miércoles, 30 de junio de 2021

Cine Paraíso: El filo de la navaja

 

Entre mis regalos de Reyes de hace un cuarto de siglo, se encontraba el VHS de esta inusual película, de la que yo no sabía nada. El título sugería intriga, el cartel parecía noir, con Tyrone Power, esbelto, alargado en su traje, destacado sobre el reparto, meras sombras a su lado, como sospechosos de asesinato. Quién diría que tampoco se podía juzgar una película por su portada.
Hace veinticinco años que vi por primera vez El filo de la navaja y ya lo decía en el post anterior: el recuerdo es imborrable y equívoco, mientras el tiempo ignora la misericordia. Fue ayer aquella tarde de sábado y tantas veces que la he vuelto a ver no borran la impresión de la primera; sólo han aspirado a emularla. 


Mi padre estaba a mi lado cuando la vi. Aunque pagó por ese VHS, no estoy seguro de que lo comprase en persona para dejármelo al pie del árbol de Navidad, porque se sorprendió al verme con una película que conocía y le había fascinado tanto como estaba a punto de cautivarme a mí. 


La presentación de su personaje principal y su dilema me pusieron en guardia. ¿De qué iba este film en el que el protagonista aseguraba a su prometida que no pensaba trabajar? Ella, escandalizada, le contestaba que era un vago, pero, en la determinación de este extraño héroe, de nombre Larry Darrell, había algo más profundo. La búsqueda de un sentido a la existencia después de una guerra donde había visto morir a sus compañeros, ese sentido imposible de hallar en una sociedad que olvida catástrofes a razón de acciones en Bolsa, privilegiadas oficinas, abrigos de visón y otras señales de obsceno materialismo.
El filo de la navaja se atrevía a introducir la filosofía en el Hollywood clásico y proponer así una gloriosa contradicción.


Detrás estaba una novela, una gran novela, que descansó en las mesillas de toda una generación – la generación de mi padre – y cuyo autor, Somerset Maugham – leidísimo entonces, pendiente de reivindicación  – había accedido a la seducción del jerarca de la Fox, el cazador de prestigios, Darryl F. Zanuck, decidido a adaptar el súperventas a la pantalla.


Zanuck esperó a que su niño mimado, Tyrone Power, volviera de sus deberes militares para protagonizar la película perfecta de su regreso. Como el protagonista, Tyrone llegaba de una guerra cambiado, maduro, con una luz distinta en los ojos. El filo de la navaja era un desafío, un nuevo héroe, y el papel más atrevido que había incorporado hasta entonces. 
Ese personaje que, ante la acusación de holgazán que recibe de la buena sociedad de Chicago, se lanza a la vida bohemia, trabaja en los oficios ingratos y llega hasta el Tíbet en busca de sabiduría oriental, es un precursor del inconformismo que comenzara a finales de los años cuarenta. 
Larry Darrell aparece hoy como el padre de los chicos de En el camino, de Jack Kerouac, el abuelo de los que fueron a la India en busca de experiencias sensoriales y terapias de equilibrio, el bisabuelo de los que ven con recelo la cultura capitalista y sus promesas de brillantez.


Confieso que ese personaje ha supuesto una influencia destacada en mi vida. Su negativa al éxito mediocre y su búsqueda de la bondad como la fuerza más poderosa aún resuenan en mis días y volver a ver El filo de la navaja, además de cuestión nostálgica, es insistencia en valores.
Los que conocen el cine norteamericano saben que un personaje así existe en contadas ocasiones y son éstas las que hacen las películas de otro tiempo una inagotable fuente de sorpresas. En un mundo en el que todo se supone glamouroso y comercial, algo insólito aparece: un personaje que contesta, un rebelde antes de los rebeldes, un misfit en smoking.


La contradicción vive en la película como pieza artística, porque, pese a su personaje y esa tramoya filosófica, estamos ante una obra cien por cien Hollywood, con un reparto fastuoso, unos valores de producción irrepetibles y unas imágenes de lujo y placer vicario que no se consiguen con bohemia y buenos valores, sino con unos cuantiosos dólares.


