sábado, 28 de diciembre de 2019

Crónicas de Cinefilia: El amor y las películas




La gente no se enamoraría nunca si no hubiera oído hablar del amor.

François de la Rouchefoucauld

I can't forget how two hearts met breathlessly
Your arms opened wide and closed me inside
You took my lips, you took my love so tenderly

"Tenderly", jazz standard

Recuerdo tantas cosas que hasta recuerdo mi despertar a la conciencia. La calle, las persianas de un edificio que aún sigue en pie, el sol de la tres de la tarde. Yo iba sentado en un carrito, con tres años. Sí, recuerdo tantas cosas que, por un milagro, no recuerdo mi nacimiento.
Recuerdo mi primer beso, que no me lo dieron a mí, sino a una actriz en la televisión. Emitían una película en blanco y negro y recuerdo cómo me ruboricé. 
Estoy seguro de que esa película era Deseo. La besada, Marlene Dietrich y el besador, Gary Cooper.


El despertar a la conciencia fue el despertar al beso, ese signo del afecto, el previo al sexo, la muestra del amor. Un pacto sellado. Si nos besamos, no hay vuelta atrás. En aquel momento, el cine me besó.
Como le sucedió al mundo, el amor se hizo una obsesión para mí. Como en las películas, se convirtió en el tema recurrente. Toda la vida por el camino de Swann, en pos del amor, sea del signo que sea, viva o muera, nos haga afortunados o desgraciados. 
Las imágenes y las palabras que se repetían a mi alrededor me lo susurraron desde niño hasta mayor: "sin amor, sólo estás viviendo una imitación de la vida".
Años más tarde, ya adolescente, ya enfermo de películas, a punto de dormir, oía a Frank Sinatra cantar Tenderly.

No puedo olvidar cómo dos corazones se encontraron, sin aliento
Tus brazos se abrieron y me cerraron entre ellos
Tomaste mis labios, tomaste mi amor tan tiernamente...

La canción, de una dulzura casi imposible, acompañó los momentos previos a mi descanso y, bajo la tenue luz de una lamparita, observé la sombra de mi cuerpo reflejada en la pared.
Me acaricié el pecho y suspiré. No tenía el físico de los actores de la pantalla. "Pero algún día alguien me querrá", pensé. Quizá no aquí, en esta isla, quizá en otro lugar, más lejos, más lejos.
Como los héroes y heroínas de la pantalla, la huida era el signo de lo romántico y la acción, el labrado del melodrama.
La luz se apagó y la sombra desapareció. Qué era entonces el amor sino una sombra, qué es el cine sino una colección de sombras.
Desvanecido entre el humo, el cine me enseñó que el amor es la trascendencia, lo que viene a aliviar nuestras mediocres andaduras, lo que dejaremos como testamento. Es nuestro legado. Es la manera de que la vida se convierta en una película.

- El amor no es como en el cine - me dijeron, y yo asentí para no llevar la contraria.

- Encontrarás al hombre que esperas, pero probablemente él no se enamorará de ti - añadió otro, más bestia, más cínico, con amargura.

Yo huí de esas palabras, como huí de la isla, mientras el cine que amaba seguía insistiendo en su beso final, en su concepción del sentimiento como un todo sanador, como un vigorizante, como el rescate.
Pero el cine se equivocaba en algo. Más bien se confundía. Porque se declaraba romántico, pero había tomado el Romanticismo y lo había reducido, en una operación similar a lo que había hecho la novela rosa.


En la misma raíz, estaba la confusión. El Romanticismo, como movimiento, no tenía la expresión del amor como su tema principal; el motivo central era la búsqueda de la libertad. 
Y tanto Hollywood como las novelitas de amoríos confundían romanticismo con una apología del emparejamiento. Un emparejamiento conyugal, eterno, monógamo y absolutamente satisfactorio en todos los ámbitos. El beso final sellaba el fin como el sacerdote sella el matrimonio. El cine se hacía un aliado de la paz institucional y proporcionaba una sensación de estabilidad y equilibrio a un público sediento
Las películas decían - y todavía lo hacen - que encontrar el amor era encontrar al único, al indicado, al preciso; ese que tiene todo lo que necesito y demando. Irrisoria pretensión, pero tan difundida, que hoy el mundo vive triste porque no encuentra esa horma de su zapato y se queda soltero, pensando que el problema es suyo.


Pero yo huí a la búsqueda del amor total, porque vivía obsesionado con el primer beso. Años pasaron, también los hombres. La otra obsesión, el otro tema central. Los tiempos eran confesadamente sentimentales, pero también sexuales. Era más osado dar un beso con significado que enzarzarse con dos penes a la vez, aprendí pronto.
En las dos cuestiones, entran todas las psicologías posibles, las represiones y las liberalizaciones. Dónde empiezo yo y hasta dónde llegan los otros. Emparejamiento, apareamiento, ¿qué buscamos en otro cuerpo, en otra boca, con lo físico, con lo besable, con lo felable? ¿Qué buscaba yo? Ser deseado como Marlene Dietrich, ser querido como prometí a mi propia sombra en nombre de Frank Sinatra.
Las películas, las canciones glosaban al amor, pero la mayoría lo usaban como un subterfugio heredado de épocas de censura: están hablando de conocimiento carnal, de ganas de sexo. 
Ese beso de Gary Cooper a Marlene en Deseo no era un beso de amor. Por eso me puso colorado cuando era niño. Por eso el mundo se volvió loco por Hollywood. Además de sentimental, era erótico. Y de esa manera reprimida que llamamos elegancia.


Qué es el amor sino una sombra y qué es el cine sino una colección de sombras. En la penumbra, miré la mía.
Y hace algunos años, también en otra penumbra, miraba su cara, acariciaba su mejilla, atisbaba en sus ojos que me correspondía. Besaba sus labios con suavidad, como si depositara un regalo a la vida, una muestra de mi talento.
Sí, yo encontré el amor. Es el capítulo perdido que nunca se publicó en El diario íntimo de Josito Montez
Allí estaba. Era de verdad. Oía toda la fanfarria. Era un emparejamiento ideal. Un desafío a todos los escépticos. Me jactaba de haberlo hallado. Daba gracias al cine por habérmelo anunciado y prometido.
Yo conocí un amor como el de las películas y lo viví como tal.

