sábado, 28 de diciembre de 2019

Crónicas de Cinefilia: El amor y las películas




La gente no se enamoraría nunca si no hubiera oído hablar del amor.

François de la Rouchefoucauld

I can't forget how two hearts met breathlessly
Your arms opened wide and closed me inside
You took my lips, you took my love so tenderly

"Tenderly", jazz standard

Recuerdo tantas cosas que hasta recuerdo mi despertar a la conciencia. La calle, las persianas de un edificio que aún sigue en pie, el sol de la tres de la tarde. Yo iba sentado en un carrito, con tres años. Sí, recuerdo tantas cosas que, por un milagro, no recuerdo mi nacimiento.
Recuerdo mi primer beso, que no me lo dieron a mí, sino a una actriz en la televisión. Emitían una película en blanco y negro y recuerdo cómo me ruboricé. 
Estoy seguro de que esa película era Deseo. La besada, Marlene Dietrich y el besador, Gary Cooper.


El despertar a la conciencia fue el despertar al beso, ese signo del afecto, el previo al sexo, la muestra del amor. Un pacto sellado. Si nos besamos, no hay vuelta atrás. En aquel momento, el cine me besó.
Como le sucedió al mundo, el amor se hizo una obsesión para mí. Como en las películas, se convirtió en el tema recurrente. Toda la vida por el camino de Swann, en pos del amor, sea del signo que sea, viva o muera, nos haga afortunados o desgraciados. 
Las imágenes y las palabras que se repetían a mi alrededor me lo susurraron desde niño hasta mayor: "sin amor, sólo estás viviendo una imitación de la vida".
Años más tarde, ya adolescente, ya enfermo de películas, a punto de dormir, oía a Frank Sinatra cantar Tenderly.

No puedo olvidar cómo dos corazones se encontraron, sin aliento
Tus brazos se abrieron y me cerraron entre ellos
Tomaste mis labios, tomaste mi amor tan tiernamente...

La canción, de una dulzura casi imposible, acompañó los momentos previos a mi descanso y, bajo la tenue luz de una lamparita, observé la sombra de mi cuerpo reflejada en la pared.
Me acaricié el pecho y suspiré. No tenía el físico de los actores de la pantalla. "Pero algún día alguien me querrá", pensé. Quizá no aquí, en esta isla, quizá en otro lugar, más lejos, más lejos.
Como los héroes y heroínas de la pantalla, la huida era el signo de lo romántico y la acción, el labrado del melodrama.
La luz se apagó y la sombra desapareció. Qué era entonces el amor sino una sombra, qué es el cine sino una colección de sombras.
Desvanecido entre el humo, el cine me enseñó que el amor es la trascendencia, lo que viene a aliviar nuestras mediocres andaduras, lo que dejaremos como testamento. Es nuestro legado. Es la manera de que la vida se convierta en una película.

- El amor no es como en el cine - me dijeron, y yo asentí para no llevar la contraria.

- Encontrarás al hombre que esperas, pero probablemente él no se enamorará de ti - añadió otro, más bestia, más cínico, con amargura.

Yo huí de esas palabras, como huí de la isla, mientras el cine que amaba seguía insistiendo en su beso final, en su concepción del sentimiento como un todo sanador, como un vigorizante, como el rescate.
Pero el cine se equivocaba en algo. Más bien se confundía. Porque se declaraba romántico, pero había tomado el Romanticismo y lo había reducido, en una operación similar a lo que había hecho la novela rosa.


En la misma raíz, estaba la confusión. El Romanticismo, como movimiento, no tenía la expresión del amor como su tema principal; el motivo central era la búsqueda de la libertad. 
Y tanto Hollywood como las novelitas de amoríos confundían romanticismo con una apología del emparejamiento. Un emparejamiento conyugal, eterno, monógamo y absolutamente satisfactorio en todos los ámbitos. El beso final sellaba el fin como el sacerdote sella el matrimonio. El cine se hacía un aliado de la paz institucional y proporcionaba una sensación de estabilidad y equilibrio a un público sediento
Las películas decían - y todavía lo hacen - que encontrar el amor era encontrar al único, al indicado, al preciso; ese que tiene todo lo que necesito y demando. Irrisoria pretensión, pero tan difundida, que hoy el mundo vive triste porque no encuentra esa horma de su zapato y se queda soltero, pensando que el problema es suyo.