Zanuck buscaba prestigio y tono, pero lo quería empaquetado con estrellas y glamour, y El filo de la navaja es todo lo que el dinero puede comprar, incluido la pareja más bella de la Historia del Cine. 
La contrapartida es que el final de esa pareja no es el esperado y, de nuevo, la expectativa del espectador se solivianta. El filo de la navaja, ese híbrido de intenciones y resultados que me deja con la boca abierta.


La novela de Maugham, como todas las que se adaptaron en aquellos tiempos, recibió el tratamiento de gran melodrama con la que Hollywood entiende y desarrolla los argumentos. 
El personaje de Anne Baxter, la desgraciada Sophie, protagoniza los momentos más inolvidables por truculentos de El filo de la navaja y esa mirada a una autodestrucción, que ni la bonhomía del protagonista podrá parar, recorre el alma de la película con el sentido del dolor que Hollywood bordaba con voluntad de impresionar. 


Decían lectores de Somerset Maugham que era reconocido como un autor cosmopolita y atrevido para épocas ñoñas de necesidad y la película se place en viajar a la ciudad que fascina a los norteamericanos, París, en la que se desarrolla gran parte de la acción.
En la gran ironía del argumento, los que criticaron la elección del protagonista de zafarse de participar en el boom económico de entreguerras se arruinan con el crash de 1929 y, a continuación, se expatrian en Francia como socialités y árbitros del buen gusto. 
El inimitable Clifton Webb está divertido hasta el frenesí como el inimitable Elliot Templeton, el bon vivant, el snob incorregible, que, en su lecho de muerte, sólo desea una invitación a la fiesta de disfraces de la princesa Novemali.


Pero la sorpresa interpretativa - relativa, si se conoce su valía - la proporciona Gene Tierney, que interpreta a una Isabel a la altura de las circunstancias. Con la carrerilla de su mala malísima de Que el Cielo la juzgue, Gene se atreve con un personaje con mayor miga, que vive entre niña mimada, perra sin escrúpulos e inevitable enamorada, que arrebata la función. 


Princesa Novemali, licor Presovska, esta película es inolvidable en sus nombres y ocurrencias, que suscitan risita por su inevitable destello kitsch
¿Suscita algo más risita en El filo de la navaja? Como sucede en mis películas favoritas, el tambaleo entre el ridículo y lo sublime está a la orden del fotograma y nada más exaltado que la secuencia del Tíbet y la inspiración divina. 
En la faz apolínea de mi querido Tyrone, el encuentro con el Altísimo parece más bien la ratificación de encontrarnos ante el hijo de Zeus. 
No en vano, la Fox había tenido similares encuentros con el misticismo en La canción de Bernadette y Las llaves del reino, empresas de lo espiritual y lo piadoso, donde la cita con lo superior se matizaba con los uuuuuh de la banda sonora y un foco sobre la privilegiada cara de los actores.


Amo esta película por lo que otros encontrarían como un defecto. Irrumpe lo impensable y la ingenuidad del celuloide de otros tiempos, que procuraba a las audiencias un doble éxtasis: el erótico con la cara de Tyrone Power, y el divino con la irrupción de lo metafísico. 
También amo y, por tanto, perdono las pillerías del guion de Lamar Trotti - esa casualidad clamorosa de que vayan a ese tugurio parisino en concreto -, mientras admiro el inmenso trabajo de síntesis y ese frufrú silencioso con el que camina su libreto, como si vistiera el traje más elegante, ese que hace la película entretenida y absorbente durante sus generosos ciento cuarenta minutos. 


Como los clásicos que me gustan, hay un arrullo nostálgico en El filo de la navaja desde que comienza hasta que acaba. Su belleza plástica, evocadora música, melodrama, reparto y lo que me cautivó aquella tarde de sábado con mi padre. Volverla a ver es visitar una casa que conozco, en la que me siento cómodo, un fastuoso hogar que no decepciona.
En esta última ocasión, me he cerciorado que hay algo más. Se trata de ese personaje principal y lo cerca - o lejos - que puedo estar de él en cada momento de mi vida. Al contrario que Larry, ¿me he rendido al capital para tener una vida protegida y resuelta? Diría que sí, que me siento a una oficina todos los días para hacer un trabajo que no me interesa. 
Pero concluyo que no he cedido en lo esencial, porque lo que nunca deseé fue vender mi talento, ponerlo al servicio de otros, rebajarlo para ganar dinero. No lo he hecho y creo que no lo haré nunca. 
Trabajo en lo que me permite escribir por las tardes y por las noches. Incluso ahora lo hago en horas robadas a la oficina. 
Mi testarudez, la misma de Larry Durrell, me lanza a las letras que quiero teclear. Y quién sabe si el camino, aunque más claro que nunca, no ha terminado.