Pero cuando ya creía tenerlo en las manos, se desvaneció como la sombra, chinesca, burlona, desaparecida, como cuando el efecto de la droga se termina. El desamor, también contado por Hollywood, hizo acto de aparición.
Sacudido por un dolor que no conocía, incapaz de encontrar alivio en nada ni satisfacción en mayor cosa, escribí un diario de cine en pleno luto por el amor terminado.
Estaba humillado, dolido, como si me hubieran cortado un pie con toda mi acquiescencia. El diario de cine sólo recogía las películas que veía cada día. La fecha y el título. Nada más. Un inútil, inexpresivo compendio de nombres escrito por alguien que se ha quedado sin palabras para contar lo que le sucede.
Aquel diario hoy parece una lista de culpables. El cine me miró como si se riera de mí. "Sin amor, sólo estás viviendo una imitación de la vida", decía el cabrón. Y yo lo señalé como el culpable de aquella mierda que estaba padeciendo, eso que había venido a quitarme la alegría, la esperanza, la vida, la libertad. Puto amor, puto desamor. Tú, cine estúpido, cine sentimental. Y disparé, disparé, disparé a la pantalla.
Te odio, cine, nuestra historia de amor ha terminado.
Mi cinefilia vivía en peligro con aquella declaración de odio. Las películas me inspiraban una auténtica desconfianza una vez que había experimentado aquello que siempre me vendieron como la panacea. 
Había algo importante que faltaba en ellas: lo pernicioso, lo contradictorio del amor.
Fui un caballero andante cuando amaba, pero también evidencié mis defectos, mis cosas menos bonitas; afloraron o se desarrollaron, no lo tengo claro.
Tampoco creo que ninguna película enseñase que, con los sentimientos tan intensificados, cuando todo acaba, el dolor se mezcla con una sensación de alivio que hace sentir culpable. Ningún film favorito perdió el tiempo en hablar de los vacíos que se producen en una pareja. De cómo la puedes querer intensamente, pero perder el deseo sexual por ella. O de cómo quien amas te parezca un perfecto palurdo en ocasiones. De cómo forma parte de tu cuerpo y, en un instante, ves cómo te la cercenan, sin anestesia, y dices: ya encontraré otra pierna, estoy mejor así.
El cine no me contó de la debilidad del amor, de cómo se disipa un día, de cómo tienes que regarlo tú mismo con la convicción de que es para siempre, de que es bueno, de que ha llegado para quedarse, y a la noche siguiente, se acaba y prefieres ser traspasado por una espada a ese final, aunque has deseado ese fin, lo has esperado, porque el amor es también destrucción. Es ir a matarse.
Así, quise matar al cine, elaborando una lista de culpables, donde también incluí más de una canción. "El amor es la corona de oro que hace de un hombre un rey", cantaba Nat King Cole.
Fui rey, dije, y perdí mi reino.


Años después, esa historia todavía me visita como un fantasma. Hablo con ella y cada día le doy una explicación que parezca lógica. Sé que estoy buscándole el final de Hollywood que no tuvo. Qué es el amor sino una sombra y qué es el cine sino una colección de sombras.
"Siempre nos quedará París". Curiosamente una película tan artificial como Casablanca, a la que nunca presté mucha atención, me llegó al corazón más que ninguna cuando penaba por el amor perdido. Entendí por qué gusta tanto. Es una putada que te dejen y recuperarse es imposible, porque cualquiera se obsesiona.
El amor es la pérdida del control, la interrupción inesperada, tal y como es inesperado el final, por mucho que se cante. El cine me lo había dicho muchas veces, pero yo no le presté atención. El amor es una carta de despedida mojada por la lluvia.


El cine no tenía la culpa. Sólo hizo su trabajo: resumir, melodramatizar, acariciar, ser hermoso.
Y el desamor no me lo curó otro hombre ni una borrachera, sino el Romanticismo verdadero. Busqué la libertad.
La encontré en la música clásica, el sublime sonido que expresa lo que nadie puede contar de su alma. En las sinfonías estaban las fibras; en las sonatas, los hilos que necesitaba para coser mi corazón roto.


En la literatura, hallé lo que pensaba que sólo me sucedía a mí. Tu historia es más vieja que el mundo, me susurraron los grandes autores. Tú pusiste más a tu historia de lo que había, añadieron los escritores más listos. Leí, leí, buscando la verdad, la respuesta.
La cultura es quien me devolvió la felicidad, mientras el recuerdo me visitaba y me asustaba, espectral. Nunca se iba, nunca se va. 
El amor es esa idea del pasado que estamos destinados a repetir. La próxima vez, lo haré mejor, pienso, si me dan otra oportunidad.
El tiempo pasa, yo permanezco. Ahora sé que no conocí el amor; sólo un amor. Porque el amor no es el tema central de nuestras vidas, al menos no es el fin. Es un capítulo recurrente, que vuelve con variaciones como una buena sinfonía.
Mi recelo es inevitable y hay películas que ya no me creo como antes, pero los acordes vuelven a sonar y el recuerdo de lo bueno siempre es poderoso. El amor pudo ser un espanto inesperado para este corazón, pero, sí, fue esa corona de oro que me hizo un rey.
Un regalo inefable, una alegría. Yo amé bien, no me arrepiento de nada. No sabía cómo hacerlo, improvisé, di un buen baile. No gané, pero quién gana.


El tiempo pasa, las sombras reaparecen en las paredes. "Algún día, alguien me querrá". Antes que amor, el cine me enseñó esperanza. Recuerdo tantas cosas que hasta me recuerdo a mí mismo.
Y, ahora, no deseo nada más y nada menos que enamorarme otra vez. 

jueves, 12 de diciembre de 2019

Hollywood, Hollywood: Audrey Hepburn


Recuerdo la primera vez que vi a Audrey Hepburn. 
En el televisor se anunciaba la próxima emisión de Desayuno con diamantes y ahí estaba ella, con la guitarra, la toalla anudada al cabello, en el alféizar de la ventana, cantando Moon River.
La voz del locutor decía "Audrey Hepburn" y yo pensaba que era un error. Pero las mujeres de mi familia, emocionadas con la noticia de que iban a poner Desayuno con diamantes, sólo repetían: "¡Audrey Hepburn, la maravillosa Audrey Hepburn!".

- Yo no conozco a ninguna Audrey Hepburn. Sólo conozco a Katharine Hepburn.- me dije.


Sin querer, había pensado la exacta frase que pronunció Hubert de Givenchy cuando le presentaron a la nueva sensación de Hollywood para que la vistiese en su próxima película, Sabrina
Givenchy, como yo, quedó encantado con el descubrimiento de "la otra Hepburn" y el resto es Historia.