Pero yo huí a la búsqueda del amor total, porque vivía obsesionado con el primer beso. Años pasaron, también los hombres. La otra obsesión, el otro tema central. Los tiempos eran confesadamente sentimentales, pero también sexuales. Era más osado dar un beso con significado que enzarzarse con dos penes a la vez, aprendí pronto.
En las dos cuestiones, entran todas las psicologías posibles, las represiones y las liberalizaciones. Dónde empiezo yo y hasta dónde llegan los otros. Emparejamiento, apareamiento, ¿qué buscamos en otro cuerpo, en otra boca, con lo físico, con lo besable, con lo felable? ¿Qué buscaba yo? Ser deseado como Marlene Dietrich, ser querido como prometí a mi propia sombra en nombre de Frank Sinatra.
Las películas, las canciones glosaban al amor, pero la mayoría lo usaban como un subterfugio heredado de épocas de censura: están hablando de conocimiento carnal, de ganas de sexo. 
Ese beso de Gary Cooper a Marlene en Deseo no era un beso de amor. Por eso me puso colorado cuando era niño. Por eso el mundo se volvió loco por Hollywood. Además de sentimental, era erótico. Y de esa manera reprimida que llamamos elegancia.


Qué es el amor sino una sombra y qué es el cine sino una colección de sombras. En la penumbra, miré la mía.
Y hace algunos años, también en otra penumbra, miraba su cara, acariciaba su mejilla, atisbaba en sus ojos que me correspondía. Besaba sus labios con suavidad, como si depositara un regalo a la vida, una muestra de mi talento.
Sí, yo encontré el amor. Es el capítulo perdido que nunca se publicó en El diario íntimo de Josito Montez
Allí estaba. Era de verdad. Oía toda la fanfarria. Era un emparejamiento ideal. Un desafío a todos los escépticos. Me jactaba de haberlo hallado. Daba gracias al cine por habérmelo anunciado y prometido.
Yo conocí un amor como el de las películas y lo viví como tal.

Pero cuando ya creía tenerlo en las manos, se desvaneció como la sombra, chinesca, burlona, desaparecida, como cuando el efecto de la droga se termina. El desamor, también contado por Hollywood, hizo acto de aparición.
Sacudido por un dolor que no conocía, incapaz de encontrar alivio en nada ni satisfacción en mayor cosa, escribí un diario de cine en pleno luto por el amor terminado.
Estaba humillado, dolido, como si me hubieran cortado un pie con toda mi acquiescencia. El diario de cine sólo recogía las películas que veía cada día. La fecha y el título. Nada más. Un inútil, inexpresivo compendio de nombres escrito por alguien que se ha quedado sin palabras para contar lo que le sucede.
Aquel diario hoy parece una lista de culpables. El cine me miró como si se riera de mí. "Sin amor, sólo estás viviendo una imitación de la vida", decía el cabrón. Y yo lo señalé como el culpable de aquella mierda que estaba padeciendo, eso que había venido a quitarme la alegría, la esperanza, la vida, la libertad. Puto amor, puto desamor. Tú, cine estúpido, cine sentimental. Y disparé, disparé, disparé a la pantalla.
Te odio, cine, nuestra historia de amor ha terminado.
Mi cinefilia vivía en peligro con aquella declaración de odio. Las películas me inspiraban una auténtica desconfianza una vez que había experimentado aquello que siempre me vendieron como la panacea. 
Había algo importante que faltaba en ellas: lo pernicioso, lo contradictorio del amor.
Fui un caballero andante cuando amaba, pero también evidencié mis defectos, mis cosas menos bonitas; afloraron o se desarrollaron, no lo tengo claro.
Tampoco creo que ninguna película enseñase que, con los sentimientos tan intensificados, cuando todo acaba, el dolor se mezcla con una sensación de alivio que hace sentir culpable. Ningún film favorito perdió el tiempo en hablar de los vacíos que se producen en una pareja. De cómo la puedes querer intensamente, pero perder el deseo sexual por ella. O de cómo quien amas te parezca un perfecto palurdo en ocasiones. De cómo forma parte de tu cuerpo y, en un instante, ves cómo te la cercenan, sin anestesia, y dices: ya encontraré otra pierna, estoy mejor así.
El cine no me contó de la debilidad del amor, de cómo se disipa un día, de cómo tienes que regarlo tú mismo con la convicción de que es para siempre, de que es bueno, de que ha llegado para quedarse, y a la noche siguiente, se acaba y prefieres ser traspasado por una espada a ese final, aunque has deseado ese fin, lo has esperado, porque el amor es también destrucción. Es ir a matarse.
Así, quise matar al cine, elaborando una lista de culpables, donde también incluí más de una canción. "El amor es la corona de oro que hace de un hombre un rey", cantaba Nat King Cole.
Fui rey, dije, y perdí mi reino.