jueves, 24 de junio de 2021

El Trotalibrerías: El tiempo, al fin

 
Entre varios libros de mi tardía infancia, si pasamos las hojas, encontraremos una pequeña ficha que yo solía introducir cuando la novela me aburría o me costaba entenderla. 
Con la eficiencia de un futuro administrador y el arrepentimiento del que no gusta dejar tarea inacabada, escribía en esa ficha el título del libro como encabezado y, a continuación, el siguiente texto: "Este libro se ha leído hasta aquí. Próximamente, se terminará de leer". 
Había una promesa: "Se terminará de leer". Había una invitación a un tiempo inconcreto: "Próximamente". 



Próximamente. ¿Cuánto tardé en volver a esos libros, en terminar de leerlos, en cumplir esa vaga promesa? Treinta años. Próximamente, dentro de tres décadas. 
Regresando a los libros que nunca leí y a los que no terminé, me tropiezo hoy con esa fichita, vestigio del pasado. Como todo pasado, parece fue ayer. Como todo cálculo de tiempo, propicia la ansiedad del que contempla la extensión de un desierto, a pesar de que lo acaba de cruzar.
Y la pregunta: ¿Qué ha sucedido en todo este tiempo? ¿Lo he aprovechado? La primera sensación, la más angustiosa me lleva a pensar que lo he malgastado. 
El reloj no se detiene y a mí las horas se me derriten entre las manos.


En los libros, vive el tiempo. Detenido, porque testimonian el pasado. Vivo, porque cuentan historias vigorosas que suceden y, quien las lee, participa de ellas, como si estuvieran ocurriendo al mismo ritmo de la lectura. 
Tic tic. Hacen falta horas para leer los libros del mundo. Vidas enteras. Un vistazo a la literatura universal es salir despedido al espacio. Llegaré al final cuando mi nieta cumpla cien años. 
El tiempo, el pasado, el presente, el futuro, el sonido de los relojes. Es tema crucial de los grandes libros. Hablan de la condición humana, del dinero, de la muerte, de los sentimientos. También del tiempo, de lo que fue y lo que nunca pudo ser y lo que jamás será. De la obsesión de los humanos por enmendar los errores del ayer y de la irremisible tendencia a repetirlos. De la perpetuación de la vida en los descendientes, con todo lo sublime y lo horrible que conlleva esa idea. De retrasar lo más posible la hora de la muerte, porque es la única constante que indica que el tiempo, de verdad, existe; al menos, en nuestra noción; al menos, para lo que significa. Que somos limitados y terminaremos algún día. O en cualquier momento.


La literatura vivía tan constreñida por la variante tiempo, por el modo racionalista de concebirlo, cual línea rígida, determinada por la existencia invariable de los seres vivos, que la novelística moderna aspiró, ante todo, a romper ese corsé victoriano. El tiempo era extraño. Bastaba que la Física se pronunciase al respecto y dijese que el tiempo no era como nosotros, pobres animales, lo concebíamos. No era una flecha de hierro, sino una reverberación digna de la más rizada espuma del mar. 
El tiempo se escapó por la ventana de la narrativa y los saltos cronológicos y las confusiones de años y hasta siglos llenaron las páginas de las novelas más arriesgadas. Los personajes vivían atrapados en el pasado, perdidos en la geografía, desolados después de cien años, mientras los narradores inspiraban su autobiografía en el olor de una magdalena. 
Conjurado el tiempo en el humo de una taza, como si el oráculo prefiriese ahora descifrar el pasado.