También recuerdo a Audrey Hepburn en los telediarios, rodeada de niños negros, caminando por desérticos lugares de África. Los abrazaba y los besaba, y luego decía en rueda de prensa que todo lo que había visto era brutal. 
Audrey no era la única famosa que llegaba al Tercer Mundo a tender una mano al hambre por aquella época, pero su relación con UNICEF no era casual ni oportunista. Estaba impresa en su propia vida; ella creció en la Bélgica ocupada por los nazis y, a punto de morir de inanición, vio cómo una lata de leche condensada caía del cielo. Llegó la liberación. Ella se agarró a aquella lata como quien se aferra a una vida que sólo acaba de comenzar. Leyó inscritas las siglas UNICEF y nunca lo olvidó. 
En cuestión de diez años, a lo que se abrazaría Audrey Hepburn era al Oscar de Hollywood.
La vida de las estrellas ha sido siempre su mejor película.


Lo aprendí en un documental que vi sobre ella y fue ahí cuando comenzó mi amor por Audrey Hepburn. Justo cuando se murió.
Ese documental, emitido en televisión tras su fallecimiento en 1993, hacía un benévolo recorrido por su carrera y su vida personal, siempre con la elegancia debida a esta señorita de aplaudida finura.
Se recogía la habitual prosa con la que glosamos a los actores de Hollywood: cómo se consagraron, cómo lucharon, cómo vivieron y, sobre todo, cómo murieron. 


Viendo sus películas, redescubriéndola, fue cuando la conocería. Resucitada por las pantallas, la estrella estaba más viva que nunca.
¿Quién era Audrey Hepburn? O mejor dicho, ¿quién es?
Además de una gran persona y una actriz encantadora, fue también un ideal de mujer y es lo que la posmodernidad prefiere recordar de ella, de manera un tanto injusta.
Porque Audrey sigue siendo imagen. 
El sueño de Coco Chanel, o la mujer que, una vez vestida, considera que lleva un accesorio de más y se lo quita antes de salir de casa, Audrey Hepburn es un sinónimo de exquisitez que se ha impuesto sobre cualquier otra consideración. 
Su glamour se basa en la suprema estilización, al que ayudó su espigado, más bien andrógino físico. Audrey era bella, aunque escasamente sexual.
Siempre acudo a la perfecta definición de Jeffrey Eugenides: "Audrey Hepburn, la actriz de Hollywood a la que todas las mujeres quieren parecerse y en la que los hombres nunca piensan".


Audrey en camisetas, bolsos y mecheros quizá perjudique la leyenda de una señora que, además de vestirse bien, sabía emocionar con sus películas, la mayoría variantes de Cenicienta que todavía funcionan.
No fue la única actriz de los años cincuenta con el perfil de un cisne, pero sí la más exitosa, quizá porque tenía esa cara adorable, ese ángel, que le permitió conectar con el público desde el primer minuto.
Ese primer minuto se llamó Vacaciones en Roma. "Sabía que esa chica me iba a robar la película", dijo Gregory Peck. Y ella, en su debut como protagonista, se llevó la película, el Oscar y la trayectoria.


Hilando triunfos casi de manera ininterrumpida, Audrey llegó a ser imposición y basta nombrar que su presencia en Desayuno con diamantes y My fair lady no era del gusto de sus creadores. Truman Capote había escrito su novela con la saga de Marilyn Monroe en mente y Julie Andrews había inmortalizado a Eliza Doolittle en Broadway, pero hoy cuesta concebir esas dos películas sin Audrey; además de salirse con la suya con esa mirada tierna, de gacela que busca la confianza del más pérfido cazador, todo en ella ha sido icónico.
Vestida por los más granados diseñadores, amada por astros de Hollywood o por jóvenes actores en pantalla, los ojos del mundo estaban en los ojos de Audrey.
Siempre fue una cosa especial. No era como las demás, eso está claro. Pero, en estrellas tan enormes, queda la incógnita. ¿Era realmente buena actriz o sólo una favorecida por los focos, los buenos vestidos y los tiernísimos papeles de niña pobre que termina como dama fastuosa?
La prueba del algodón aparece en una obra tan inusual como Dos en la carretera, la desintegración de un matrimonio contada a través de sus viajes en carretera, y también, sin maquillaje, sin vestidos y sin joyas, se ve algo grande en Audrey al final de Robin y Marian.



Cuando aparecía en esa crepuscular Robin y Marian, allá a mediados de los setenta, Audrey llevaba tiempo apartada del cine norteamericano.
Su desinterés por las películas vino mediada por el final de su matrimonio con Mel Ferrer, que siempre envidió su éxito y le dio mala vida. Tal vez Mel era consciente de la verdad: ella era demasiado buena para él.
Pero fue su segundo matrimonio con el psiquiatra Andrea Dotti la estocada definitiva para Audrey y su carrera. Él tuvo la brillante idea de retirarla del cine y convertirla en una especie de ama de casa italiana, mientras se sucedían los menosprecios y las infidelidades. Ella esperó paciente a la mayoría de edad del hijo que tenían en común y fue cuando pidió el divorcio.
Hasta señoritas tan listas y despiertas caen en las trampas mortales del machismo.
Pasó sus últimos años junto al guapo Robert Wolders.
Fue quien la acompañaría en la enfermedad y lloraría su muerte. En aquel documental que yo vi en 1993, es Wolders quien relata conmovido sus últimos días y quien nos da la esperanza de que Audrey alcanzó la sentimental felicidad que siempre lograban los personajes que inmortalizó.


En su última aparición en el cine, Audrey había interpretado a un ángel de la guarda, la misma opinión que guardaba el cine y el mundo sobre ella.
Mordiendo con apetito su desayuno frente a los escaparates de Tiffany's o rodeada de somalíes desnutridos, Audrey Hepburn, ultrasofisticada o con la cara lavada, fue un toque de magia. Esa irrupción de que lo imposible es posible, de que, en un mundo de aristas, entra una caricia con la forma de una mujer que parece un cisne.
En ese mundo en el que hoy corremos, lleno de formas cortantes, de fugaces modas, de posturas cínicas, de facturas que se arrugan y se tiran en la primera papelera, entre las bocinas de los vehículos y los sonidos de los teléfonos móviles, aparece, como una contradicción, la faz de Audrey Hepburn en vallas publicitarias y accesorios; inmutable, excepcional Audrey, mirando como un tótem un universo que sueña con parecerse a ella, pero ha olvidado cómo.

sábado, 7 de diciembre de 2019

El Trotalibrerías: Como una novela rusa


Esta historia empieza lejos de Rusia.
Yo, el Trotalibrerías, me encuentro en plena jungla de la isla de Borneo y estoy destinado a encontrarme con Darya Munro, una mujer, una rusa, un personaje.
Darya aparece en un relato corto del escritor británico Somerset Maugham, titulado Neil MacAdam; como todos los seres femeninos de Maugham, ella representa el peligro, la noticia ominosa, la muerte, pero también la sofocante ansia de libertad en un mundo regido por instituciones y maneras sociales.
Corriendo por la tórrida selva de Borneo, veo a Darya Munro. Yo, el Trotalibrerías, que he leído suficiente, sé que ese personaje, esa mujer, no saldrá viva.
Cuando nos cruzamos, Darya se detiene en seco y me dice:

- ¡Por fin! Te estaba buscando.

