sus talentos se inclinaban a lo deportístico y era bastante celebrado y popular por ello. Considerando que yo era el único que acarreaba libros en el patio, éste debía sentir cierto complejo culturalista.
Ahí estaba con su novelización de Los tres mosqueteros, foto de la película en la portada, con el ínsipido máximo de Kiefer Sutherland como Athos en cara destacada. Hasta el póster lleva grabado a fuego el año de producción.


Yo, sabihondo ya por entonces, le dije que, si le había gustado la película, por qué no leía la novela original y no ese resumen.
No me hizo caso, estaba pendiente de la pelota de fútbol que se movía de pie a tacón en el patio, aquella pelota a la que volvería enseguida, abandonando el libro atrás para no recuperarlo jamás.
Para ser justos, yo tampoco leí entonces la novela de Alexandre Dumas. La tenía en mi venerada colección Tus Libros y la empecé, pero no llegué a terminar el primer episodio. Se me hizo cuesta arriba de inmediato, no sabía lo que significaba la palabra "gascón" y la aparté.


Aunque no lo quisiera, yo también era víctima de la misma cultura MTV que había alumbrado la versión 1993, esa que quiere excitación inmediata, descamisamientos, música épica, señores que muevan la capa al ritmo del barrido de la cámara y señoras que se esconden llaves en carnosos escotes. Y todavía puedo dar gracias, porque esta novela ha tenido una última traslación al cine en 2011 que no he visto, pero canta aún más infame que la que me tocó por generación.
Dumas quedó en la mesilla con la esperanza de ser recuperado con el tiempo.
Llegó mi pasión por el cine y era obligatorio darle al Rec Play cada vez que programaban un clásico en la televisión. Sucedía casi a diario entonces.
Cuando emitieron Los tres mosqueteros, con Gene Kelly y Lana Turner, adaptación que Fotogramas calificaba de "dinámica y fastuosa", la cinta de VHS estuvo lista.


La película tiene la impronta de una época - qué obra no lo tiene -, de un modo de hacer cine y de la peculiar concepción de alta cultura de la Metro Goldwyn Mayer.
Con un Technicolor saturado hasta el postín y un reparto tan poco francés como el de la versión de los años noventa, Los tres mosqueteros está concebida en ocasiones como un musical, de modo que muchas de sus escenas lucen coreografiadas. No es extraño, con la presencia de dos habituales del género en su producción como Gene Kelly y el director George Sidney. 
Esa adaptación 1948 también fue un taquillazo en su momento y Lana Turner como Milady de Winter fue el cromo por el que muchos suspiraron. Ella misma, veinte años después, llevaría esa majestuosa imagen a su cirujano plástico, diciéndole que quería volver a ser así.
Debo decir que esta película, pese a que me gustara mil veces más que la versión Disney, nunca se alineó entre mis favoritas. La adoraba casi más por provocar la venenosa crítica que firmó la venenosa Pauline Kael a su propósito. Sin sorpresas, Kael detestó la función Metro con cordialidad y la destripó para mi segura carcajada.
En cualquier caso, Milady de Winter, de nuevo, robaba mi interés, y Lana, en una de sus interpretaciones más memorables, sin duda porque era ideal para el papel, hacía temblar mi estético corazón cuando rezaba con hipocresía y planeaba acabar con June Allyson, mirada diabólica mediante. 


He visto alguna otra versión por el camino. Recuerdo con vaguedad la setentera de Richard Lester, con un buen reparto y ese inconfundible aspecto revisionista. Un desastre divertido, sin duda. 
Cuando estudiaba en la Escuela de Cine, por fin lejos del patio del colegio, tenía tres amigos y nos veíamos inseparables. Un profesor nos llamaba los Mosqueteros. A mí me dijo que yo era Aramis. "Aramis es la dulzura, es la gracia en persona", escribe Dumas, por lo que debo sentirme halagado por el papel asignado.
Este profesor nos apreciaba tanto que nos regaló a cada uno el hermoso volumen de Cátedra de Los mosqueteros, que también contiene su secuela, Veinte años después.
¿Yo qué hice? Lo lancé a la estantería para pasto de los ácaros, por supuesto.