El tiempo es extraño, sí. Siento que fue ayer cuando incluía esa fichita entre los libros inacabados, porque soy el mismo. La similar aflicción ante lo que no consigo terminar, cierta culpa, y, a la vez, la excesiva esperanza en el mañana. 
Sentimos que el pasado es glorioso y traumático a la vez, que el presente es monótono y el futuro, terrorífico por incierto. 
Sentimos que los años donde la vida era más rutinaria y aburrida pasaron más rápido, porque el recuerdo los borra de un plumazo. No hay nada interesante en ellos. Los días aburridos componen años fugaces, por la equívoca percepción de la memoria.
Sentimos que este año de pandemia y colapso es un año perdido, malgastado, interminable, pero lo recordaremos más que ningún otro.
El tiempo y el recuerdo. Los concebimos inseparables, como dos Dióscuros que se van a dormir cuando llega el amanecer, pero no hay relación más conflictiva e imposible. Mientras el tiempo bordea la existencia humana y la contempla, el recuerdo lo reinterpreta todo, para dar una narrativa inteligible a lo que vivimos y no llegamos a entender. Selecciona, inventa, olvida. El recuerdo es pura literatura.


La mayoría de las novelas se cuentan desde los recuerdos. Los escritores, grandes sentimentales, acuden a la etimología de la palabra. Recordar es volver a pasar por el corazón. 
El tiempo sólo observa el procedimiento. Su indiferencia, la que tiene cualquier reloj, es implacable como el Universo.
Los poetas se entusiasman con los hallazgos de la Física y, en lugar de aspirar a entenderla - quién la entiende -, se quedan con la estética del tiempo como un folio que se dobla, como la fichita de mis libros si ésta se abarquillara entre dos páginas y no quedara claro hasta donde leí.
Nuestras vidas son un tiempo prestado. El tiempo ya lo vivimos, quizá sólo repitamos una obra de teatro, un sueño, una condena. Somos los espectros de nosotros mismos, contemplando ahora nuestras vidas y nuestros tiempos perdidos. Cuando un fallo del cerebro provoca el deja vu, decimos: esto lo he vivido antes. 
Pero el reloj marca un minuto más y toda esta fantasía se deshace.


Pienso que el tiempo es un mayordomo inglés. En la literatura y también en el cine, suele aparecer como la representación perfecta de lo que entendemos por el paso de las horas. Su actividad diaria está fundamentada en la estricta puntualidad. A cada hora, un quehacer, una preparación, un evento. Es invariable, como los viejos relojes que contempla para darse prisa o retrasar sus pasos. Toda la actividad es una repetición de ritual, en el que la hora, el día o la ocasión extraordinaria están calibradas al milímetro. Trabaja desde que sale al sol hasta que se apaga la última vela. El tiempo no importa cuando dormimos. 
Y nunca cambia. Es la necesidad de controlar la existencia hasta el punto de convertirla en una fórmula. Años y años idénticos, rutinarios, fugaces. Los treinta años de la ficha olvidada en el libro no son nada para este mayordomo. 
La vejez, el cansancio, la muerte serán lo único que acabe con esa estricta rutina basada en una aprehensión del tiempo para evitar el desorden, el caos, la catástrofe. Todos los días iguales, todas las tareas cumplidas. 
El tiempo bien empleado de este mayordomo es, de manera irónica, el tiempo más malgastado del mundo.


