sábado, 11 de abril de 2020

Cine Paraíso: Que el Cielo la juzgue



Abandónala al Cielo y a aquellas espinas 
que anidan en su pecho para herirla y punzarla...

William Shakespeare, Hamlet

Cine Paraíso se llamaba el cine de los sábados por la noche en La 2 de Televisión Española. Era un contenedor cinematográfico, como otros tantos en la historia de la cadena. 
El nombre venía por la película de Giuseppe Tornatore, Cinema Paradiso, que había ganado el Oscar en 1988, jugando a la nostalgia. 
Cine Paraíso quizá no sea nada excepcional en la larga trayectoria de TVE, pero yo lo recuerdo. Alumbraba los fines de semana de la televisión encendida de mi prepubertad. Cuando comenzó, yo no tendría más que nueve años.
Recuerdo la cabecera, tan ingeniosa atendiendo a lo rudimentario de la informática de aquellos primeros años noventa, en la que postales de viejas películas cobraban vida cuando un foco las iluminaba. 
En esa franja de Cine Paraíso, emitieron muchos clásicos, que yo vi sin ver. No les prestaba atención hasta que conseguían capturarla. Fue el cine que vi antes de empezar a amarlo. Fueron las películas que sembraron lo que sólo tardaría unos pocos años en crecer.
En una época tan odiosa para el cine como aquella en la que nací y crecí, Cine Paraíso, como lo mejor de la programación televisiva de entonces, enseñaba otras películas alejadas de las salas, prendidas en la nostalgia de los televidentes, impresas en las enciclopedias cinéfilas.


El Sábado Santo del año 1991, Cine Paraíso emitió Que el Cielo la juzgue
Yo estaba con mi familia en un apartamento del sur de la isla, tan aislado de la civilización como deseaba la protagonista de la película. 
El televisor era demasiado pequeño y yo andaba leyendo o despreocupado de lo que ocurría en ese film anciano que tenía entretenido a las mujeres de mi familia.
Fue entonces cuando llegó la secuencia de la barca. El físico de la actriz, su actitud, las gafas negras, el niño inválido que se esfuerza por nadar.  La absoluta frialdad de la asesina en comparación con la intensidad del momento. 


Desde ese instante, fue imposible apartar los ojos de la pantalla. Recuerdo los comentarios de las mujeres de mi familia, asombradas con la asombrosa maldad de la protagonista. "¡No se puede ser tan mala!"
Fue una película que no olvidamos en mi casa. Hay imágenes que se quedaron grabadas tal cual. Cuando vuelvo a verla, diría que el recuerdo no fue brumoso como acostumbra, sino una impresión exacta. 


Era otra época en el que la consulta no era inmediata como ahora. Durante mucho tiempo, no supe ni siquiera el título del film. Parecerá extravagante para los más jóvenes la simple idea de que tardé once años en volver a verla.
Supe el título de casualidad, en la revista Fotogramas, cuando ya era un cinéfilo irredento y leí una semblanza que Maruja Torres hacía de Gene Tierney.
 "Marcó a toda una generación con sus maldades en Que el Cielo la juzgue, melodramón en el que..." y no digo más para no destripar el argumento. 
Fue precisamente ese destripar de Maruja Torres el que me dio la pista. ¡Esa es! Esa es la película que había dejado tal impresión aquel sábado de Cine Paraíso.


Que el Cielo la juzgue no se emitió en televisión durante muchísimo tiempo.
Fallé en cazarla en un pase por Canal Satélite Digital y tengo tan mala suerte que, en esas plataformas donde todo lo repetían, esta nunca la volvieron a poner. La obsesión estaba servida y recurrí a lo que debería haber hecho años atrás: poner un anuncio. 
Precisamente en la página web de Fotogramas escribí que buscaba Que el Cielo la juzgue. Un caballero gallego contactó conmigo, me hizo una copia y la película viajó en un sobre de Correos por toda España. Era el año 2002.


Como diría Maruja Torres, la película no sólo me marcó a mí, sino a toda una generación. Fue, de hecho, el film más taquillero de 1945, el año del armisticio y la bomba atómica.
Como 1945, Que el Cielo la juzgue era pesimista; parecía decir que el Mal no te dejará ni aunque lo extingas. Si apuramos el simbolismo, la garra de Ellen sobre su marido parecía ser la sombra de los horrores del combate sobre una época traumatizada.


Mirada en ocasiones con la condescendencia que se dedica injustamente a los melodramas, nada me gusta más que la reivindicación de Que el Cielo la juzgue como una obra maestra. A cualquier cinéfilo sorprenderá que un noir se cuente en restallante Technicolor, que no se desarrolle en la ciudad, sino en espacios abiertos y lujosas casas, en las que, por obra y arte del director de fotografía Leon Shamroy, nunca lo agreste resultó tan amenazador.