Me confunde con su marido, con su amante o con Alyosha, el más pequeño y bondadoso de Los hermanos Karamazov.

- ¿Has leído las novelas que te presté? - pregunta Darya.


Darya Munro es una rusa que piensa que la literatura de su país es la única del mundo y nombra a Ana Karenina, Padres e hijos y Los hermanos Karamazov como las mejores obras de la literatura universal.

- Sí - contesto a su pregunta  - Sólo me falta Ana Karenina. La leeré esta Navidad.

- Irónico - dice y hace un gesto de tristeza.
Está sudando, sin aliento. Ha corrido mucho por la selva, como si escapase de alguien, como si quisiera encontrarme a mí. Darya está a punto de llorar.

- Eres Alyosha - me dice.

Mi extrañeza no la perturba.

- Josito, ha muerto.

- ¿Quién?

- Tu amigo.

- ¿Qué amigo?

- Te lo dije - dice Darya - No sería una película de Hollywood. La vida, tu vida, es como una novela rusa.

Ella desaparece, pierdo el sentido. Ya no estoy en Borneo. Estoy leyendo. ¿Quién ha muerto? ¿Mi amigo? ¿Qué amigo?


Yo, el Trotalibrerías, despierto en un lugar diferente y me acuerdo de un pasaje de un libro que, por milagro de la literatura, me habló directamente. Ese milagro: el texto sin color cobra vida por su locuacidad y es como si nos mirara, nos hiciera una pregunta, nos pusiera en evidencia.
El escritor José Donoso, contado en la biografía de su hija, se dirigía a mí, con la ceja levantada e inquiría:

- ¿Acaso, caballero, no ha leído usted a Dostoievski?


Dostoievski, señor Donoso, era un nombre que me sonaba a tostón. A venerable tostón, eso sí.
Veía esos hermosos vólumenes de Alba Editorial de este y otros escritores de la vieja Rusia y me decía: "Algún día tendré el tiempo y los cojones para leerme algo así".
Algún día, algún día, nos pasamos la existencia aplazando. Algún día leeré Los demonios, algún día escribiré las palabras "Capítulo Primero", algún día le diré a él que vayamos al cine.
Pero, como no hay fuerza más poderosa para mí que sentirme desafiado por un viejo, las palabras de Donoso, como el fantasma del padre de Hamlet, surtieron su efecto y me dije: "Los dos cojones ya están aquí".


Leí Crimen y castigo y, no, aquello no era un tostón. Era algo que difícilmente puede dejar indiferente a cualquier persona con cerebro. Cerebral era, sí. Siempre en las sienes, violenta, febril y verdadera. Verdadera en un mundo de falsos.
Pronto descubrí que yo no era tanto Raskolnikov como el Príncipe Idiota.
¿Ha descubierto usted, querido lector, alguna experiencia parecida a alguien que se anticipe a lo que piensa? Que cuente lo que usted vive a diario, lo ni siquiera se ha atrevido a discurrir, menos a decir.
El Idiota es la historia de un hombre rodeado de necios que no paran de hablar y de increparse, que dicen una cosa para tapar lo que realmente piensan, que viven tan atrapados en la falsedad y la miseria moral que la bondad, la sensibilidad y la tolerancia son vistas como una idiotez.
Yo me vi como el Idiota, a doscientas páginas de volverme loco.


Mi obsesión por la literatura rusa tomó carta de naturaleza. No voy a hacer un análisis pormenorizado, porque no me considero un experto ni deseo aburrir a las moscas.
Pero allí llegaron Tolstoi, Gogol, Pushkin, Chejov, Turguenev, con sus historias de llorar y con las claves que necesitaba para aspirar a descifrar un país y una cultura.
Una vez escribí que no sabía nada de Rusia, como aquella pobre candidata a Miss España. Nadie sabe nada de Rusia, en realidad. Acostumbrados a esos gélidos villanos de las películas de James Bond, irrumpen los volcánicos héroes de su literatura decimonónica; su virulencia, su romanticismo, su pasión por la vida y su furia ante la tragedia comprometen esa visión de que Rusia es un país de fríos porque hace mucho frío.
Leer esas novelas, fotografías de una sociedad disfuncional y atrasada, es como ver pasar a alguien con una bandeja demasiado cargada, porque conocemos el final de esa Rusia; Dostoievski hasta lo predice a la perfección en Los demonios. Fuego, violencia, oportunismo, expolio y revolución.


Bandeja demasiado cargada es también la que vemos todos los días en esta sociedad. Quizá la novela rusa no sólo predice a su país, sino a todos los demás. Darya Munro, en la selva de Borneo, tenía la verdad. La literatura rusa es la mejor del mundo.
Es el vestido de mi madurez. Soy mayor para conformarme con el optimismo de las películas más doradas de Hollywood, pero no lo suficiente como para aceptar su contemporáneo neocinismo, ese vulgar pesimismo, que no conoce el color.
Las novelas rusas son realistas, acaban mal, pero sus personajes jamás renuncian a la belleza de sus sentimientos, a su corazón. Siempre lo llevan por delante y les acompaña en su tragedia. A Tarás Bulba y a sus hijos. A los amantes de Nido de nobles. A Eugenio Oneguin. O a Dubrovsky, el héroe enmascarado del relato inacabado de Pushkin.
"Piense alguna vez en Dubrovsky. Sepa que nació para otra vida, que su corazón supo amarla, que nunca..."


En la novela rusa, todo se pierde, porque ganar nunca estuvo en el juego. Pero el espíritu humano pervive, tan patético como glorioso.
La literatura rusa como recurrente, como un concepto en sí misma, aparece en el relato Neil MacAdam de Somerset Maugham, con el que da comienzo este post.
Darya Munro llama Alyosha al protagonista y le entrega tres novelones para que se los lea. Yo sentí como si Darya me los prestase a mí.
Ya había leído Los hermanos Karamazov, pero aún no Ana Karenina ni Padres e hijos.
A riesgo de ver la ceja levantada del fantasma de José Donoso, leí hace unos meses Padres e hijos. Qué hermosa historia, pensaba, mientras la leía. Un conflicto intergeneracional, una vuelta a casa, un amor en ciernes, ese dibujo perfecto de personajes, situaciones y ambientes; todos los ingredientes habituales de una buena rusada.