La ficción gusta de las brumas del pasado, que se apartan para enseñar torvas mansiones góticas o calles de posguerra en la que juegan niños.
Pero el pasado no es brumoso. Es abrumador. Lo tenemos presente en cualquier actividad cotidiana, es el corto yugo que nos impide avanzar o el combustible acelerante que nos lanza a tropezar con la misma piedra. 
El pasado provoca en mí nostalgia, pero también fastidio. ¿He malgastado el tiempo?, me digo, y tengo que hacer narrativa de mis años para irme a dormir con el pensamiento de que he vivido de manera intensa, pensamiento que es como la caricia de una madre. Todo está bien.
Vivo y existo con la sensación contemporánea de que, a pesar de haber visto y vivido, aún empleo mal mi tiempo, calculo con error mi ocio y postergo lo productivo. Dicen los artículos de la psicología al respecto, que, al igual que las percepciones equivocadas de la memoria, los que sufrimos de esa ansia somos unos exigentes, unos estresados, que hacemos más de los que nos damos crédito y que bien nos valdría estar al menos media hora diaria con la vista en la musaraña. Apuntar en una lista e ir tachando para tener una prueba de nuestras victorias es lo que recomiendan los expertos.
Siento que pierdo el tiempo todo el tiempo. Me culpo por tardar treinta años en leer un libro. Me fustigo con los días y noches perdidos frente al televisor, en compañía de gente sin interés, acodado en barras esperando a no sé qué.
Pienso en el tiempo y digo: sólo siento que no lo pierdo cuando escribo o cuando amo, porque me siento participante activo, no ese fantasma que contempla esta existencia y pasa de puntillas, mientras el reloj no se detiene. 
¿El mayordomo inglés necesitaba crear, necesitaba amar? Cualquier cosa que hubiese hecho que no hacía habitualmente podría haberle dado un aire distinto a una existencia repetitiva. Es lo que no hacemos lo que tiene la garantía de lo excepcional a nuestros ojos, a nuestra eterna insatisfacción. A lo mejor, el mayordomo inglés sólo necesitaba variar el orden de sus tareas diarias o llegar tarde o demasiado pronto. Hubiese pensado entonces que, de verdad, estaba vivo.
No sé si necesito escribir o enamorarme para sentir que el tiempo no pasa en balde, pero apuntar en una ficha figurada algo como "Próximamente, se empezará a vivir" hace reír a todos los relojes.


Aún así, he descubierto hoy que la manera de ganar tiempo, que el día cunda, que las palabras broten y que las ansiedades se calmen, pasa nada más que por apagar el teléfono móvil. Ese bicho se come las horas y las impacienta. Vuelan con sus demandas de atención y, a la vez, las eterniza al hacernos esperar por las respuestas. 
Es la paradoja del mundo moderno: nos aburrimos de estar siempre entretenidos. Así que hoy martillo al aparato.
Sin perder un minuto más.

sábado, 19 de junio de 2021

Crónicas de Cinefilia: El armario y las estrellas

 
En una comedia de armarios y liberaciones llamada In & Out, nuestro protagonista del post anterior, Tom Selleck, le daba un beso en la boca a otro maromo predilecto: Kevin Kline. 
Quizá como andábamos por los noventa y la cosa aún era incómoda para las audiencias, Kevin y Tom se afeitaron sus característicos – y deliciosos – bigotes para el sonado morreo. 
La homosexualidad en las pantallas aún era algo acrílico, no proclive a fogosísimos, testosterónicos encuentros, y tanto el beso como la película estaban diseñadas para risas amables. Todo con la misma escenografía de la ridiculez con la que Hollywood cuenta a un hombre metido en esas situaciones. 
Tom y Kevin besándose no estaban muy lejos de Jack Lemmon y Tony Curtis vestidos de mujer en Con faldas y a lo loco. Era un desafío, pero la mayoría del público lo decodificaba como algo divertido por disparatado.


En el año de In & Out - 1997 -, el asunto gay había dado un paso de gigante en aceptación y normalización. De hecho, por aquel entonces yo lo tenía claro y comenzaría a contar mi homosexualidad al año siguiente. Seré sincero: lo tuve claro y lo conté, porque salía en la televisión.
Pero la tensión seguía. Basta buscar en Youtube vídeos de cierto programa del corazón de ese mismo año y ver cómo todavía no sólo suponía un insulto gravísimo, diseñado para hacer daño de la manera más fácil, sino también un motivo de chantaje. 
En una entrevista recordada por su violencia, cierto actor de comedia, celebrado en este país, que interpretara a mariquitas para las risas en más de una ocasión, denunciaba en ese programa, sin risa ninguna, que alguien lo estaba chantajeando. Se deslizaba bajo la mesa de que la amenaza era revelar la homosexualidad de su hijo. Homosexualidad que, vista hoy, era obvia, pero en este país todavía resultaba un escándalo. 
Decirle lesbiana a una mujer era calificarla de sucia, intrigante, malvada. Decirle maricón a un hombre era destruirlo, porque se le negaba que fuese un hombre, con la componenda de que probablemente estaba enfermo y era contagioso.
Basta con hacer memoria de años anteriores. La homosexualidad en España era un tabú. Cuando yo crecí, no la veía, no parecía existir. Había una ley del silencio absoluta al respecto. Ser maricón era, ante todo, hacer cosas propias de mujeres o parecer una. ¿Que dos hombres se enamorasen y se acostasen en la cama? Era tan inconcebible como incongruente. Era como enamorarse y acostarse con el loro.
Es así como funciona el tabú. Que algo que está presente y que se sabe que existe se niegue en redondo. La homosexualidad era imposible. Como la agenda de un espía, no lo ha hecho, nunca ha estado ahí, nunca ha sido.