Basada en el best-seller de Ben Ames Williams, Que el Cielo la juzgue describe la personalidad psicópata de una mujer tan obsesionada con su marido, con poseerlo y aislarse con él, que decide eliminar todos los obstáculos que se le pongan por delante, con el crimen y los celos como faro y guía. La novela es una lectura bastante mediocre y es este uno de los casos en que la película supera con creces su original literario.



Conducida con mano experta por John M. Stahl, director no demasiado valorado, pero siempre con ese perdido oficio de los clásicos de afrontar el exceso con una insólita elegancia, Que el Cielo la juzgue es una escalera, una mirada penetrante. Su escenografía se viste de Paraíso de aguas calmas, en el que, de repente, una víbora salta de entre la espesura. El tono de la película se diría frio en ocasiones, incluso analítico, para surgir unas uñas rojísimas del pie de una zapatilla y que entre en escena lo febril y alocado.
El primer asesinato sucede a la hora de la película, porque ésta se ha tomado su debido tiempo en llegar hasta allí. El desconcierto es tan enorme como la fascinación.


En una operación muy propia en el cine de la década, Que el Cielo la juzgue se ribetea de psicologismo, pero desliza su conflicto freudiano con la suavidad de una misiva inesperada bajo la puerta.
El morbo del espectador se levanta cuando la protagonista encuentra en su futuro marido un parecido razonable con su difunto padre. En una de las secuencias más recordadas, se la ve vertiendo las cenizas en el montañoso paraje por donde solía pasear con él.


Esta devoradora hembra, cumbre de la misoginia noir de la época y, a la vez, uno de los personajes femeninos más atractivos del cine, hubiese sido menos efectiva interpretada por una actriz reconocible en papeles de malvada. La elección de la angelical, devastadoramente bella Gene Tierney fue el mayor acierto, ahondando en la evolución de lo paradísiaco al desconcierto sobre la que se vertebra la película.
No sólo el físico de Gene Tierney es esencial, sino su interpretación. Es una actuación soberbia e impactante, que, a veces, preludia lo mejor del Actors Studio, de lo hipnotizada e imbuida que se la observa en su egocéntrico personaje. Esos mohínes, esa manera de quitarse las gafas, cómo se acuesta en ese sofá.
Quizá para hacerla brillar aún más - Gene fue candidata al Oscar aquel año -, Zanuck, el jerarca de la Fox, le colocó al guapo, pero ínsipido Cornel Wilde, el pie cojo de la película. Está perfecto como pelele, pero su pétrea expresión es imposible para mostrar la degradación del marido que debe ocultar hasta para sí mismo las atrocidades de la hija de puta con la que se ha casado.


Como emblemático melodrama, Que el Cielo la juzgue habla del amor. Como el más retorcido y original, cuenta las consecuencias de los excesos sentimentales. La madre de la protagonista llega a decir: "No hay nada malo en Ellen, sólo ama demasiado."
En la mayoría de estas historias de mujeres y pasiones, la protagonista lo hace todo por amor, hasta volverse loca, y, aunque no lo consiga, saldrá honrada ante nuestros ojos. En Que el Cielo la juzgue, el amor es una cuestión sofocante, matizada por la posesión y la alienación, sucumbida al Infierno de una mano que se agarra y no suelta. El amor en Que el Cielo la juzgue se troca en una cuestión odiosa y desagradable.
Sólo en tiempos del cine negro norteamericano, se puede entender esta idea tan forastera por pesimista en la ficción convencional.


De colores esplendorosos y ocurrencias argumentales que todavía dejan con la boca abierta, es una suerte recuperar para mí Que el Cielo la juzgue una y mil veces.
Desde que la conseguí, la he visto cuanto he querido y se encuentra entre mis películas favoritas, una de esas que siempre procuran mi placer y atención, algo cada vez más raro en este servidor que ya ha visto demasiado y no siente los escalofríos y los respingos que sentía cuando descubría un peliculón en Cine Paraíso.


La tecnología nos ha quitado ese camino romántico del descubrimiento, anhelo y recuperación de las películas que nos impresionaban, ese camino que podía tardar décadas, pero ahora propicia la satisfacción de revisarlas a discreción, quererlas y además escribir sobre ellas.
En esta nueva sección de La Radio Inmortal, llamada en homenaje a a aquellos sábados de cine perdidos en la memoria, prometo que no faltará ningún título de mi duradera adoración.

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