Este año, por fin, he cumplido con Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, más allá de Hollywood y todo por el bien de la literatura universal. Lo primero que aprecié es que debí esforzarme un poquito cuando lo empecé de adolescente, porque es muy, muy divertido. Si hubiese pasado de la tercera página, lo hubiera terminado sin problemas. 
No es mi primera experiencia con el señor Dumas, pero continúa mi maravilla ante esa aleación que lo ha hecho legendario: el entretenimiento puro se abraza con una incuestionable calidad literaria.
Por lo primero, Dumas se consagró como una rareza en la Historia del Arte: fue testigo del éxito de sus obras y se hizo rico con ellas. Y, por lo segundo, no sólo fue justo que se enriqueciera, sino que sus títulos se siguen vendiendo, leyendo y despertando el interés del audiovisual.
Dumas no está muy lejos de cierta desvergüenza propia de Hollywood. Sus historias hacen de la Historia su panal de rica miel y se place en el anacronismo porque la energía de escribirlas debía ser más importante que la fatiga de documentarse. 





Los tres mosqueteros era placer retrófilo en un siglo XIX ávido de historicismo. Evocaba la Francia de Luis XIII y Richelieu desde una época postrera en la que esos dos mandamases no se hubiesen librado de un pase de guillotina en algún estallido revolucionario.
La novela también brindaba ese generoso erotismo de la literatura francesa de la época, buscando en siglos decadentes el desvío necesario hacia alcobas fragorosas. D'Artagnan es el primero que, sin complejos, salta de cama en cama y duelo en duelo.  
"Ese pequeño D'Artagnan es un libertino, un duelista y un traidor", dice uno de los personajes para vituperar al trepidante.
Trepidante. Eso es lo que más entusiasma de la obra de Dumas, sobre todo entre sus lectores jóvenes. Su trepidancia, su picardía, sus laberínticos vericuetos, cómo sus personajes viven en desorden, mientras la novela es rigurosa y ordenada como buen clásico. 
Al cine le ha interesado ese cóctel de seres pícaros, incorregibles y de enérgico espíritu, que valoran la amistad y la camaradería por encima de todo, defienden heroicamente lo que consideran justo y se salen siempre con la suya. Los tres mosqueteros es un buen pastel aventurero para una audiencia masculina que Hollywood conoce bien.
Las adaptaciones se han esforzado para ofrecer esa acción de caballeros que se cuelan por las ventanas y sacan el sable a la primera ofensa y lo han hecho con los recursos del cine de su época - coreografía y slapstick en 1948, montaje y barridos de cámara en 1993 -, sin lograr el toque Dumas.
La sencillez de este escritor engaña. Parece fácil lo que hace, pero su técnica, ese estilo que consiste en ausentar el estilo, es un misterio.


Igual de misterioso es el hecho de que, aunque se conozca el argumento, la trama se disfrute de la misma manera. Por ejemplo, Milady de Winter es aún más fascinante y maléfica en la obra original, adscrita a varios nombres y disfraces, escondida en un principio, a borbotones en el clímax. 
Confirmé lo que ya sabía de Dumas tras leer El conde de Montecristo: sus novelas son novelescas. Identidades cambiadas, fiestas de disfraces, venenos, reyes, exotismo y llaves que cierran puertas con doble vuelta. Es el placer más elemental que se busca con la lectura y, en el caso de este novelista francés, no suscita la sensación de estar perdiendo el tiempo.
Con el deber literario por fin cumplido, regresé a la versión Metro y la encontré una buena adaptación. Me sucedió lo mismo con la Anna Karenina, de Clarence Brown, tras leer a Tolstói.  Es un sucedáneo, sí. Es copete Metro, también. Está aligerada, sin duda.
Pero ese resumen está realizado con manos expertas, que conocen las limitaciones del medio en el que trabajan y, aún así, sirven a una obra literaria con dignidad.
De manera probable, sigue siendo su mejor traslación al cine.


Ahora pienso que mi laberíntica manera de conocer una obra original, típica de la época en que me tocó vivir, no está tan mal si al final el destino ha sido encontrarla. La cultura audiovisual nos distrae y empobrece, pero tal es su abigarramiento y eclecticismo que hasta se precia en señalar algo legendario y dice, como un maestro experto, que debe conocerse. 
Yo siempre sentí el deber de leer Los tres mosqueteros y sé que lamentable será el día cuando ese deber no lo sienta nadie. 


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