Con el crepúsculo de los noventa, vi algunos homosexuales en la pantalla, pero eran una cosa desdibujada. Tom Hanks en Philadelphia o Doug Savant en la serie Melrose Place, esos seres asexuados, blancos hasta el punto de parecer espectros, al borde de desaparecer en los márgenes del fotograma. La enfermedad, siempre presente. Ni un solo beso con otro hombre. Quizás se pemitía un baile. Era una cosa rara, foránea, que parecía existir en el mundo de las películas y prometía premios de la Academia a los valientes que los incorporasen con todo el dolor posible.
La homosexualidad existía. No tenía que ir muy lejos para encontrarla. Estaba contada en los vólumenes de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, que descansaban en la biblioteca de mi padre. Estaban iluminadas en grandes películas que trataban de su tristeza, de cuando conducían al suicidio, la desesperación o el asesinato. Pero también algunas, las más subterráneas, las que no podía llegar a conocer, contaban la alegría, el orgullo e incluso el aburrimiento de ser gay. 



Lo gay lo situaba en grandes ciudades, desconocedor hasta mucho tiempo después que había un bar de ambiente a dos calles de mi casa. 
Yo buscaba un interlocutor válido en Hollywood y del modo contrario que llamar marica a un actor famoso buscaba bajarle los humos, calumniarlo, entorpecer su éxito, yo quería que todos lo fuesen. 
Ignoraba que Hollywood y la homosexualidad durmieron en la misma cama desde el primer día. Dentro y fuera del escenario, homosexualidades se vivían, se callaban, se insultaban, se toleraban con la boca cerrada. 
Sin ir más lejos, los vicios que se destapan en El valle de las muñecas no son sólo las drogadicciones de sus protagonistas, sino las inclinaciones homosexuales de varios de sus personajes. Retratadas esas “inclinaciones” con todos los tópicos al respecto. 
Ahí está el encuentro lésbico en un internado femenino, entendido como un paso más dentro de una profunda amistad entre mujeres, o el grotesco morreo entre el diseñador de vestuario y uno de sus ayudantes, sorprendidos por la mujer del primero, que, en lugar de enfadarse, siente ganas de vomitar. La homosexualidad fue durante mucho tiempo – y todavía lo es – un motivo de sorpresa, de mal rato, de “qué hacen estos dos aquí”, de náusea ajena. Lo inconcebible.


La película de El valle de las muñecas, que iba de atrevida, fue las primeras en utilizar el despectivo término “fag” o “faggot” en un film hollywoodiense. 
Así que te he pillado, maricón, decía Patty Duke, explícate. Sí, te he pillado. Más vale que no te pillen, era la máxima de Hollywood.
Hollywood blindó a muchos de sus actores y cineastas homosexuales del mismo modo que habia blindado el pasado – o presente – de otros y otras. La vida sexual era una cuestión privada, pero lo que había que salvaguardar era la imagen masculina de sus astros. 
Henry Willson, el famoso agente homosexual, experto en convertir tíos buenísimos en estrellas de suspiro en los años cincuenta, llevaba en su portafolio nombres como Rock Hudson, Tab Hunter o Guy Madison. Ninguno de ellos nació con particular talento interpretativo, pero sus apolíneas hechuras y muchísimo esfuerzo por parte de los estudios permitieron debutarlos con éxito en Hollywood. 
Rock se convirtió en una de las grandes estrellas del cine, un icono de masculinidad, querido en papeles de simpático donjúan o eficiente héroe de aventuras.