Años después, esa historia todavía me visita como un fantasma. Hablo con ella y cada día le doy una explicación que parezca lógica. Sé que estoy buscándole el final de Hollywood que no tuvo. Qué es el amor sino una sombra y qué es el cine sino una colección de sombras.
"Siempre nos quedará París". Curiosamente una película tan artificial como Casablanca, a la que nunca presté mucha atención, me llegó al corazón más que ninguna cuando penaba por el amor perdido. Entendí por qué gusta tanto. Es una putada que te dejen y recuperarse es imposible, porque cualquiera se obsesiona.
El amor es la pérdida del control, la interrupción inesperada, tal y como es inesperado el final, por mucho que se cante. El cine me lo había dicho muchas veces, pero yo no le presté atención. El amor es una carta de despedida mojada por la lluvia.


El cine no tenía la culpa. Sólo hizo su trabajo: resumir, melodramatizar, acariciar, ser hermoso.
Y el desamor no me lo curó otro hombre ni una borrachera, sino el Romanticismo verdadero. Busqué la libertad.
La encontré en la música clásica, el sublime sonido que expresa lo que nadie puede contar de su alma. En las sinfonías estaban las fibras; en las sonatas, los hilos que necesitaba para coser mi corazón roto.


En la literatura, hallé lo que pensaba que sólo me sucedía a mí. Tu historia es más vieja que el mundo, me susurraron los grandes autores. Tú pusiste más a tu historia de lo que había, añadieron los escritores más listos. Leí, leí, buscando la verdad, la respuesta.
La cultura es quien me devolvió la felicidad, mientras el recuerdo me visitaba y me asustaba, espectral. Nunca se iba, nunca se va. 
El amor es esa idea del pasado que estamos destinados a repetir. La próxima vez, lo haré mejor, pienso, si me dan otra oportunidad.
El tiempo pasa, yo permanezco. Ahora sé que no conocí el amor; sólo un amor. Porque el amor no es el tema central de nuestras vidas, al menos no es el fin. Es un capítulo recurrente, que vuelve con variaciones como una buena sinfonía.
Mi recelo es inevitable y hay películas que ya no me creo como antes, pero los acordes vuelven a sonar y el recuerdo de lo bueno siempre es poderoso. El amor pudo ser un espanto inesperado para este corazón, pero, sí, fue esa corona de oro que me hizo un rey.
Un regalo inefable, una alegría. Yo amé bien, no me arrepiento de nada. No sabía cómo hacerlo, improvisé, di un buen baile. No gané, pero quién gana.


El tiempo pasa, las sombras reaparecen en las paredes. "Algún día, alguien me querrá". Antes que amor, el cine me enseñó esperanza. Recuerdo tantas cosas que hasta me recuerdo a mí mismo.
Y, ahora, no deseo nada más y nada menos que enamorarme otra vez. 

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