Y luego llegó el final. Ese final. Jamás he llorado tanto con una novela en la mano. El otro día me preguntaron por mi libro favorito y, sin pensar, dije Padres e hijos.
Me acordé de Darya Munro, corriendo a través de la selva de Samoa.

- La vida es como una novela rusa.

Quedan muchas novelas rusas por descubrir en mi librería. Y, cuando tenga los suficientes ahorros y un poco de tiempo, viajaré a Rusia. A San Petersburgo.

- ¿Qué sabes de Rusia?

- Nada, pero quiero saberlo todo.

- ¿Por qué?

- Porque él ha muerto.

- ¿Quién?

- Mi amigo.

Y Darya Munro vuelve a aparecer, exhausta, ante mis ojos, para darme la fatídica noticia.

- Tu amigo de Facebook. Te gustaba, tú le gustabas a él. No pienses lo contrario. Pero era incapaz de acercarse a ti. Era incapaz de acercarse a nadie. La enfermedad mental es una cosa terrible... Pero lo deseaba. Deseaba estar cerca de ti. Ser tu novio. Deseaba ser como tú. Tener tu sentido del humor, escribir de cine como lo haces tú.

- Le gustaban las mismas películas que a mí. Las mismas opiniones. Era tan raro encontrar a alguien así.

- Te tenía envidia, te tenía rabia. Pero te quería, te necesitaba. - dice Darya Munro, mientras comienza la lluvia en Borneo. 

- Algún día lo invitaré al cine, pensaba en ocasiones. Algún día, algún día.

Tomo a Darya suavemente del brazo y nos refugiamos en una cabaña. El aguacero inunda la selva.

- Tienes que leer Ana Karenina.

- Su última foto de Instagram es una estación de tren.

- Siempre dijo que lo haría.

- Lo echaré tanto de menos.

- No lo conocías. No es tu culpa. Le hacías reír. Vive con ese consuelo.

- Quiero a todo el mundo y deseo que viva eternamente, ese es mi problema, querida Darya.

- Tú eres Alyosha.


Miro a Darya Munro y entiendo que lo que contamos no es ficción. Ha sucedido de verdad. Un amigo mío se ha suicidado en Londres, en completa soledad. Su familia ha tardado tres semanas en descubrir lo que ha hecho, tal era su grado de aislamiento.
Mi vida es como una novela rusa. Soy un príncipe idiota, contemplando todos los días una administración ineficiente, llena de funcionarios chupatintas, damas insensibles, poderosos que se arrogan el privilegio del hostigamiento y demás cimientos para una violenta revolución que nos mandará a todos al carajo. Y, de repente, entra una historia de amor que nunca fue ni será. 
Algún día lo invitaré al cine, algún día, algún día. 
Vivo acostumbrado a tener el corazón roto, por eso me gustan tanto las novelas rusas. Estoy a doscientas páginas de volverme loco. 


Darya Munro está a punto de desaparecer de nuevo y me apresuro a darle un mensaje, porque sé a dónde se dirige.

- Si lo ves, dile que piense alguna vez en mí, que sepa que nació para otra vida, que mi corazón supo amarlo, que nunca...


Este post está dedicado a la memoria de Saúl. Siempre dijiste que lo harías, sí, pero te echaré tanto de menos...

lunes, 2 de diciembre de 2019

Maromialmente hablando: Al Parker


Dispuestos a conceder que el porno gay es un género cinematográfico como cualquier otro - o, al menos, lo fue alguna vez -, hablemos hoy del Lillian Gish del folleteo homosexual filmado. Porque, cuando se escribe sobre Al Parker, es inescapable usar dos palabras: pionero y legendario.
Como las estrellas que iluminan el audiovisual desde el día uno, Al Parker es ese inesperado milagro; alguien que tiene el talento para hacer su trabajo como nadie y una belleza física incontestable. Porque, como en el cine convencional, hay muchos actores en el porno gay, pero los excepcionales son precisamente la excepción.
Si no estamos dispuestos a conceder al porno gay más de lo que es - montón de imágenes contundentes para provocar el orgasmo del que lo consume, que apagará el televisor justo cuando termine -, digamos, al menos, que Al Parker fue pantalla de una época tan gloriosa y trágica para el movimiento gay que, como una Escarlata O'Hara de la libertad sexual, este guapo entre guapos se hizo también un símbolo de su tiempo.


En una camioneta, camino al concierto de Woodstock, el joven Al Parker tendría lo que consideró su primera experiencia sexual satisfactoria. Fue con un hombre, claro, y muchas de las escenas que interpretaría  después en sus películas reproducían ese momento: al fresco, en algún coche especialmente macho, con toda espontaneidad. Tiempo después, se le descubría para la causa erótica cuando servía copas en la mansión de Playboy.
En la década de los setenta, cuando el porno, levantadas las prohibiciones, floreció de tal forma que se puso de moda y sus estrenos se vivían con la misma - y, a veces, superior - expectación que la producción más granada de Hollywood, Al Parker se hizo cara reconocible en los pequeños cines donde se exhibía porno homosexual.
La oscuridad permitía que los asistentes replicasen lo que estaba ocurriendo en pantalla, salvadas las distancias que separan la realidad y la fantasía.


Al Parker, como otros astros porno de los años setenta, como las ilustraciones de Tom de Finlandia, significó nada menos que la revolución, porque contó a los homosexuales que no había nada grotesco o degradante en lo que deseaban. 
De hecho, satisfacer esos deseos podía ser lo más masculino y excitante del mundo.
Barbas, grandes pollas, pantalones vaqueros, escenarios rústicos, baños, camiones, fuerza física; todos los gays quisieron parecerse a Al Parker, prueba de que no hay ninguna señal externa para quererse follarse a otro hombre más que la cara de ganas y el bulto en los pantalones.
Cumplía también nuestra fantasía recurrente de que cualquier hombre está dispuesto a acostarse con otro.


Decíamos que Al Parker, además de estar tan bueno, era un maestro de su oficio. Probablemente, no le estaría dedicando un post sino hubiese sido el responsable directo de los orgasmos más inmediatos que me ha concedido el porno gay. Y valga el dato: yo ya no me corro con cualquier cosa.
Follando es bueno, pero felando, Al Parker es un milagro, un do de pecho, una plusmarca. Toda la sensualidad, toda la voracidad, toda la veneración posible al falo. 
Hay pocos que la hayan chupado delante de una cámara como Al Parker. Sólo de pensarlo se me ve a mí esa señal externa.