Su deteriorado aspecto físico a principios de los ochenta y la revelación – dilatada – de que era homosexual y se estaba muriendo de SIDA fue el giro copernicano. Descubría a la atontada sociedad que la homosexualidad era indetectable, no estaba a primera vista – su hijo podía ser gay, su marido también, hasta su padre – y lo más heroico era la verdad incómoda. 
Pero jamás hubo ninguna intención por parte de Rock Hudson por contar su vida privada ni abanderar ningún movimiento – de hecho, era un señor muy conservador -, pero su imagen pública obligaba a dar una explicación a la escandalosa imagen de su deterioro. 
Los actores, aunque no tengan nada más interesante que los personajes que interpretan, se confirmaban de nuevo como los interlocutores válidos de todas las tragedias del siglo XX. Las figuras públicas son los tótems adorados y sus debilidades y dramas personales resultan más contundentes que sus doradas vestimentas de éxito y belleza. 


Doris Day aseguraba que no sabía nada de la vida de Rock Hudson. ¿Quién lo sabía? 
En los cajones de las revistas de cotilleo de la década de los cincuenta, se guardaban bajo llave fotos comprometedoras de fiestas pijama, de detenciones en bares de mala nota, de relaciones ilícitas. 
La maquinaria de los estudios pagaba porque esas fotos quedaran en esos cajones, pero daba igual: los titulares de esas revistas podían insinuar que Tab Hunter era homosexual del mismo modo que podían alegar que tenía encuentros con extraterrestres. Como decía Bette Davis, a propósito de las columnas de chismorreo en la época dorada, “eran parte del negocio”.
Negocio que se manejaba hábil con esa ley del silencio que daba una aseada imagen a las audiencias, a las familias, a la juventud. 
Tab Hunter, otro descubrimiento de Henry Willson, era el prototipo del muchachote de la era de Eisenhower. En papeles que lo adosaban a proezas físicas, ya fuera militar, vaquero o surfero, Tab era un bellezón mimado y promocionado por un estudio hollywoodiense, decidido a convertirlo en la sal de todos los guisos. Su limitado talento parecía aumentar el amor por él: la timidez escénica lo hacía más entrañable.


En saraos, se le veía del brazo de Natalie Wood, sujetándole el abrigo, sacándola a bailar, abriéndole la puerta del coche. Los fotógrafos estaban allí, los representantes y el estudio, detrás. La verdadera relación de Tab Hunter no andaba lejos. Quizá sentado en la mesa de al lado, acompañando a otra mujer en similar paripé.


Mi habitual cacería de homosexualidades en astros hollywoodienses me tenía con ganas de ver el documental Tab Hunter Confidential desde el año de su estreno. Por fin, con subtítulos en español, lo he podido ver y, ay, me he dado cuenta que me da igual. Se acabó la cacería.
Como he dicho, siempre he buscado interlocutores válidos desde una infancia y temprana adolescencia en la que no los tenía a simple vista. Del mismo modo que una muchacha sueña con enamorar y casarse con sus ídolos, yo suspiraba porque todos fueran gays. No tanto para fantasear en mi mente con un improbable encuentro románticosexual con ellos, sino para reafirmar mi decisión, mi naturaleza. No soy el único. Ese bello de la pantalla es igual que yo. Y además, es triunfador, virtuoso y, sí, bello. 
Pero esa búsqueda de interlocutores ha dejado de ser urgente y he de decirlo: me importa cada día menos la vida íntima de los actores.