Sus películas más conocidas, rodadas durante los años setenta y ochenta, son además muy divertidas. Algunas recogen el mundo del disco y el cruising de entonces, sin barreras, con toda la alegría que trae la desinhibición tras la represión. 
Otras, como pioneras, tan dadas al ensayo/error, son delirantes, experimentales, un tanto raras para un género al que no concurren espectadores pacientes. 
En la surreal Inches, hasta se cuenta un polvo entre una pareja que se ha hartado de sí misma. Lo curioso es que la pareja de Al Parker en esa escena lo era también en la vida real: el igualmente guapísimo Steve Taylor. 
Nadie se sorprenderá que fueran una pareja abierta y, a pesar de ello, o por ello, permanecieron juntos hasta el final.


Lo que Al Parker interpretaba, cuenta la leyenda, era sólo una extensión de su loca vida fuera de los rodajes. Puede decirse que sus películas, que pronto produjo y dirigió, son personales; contaban tanto lo que el muy golfo hacía en sus correrías como lo que soñaba realizar con el que le cambia la rueda del coche, el autoestopista o el atleta olímpico.


Como toda alegría conoce su tristeza y toda época dorada encuentra un final injusto, llegaron los análisis y las malas noticias. Su pareja, Steve Taylor, murió poco después de ser diagnosticado como seropositivo. 
El ontos homosexual emprendía "ese largo desfile al cementerio", parafraseando a Tennessee Williams.
Al Parker, también diagnosticado, consagró su porno a ofrecer a otra imagen positiva: la necesidad de la protección en el sexo. 
La primera película de esa nueva era es un testimonio del desconocimiento y la paranoia de aquellos mediados años ochenta. En ella, los actores usan látex hasta para comerse el culo y no hay una sola penetración.


Su productora, Surge, abrió el camino para que el porno, además de brindar placer, enseñara. ¿No es eso lo que siempre ha hecho, para bien o para mal? 
Así, hasta hace bien poco, el noventa por ciento de la pornografía homosexual usaba condón. La sana tendencia se ha roto en el último lustro, ante un público tan exigente como olvidadizo y también gracias al surgimiento de la profilaxis pre-exposición.
Pero, en los tiempos de Al Parker no vestir la polla era sinónimo de enfermedad y probable muerte, así que él, que la tenía tan larga y bonita, se la cubrió de látex y enseñó la lección a los que vivían con la urgencia de desvestirse de tantos y tantos lutos.


En 1990. Al moría por complicaciones del SIDA a la edad de 40 años. Tributos y biografías no han faltado. 
Muchos habían aprendido con él lo que se hace cuando se desabrocha un pantalón vaquero. Y repetimos la idea: con hombres como Al Parker, se supo que lo que hacíamos no estaba mal, sino que era natural, necesario, impredecible. Podía estar jodidamente bien.


Sus cintas, emblema de una brillante edad de la pornografía largo tiempo acabada, todavía animan al más acoquinado. Para el que quiera descubrirlo, le recomendaría su film de fuga carcelaria Wanted y las dos escenas que abren y cierran Games
Esa barba del bello Al regada de líquido seminal en el último título es una imagen que enseñaría ahora mismo al que se atreviera a preguntarme si estoy seguro de ser homosexual.
Esto es lo que me gusta, caballero, no hay vuelta de hoja ni jamás la hubo.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Crónicas de Cinefilia: La afectación


Esta es una historia de afectación. O de amaneramiento. Es la historia amanerada de una afectación. 
Y también es la historia de una mujer. La mujer que vive en mí, ignorada, sufrida, escondida, como tantas otras mujeres.
Es una crónica de cinefilia, resonada en la frase que se escribió en la primera crónica de cinefilia: "El cine viejo era mariquita, como yo".
Esta historia comenzó hace muchos años. Es increíble que empezara hace tantos. Descubrí el principio esta misma semana.
Navegaba por el Archivo de Radio Televisión Española y la nostalgia me llevaba a los programas de infancia. 
¿De qué programas estoy hablando? En realidad, sólo al "Un, dos, tres". 
Los primeros recuerdos que tengo, del mismo despertar a la conciencia, son las sonrisas y piernas de las azafatas. Lydia Bosch, Silvia Marsó, Kim Manning. 
Yo amaba el "Un, dos, tres". Su presentadora más duradera y añorada, Mayra Gómez Kemp, es como una segunda madre; esa risa contagiosa, esa voz acariciante, como un arrullo de quien te dice que no hay nada peligroso en la vida, que afuera nunca hace frío, que todo va a salir forzosamente bien.
También amaba a las azafatas y recortaba las fotos de las revistas en las que aparecían. 


Revisando el "Un, dos, tres", un concurso tan sencillo e ingenuo que hoy sería imposible, me he dado cuenta de que nace la historia de mi afectación en esa Mayra, en esas azafatas. Lo que me atraía de ellas es su rebuscada femeneidad. Potenciada por el programa para aumentar la sensación de confort, las azafatas se mueven como palomitas, traen la bandeja de las respuestas y dan buena suerte a los concursantes con dulzura.
Bailan, cantan, recrean musicales con mayor o menor fortuna, su indumentaria es colorista, sus peinados, desorbitantes y, al final, aparecen en diversas posturas, arracimadas sobre la carrocería del coche, el gran premio del concurso. Son tan dulces y delicadas, tan afectadas, tan amaneradas. No son mujeres, son ideas de mujeres.
Con escasos años de edad, yo amaba a las azafatas, pero no para encamarlas cuando tuviera edad suficiente.
Cuando miraba el coche familiar, soñaba en subirme a la capota y tenderme allí como cualquiera de ellas. Libre, bella, afectada, fuera de la realidad y la lógica.
Desde entonces, la mujer que vive en mí luchaba por articularse. El camino era oscuro y sombrío. 

- No pongas las manos así... Pareces una mariposa... Los niños no hacen eso... Eres mariquita.

Frases, frases, letanías, cuchillos de entonces. Este país era horriblemente homófobo hasta el otro día. Un hombre afeminado era despreciable, digno de asco y mofa. 
Pero la mujer que vive en mí, esa que supuestamente es débil y llorona, siempre estuvo allí. Nunca se marchó y, a veces, salía al exterior, para mi infortunio, para mi descanso. 
Siempre estuvo allí cuando yo era sencillo e ingenuo como un concurso viejo.
Años después del "Un, dos, tres", el impacto que produjo en mí la irrupción de la diva brasileña Xuxa años llega como un nuevo episodio de esta historia.
En el colegio, en casa, en todos lados. No podía evitarlo. Y los comentarios, las burlas, los juicios, los "no hagas eso".
Todavía hoy me da pudor siquiera pensar en mi yo niño imitando a Xuxa. Es como asomarse a un precipicio. Perdonen, no puedo escribir más al respecto, quizá aún no ha llegado el momento.


Pero lo hacía. Imitaba a Xuxa.
La rebeldía era más fuerte que la conveniencia en aquella prepubertad. Dicen que todo se aprende en esta vida, pero cuando concibo ese impulso irrefrenable de ser una diva desde tan niño empiezo a creer que todos y cada uno seguimos una llamada particular, ajena a la educación que nos han dado- A veces, sólo las imágenes de las pantallas pueden ser nuestros interlocutores válidos.
Son ellas las que me daban alivio. Porque las televisiones y las películas son excesivas, amaneradas, rebuscadas. Son, sin pretenderlo, mariquitas.
La rebeldía no ganó la partida. Con la adolescencia, ganó la opinión ajena y yo, estrangulado en mi interior, me apagué como una vela.
La mujer que vivía en mí era mi tortura y la machacaba a diario, pretendiendo, soñando, que había muerto.
Cuando alguien me gritaba "maricón", sabía que seguía viva y quería taparle la boca, susurrarle que me estaba arruinando la vida, que, por favor, desapareciese.
Pero ella, como Mayra, me susurraba al oído que todo saldría bien.
 Y el cine llegó, y la mujer que vive en mí se encontró en Bette Davis, en Joan Crawford, en Lana Turner. Las divas de ayer, aquellos seres que el paso del tiempo convirtió en enormes maricones, tal era su amaneramiento, exceso y afectación.
Fueron ellas las que hablaban por mí. Mientras yo no era nada más que un hosco adolescente, las imágenes del cine antiguo libraban la batalla que no me atrevía, allí donde vencían la suavidad, la dulzura, el encanto y todo lo que hace dorada la vida.


La mujer que vive en mí permanecía así escondida, pero lloraba menos, entendía que la ocultara ante los demás para luego vestirla con todos los lujos, en mi alma y en mi cinefilia.
Por un proceso de imitación, ella aprendió de las divas. Mi manera de fumar, mi modo de andar, mis sueños de amar. La mujer que hay en mí se hizo mujer así. 
Cuando declaré mi homosexualidad, ella lo celebró. Por fin, mi femineidad sería vindicada, paseada con orgullo. Volvería a bailar por Xuxa y por muchas más. No importa, eres gay. De algún modo extraño, la mayoría de los homosexuales somos femeninos; será la llamada a la que aludía antes, o habrá alguna explicación científica que todavía no me he dignado a buscar.
Pero llegó la decepción y la mujer que hay en mí se entristeció, como quien despide a un ser querido en la estación. 
Los otros homosexuales que conocí no vivían en buena relación con sus mujeres interiores. La homofobia de los demás había hecho un bonito cuadro con todos ellos - también conmigo mismo - y consideraban a un hombre afeminado sólo digno para reírse y montar la fiesta. Hay homosexuales que odian visceralmente el afeminamiento, según eso que se llama la homofobia - o maricofobia - interiorizada, una suerte de odio a sí mismo.
Yo no odiaba a la mujer que vive en mí. Llevaba mucho tiempo con ella. Había sido una azafata del Un, dos, tres; había sido Mayra Gómez Kemp; había sido todas las mujeres de mi familia. Había sido Bette, Lana, Joan. Judy Garland. Las tres protagonistas de El valle de las muñecas. Yo quería quererla.
Pero me advirtieron que la controlara. A nadie gusta un hombre afeminado, dijeron. Temí no ser querido, temí quedarme solo, temí lo que siempre he temido. Y la mujer que hay en mí lloró, de nuevo. 
Entre lágrimas, nunca se dio por vencida. Porque jamás la pude reprimir. Era más fuerte que yo, que todo.


En las borracheras, salía a pasear orgullosa e irrefrenable, como en los mejores tiempos. Delante de mis amigos, ya con veintitantos, la arrancaba de mí con un playback de Rocío Durcal como excusa. "Amor, tranquilo, no te voy a molestar, mi suerte estaba echada, ya lo sé". Era como si la mujer que hay en mí me llamara por teléfono y se disculpara por su regreso inopinado. "Si alguna vez, nos vemos por ahí, invítame a un café y hazme el amor. Y si ya no vuelvo a verte, ojalá que tengas suerte".
La mujer que vive en mí sabía de su tragedia. Pienso que todavía lo sabe. Sabe que me importa la opinión ajena lo suficiente, que jamás le haré toda la justicia que merece. 
Soy tú, ¿no lo entiendes?, me dice.
Entonces, un día, llegó la paz. Fue cuando, por fin, la abracé y la besé. Mi azafata, mi diva, te quiero.
En ese preciso momento, me di cuenta que, en mí, habían vivido siempre un hombre y una mujer, tensos como una cuerda de violín. 
¿Dónde estaba él? El hombre que vive en mí había sido tan ignorado como ella. Lo despreciaba de otra manera. No me fiaba de él. A ella la juzgaba débil, a él, gris. Si ella no era débil, sino más fuerte que la vida misma, ¿qué podía decir de él? ¿Tenía más color que el que le concedía?
Busqué en las pantallas cinéfilas, ese interlocutor válido. Allí también había hombres a los que admirar. 
En el cine clásico vivían divos, cuya dulzura, encanto y dorada alegría los hacía tan cercanos a mi sensibilidad como cualquier actriz. Los hombres no tenían por qué ser machos infectos. Los hombres podían ser buenos y maravillosos.


Entendí que el cine clásico era un lienzo demasiado generoso para diferirlo en sexualidades, para simplificarlo en géneros. Ese cine era el equilibrio que mi interior buscaba desde la infancia. 
Y la historia de afectación termina como las películas de antaño: con un beso apasionado, eso que me concedió paradójicamente la tranquilidad. 
La mujer y el hombre que viven en mí se envolvieron en un abrazo, después de años de discusiones, después de tiempos de padecimiento. 
Se juraron que no se darían miedo, que serían lo mejor de uno y de otro. Que vivirían para hacer el bien y admirar la belleza.


Dejé de temer no ser querido, dejé de temer quedarme solo. No sé si me encontré a mí mismo, o sólo he aprendido a tocar esa tensa cuerda de violín.
"Quiero ser una mujer y un hombre", escribí entonces, sin darme cuenta que ya lo era. ¿Quién no quiere serlo? ¿Quién no lo es?

domingo, 24 de noviembre de 2019

Hollywood, Hollywood: Paul Newman


El día de mi último cumpleaños me concedí el placer de revisar Dulce pájaro de juventud, de Richard Brooks, película que tengo que ver de manera periódica para reconciliarme con la idea de que existe la belleza y el cine, o al menos existieron alguna vez. 
Cuando revisito obras tan queridas, me fijo en sus esquinas, en aquellos lugares en los que nunca he mirado, a pesar de los mil y un visionados.
También me hago preguntas. Cómo se hizo esa película, de dónde nace su milagro y, particularmente, por qué me gusta tanto. Qué me dice, por qué me conmueve siempre hasta las lágrimas. 
Y, esta vez, ante la visión de su actor protagonista, también me pregunté: ¿cuál es el secreto de este tío que está tan bueno?


Paul Newman es más que un tío bueno. O es lo que él se empeñó en demostrar desde el primer día.
El secreto nace de que ese impresionante atractivo físico - un dios griego modelado por Miguel Ángel - se combina con una modestia aún más avasallante. 
Newman enseñó que los guapos también lloran, pueden ser impotentes o violentos, añoran demasiado a su amigo Skipper y siempre resultan tan cercanos como el vecino de al lado. 
Lo que convirtió a Newman en Newman no fueron sus ojos azules, sino esa humildad, esa sinceridad. A diferencia de otros galanes de la pantalla, aquí no llegaba el macho evidente, impuesto con músculos o cejas arqueadas. Paul Newman vivía más en la media sonrisa, un guiño de ojo, un bajar la cabeza ante la tristeza, y su orgullo como actor le hizo ganarse el respeto, además de los suspiros.
Como los verdaderos astros de Hollywood, Paul Newman fue estrella por resistirse a serlo.


Cercanía, belleza, talento.
Cuando yo crecí, Paul Newman era en mi casa tan habitual como la tos o el agua fría. En la televisión, ponían sus películas una y otra vez. La frase "ciclo Paul Newman" era un mantra.
Y ahí estaba, en blanco y negro, en color, de joven o canoso, esculpido en mármol o con una vejez de esas que llaman interesante. Por entonces, todavía estaba vivo y la suya era la leyenda del indomable. En las revistas, lo seguían llamando "el hombre más guapo del mundo".
En los años cincuenta, Newman fue rebelde entre una generación llena de ellos y él mismo sabía que tuvo varias suertes: que James Dean falleciera, que Montgomery Clift fuera desgraciado, que Marlon Brando se revelara imposible y que Steve McQueen tuviera un talento limitado. 
Paul Newman heredó el laurel entre tanto César.
Su laboriosidad y una cadena de películas que dejaban con la boca abierta se sucedieron en las décadas siguientes. La generación colocaba pósters de Hud en sus paredes, porque estaba de moda imitar a los chicos malos. Mientras, los críticos llegaban a un acuerdo: cuando Newman se olvidaba de los tics del Actors Studio, era mejor que nunca.


Cuando todavía era alumno de Strasberg, se le veía mucho en televisión, pero su aparición en un Picnic para Broadway se decía llave y, además, guía de estilo para toda una carrera.
Entre sus papeles para obras de Tennesee Williams y sus correspondientes adaptaciones cinematográficas, se labró pronto una reputación de actor súperserio, que no se conformaba con cualquier cosa. 
Es increíble que su tozudez se mantuviese en la industria norteamericana y, salvo las dos películas de catástrofes en las que intervino, todo lo demás fue salirse con la suya.
Paul Newman no se vendió a mayor capital que la excelencia artística. Por eso, la mayoría de sus películas y su figura - comprometida, progresista, alérgica a las mentiras - mantienen una indiscutible vigencia.


Su segunda esposa, viuda y gran amor, Joanne Woodward, colaboró activamente en la preservación de ese Newman irreprochable.
Fue musa en varias de las - extrañas - películas que dirigió, y también compañera de reparto esporádica. 
Fue una relación que comenzaba cuando eran jóvenes en Hollywood y ella ganaba el Oscar,  treinta años ante que él.
Cuando Paul por fin se alzaba con la estatuilla, se los localizaba en su residencia de Connecticut, viviendo una espléndida relación hasta el último día. 
Su divulgada historia de fidelidad conyugal y felicidad eterna quedaba ensombrecida cuando se escribía en cierta biografía que los Newman ni tanto ni tan mucho. 
A riesgo de las sombras que se puedan deducir de historias tan perfectas, no hay duda de que Paul y Joanne se alegraron de conocerse. Fue un cuento sobre lo que se puede hacer cuando se encuentra a alguien tan inteligente como tú y se halla la manera de siempre volver a su lado. 


Decía la canción que la tristeza no tiene fin, la felicidad sí. Rompe el corazón leer la siguiente frase: Joanne Woodward, actualmente aquejada de Alzheimer, ya no se acuerda de Paul Newman.
Nos acordaremos por ella del marido que siempre le envidiamos, que siempre amamos.
Todo el mundo se enamoró de Paul Newman. Querían ser como él o casarse con él. 


A buen mozo como este, pocas compañeras de reparto pudieron igualar en belleza. Con la gloriosa excepción de Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc, Newman siempre era doscientas veces más guapo. 
Hasta una mujer razonablemente atractiva como su querida Joanne, parecía poca cosa al lado de él. Y no digamos nada de Geraldine Page o Piper Laurie. Otra revolución newmanesca: el objeto de deseo era él. 
En cualquier caso, su mejor pareja cinematográfica no fue una mujer, sino otro hombre, bien lo sabemos.


Con Dos hombres y un destino y El golpe, Paul Newman revitalizaba su carrera con dos exitazos duraderos y, de paso, consagraba a Robert Redford. Éste siempre lo ha tenido claro: "Paul Newman cambió mi vida".
Todavía la audiencia ha respondido con salud al enérgico tándem cuando pasaron el último miércoles por enésima vez El golpe en Televisión Española.
El aval de lo irresistible.


Los perdedores de Paul Newman, con la cúspide en aquel Buscavidas para Robert Rossen, cambiaron la faz del héroe al que se vivía acostumbrado a ver en las pantallas, pero esa cercanía, esa ligereza, ese secreto estilo los hicieron, a la vez, entretenidos. 
Fue este Newman una buena conjunción de rebelde y de suave, de amargo y de dulce. Tenía habilidad para desazonar y, al minuto siguiente, demostrar un maravilloso sentido del humor.


Soy de la firme opinión que los artistas deben ser más artistas que modelos de comportamiento, pero valga hoy una concesión a la celebración del que fue bueno aparte de estarlo.
"Sé como Paul Newman", debiera inscribirse en los más altos obeliscos del planeta.