El documental, producido por el que fuera su pareja hasta su muerte, incide en esa mirada a la hipocresía de otros tiempos, pero también queda claro que se fundamenta en la ruptura de una reserva: Tab Hunter nunca quiso confesarse, no por salvar su carrera artística, sino porque es una persona de naturaleza privada. 
Quizá esa cerrazón obedezca a lo mal vista que ha estado la homosexualidad y a la necesidad de encerrar un sentimiento a ojos de todos, pero lo que subyace es interesante por no serlo: no hay nada ejemplar en la vida y milagros de Tab. Hollywood no se le cerró por ser gay: se acabó su carrera porque su imagen pasó de moda y se le sustituyó por otro rubio cuando cometió el error de rescindir su contrato con el estudio responsable de su exagerada reputación.
Aunque el documental sea entretenido e interesante, la vida de Tab Hunter no es la apasionante biografía de Hedy Lamarr, por ejemplo.
En uno de sus pasajes, aparece el que sería aún más interesante de indagar: Anthony Perkins.
Se cuenta la relación que mantuvieron Tab y Anthony en el momento crucial de sus carreras y la incógnita que le quedó al primero cuando, muchos años y hombres después, Anthony se casaba con una mujer y formaba una familia. 
Además de actor con todo el talento que nunca tuvo Tab Hunter, en Anthony Perkins sí hay una historia de mayor carne y drama.


En cualquier caso, hoy me pongo del revés y declaro: todo está fundamentado en la obsesión por la fama. Lo adelantaba usando la palabra “tótem”. 
Los famosos componen la constelación de lo que ha sustituido a la religión. Es donde oramos, hacia donde nos dirigimos, donde nos gusta reflejarnos y compararnos. La fama es el Olimpo de los que nacimos con la televisión puesta.
Así, tanto la reputación como la destrucción de ella forman parte de un juego tenso en el que se deidifican a unos y se despeñan por el olímpico monte a otros – la fama es una religión democrática y variable, los tótems pueden ser cualquiera y se renuevan – y ese juego funciona al ritmo de las épocas y las sensibilidades. Hoy se celebra el que lo cuenta, ayer prosperaba el que se lo calla.
La mirada retrospectiva, para ajustar cuentas con un pasado homófobo, es a veces fallida. 
Leía un artículo sobre el actor homosexual William Haines, galán del cine mudo que, según la versión que se repite, eligió su vida personal a su carrera, tras un últimatum de Louis B. Mayer. 
William Haines, que pronto se convertiría en un demandado decorador de las casas de las estrellas, llevaba una vida abierta y desacomplejada en cuanto a su homosexualidad y, de manera probable, es lo que tenía nervioso al jerarca de la Metro. 


Pero no olvidemos la cantidad de homosexuales que había en la Metro y no de los que pasaran desapercibidos – desde George Cukor hasta el equipo entero de Arthur Freed -, por lo que esa historia de homofobia de los estudios no es exacta. En el ocaso de Haines, habría más factores y, en éstos, todos los que componen y destruyen un estrellato, incluido la rebeldía ante los paternalistas, despóticos dueños de los estudios. 
Esa necesidad nuestra y mía de buscar maricas en todo lo que nos gusta lleva a relecturas posmodernas de clásicos, ayudadas por leyendas. 
El guionista Gore Vidal manifestó en El celuloide oculto que, aliado con Stephen Boyd – ambos homosexuales – engañaron a Charlton Heston y reinterpretaron la amistad de Ben-Hur y Messala como algo más, lo que podría explicar el despecho e intenso odio de Messala. 
Ben-Hur tiene más sentido y es mucho más divertida así, pero no deja de ser esa relectura posmoderna de una superproducción que estaba diseñada para inspirar sentimientos píos en las audiencias, no para instigarlos a comprar un billete dirección San Francisco. 


Bajarle los pantalones a los clásicos es un tic que nos permite exclusivamente el tiempo, tanto como ofrecer nuestras miradas resabiadas a épocas inocentes. 
Quizá el mayor ejemplo es el arqueado general de cejas cuando se vuelven a ver las fotos de la convivencia entre Cary Grant y Randolph Scott. Lo que hay detrás, sólo el Cielo lo sabe. Lo que hay delante era publicado en su momento con la mayor de las ingenuidades. El desfase entre lo que hoy parece una cosa y lo que entonces no quería parecer nada debe ser tenido en cuenta en todo revisionismo.


Las celebridades, en esos ascensos y descensos de la opinión, siempre se han sentido mártires y todavía hoy, cuando se aplaude el outing, saben que es una apuesta alta. Si la homosexualidad es para nosotros tan doméstica como la tos, para otros, en muchos lugares del mundo, sigue siendo aquella olla maloliente con la que no quieren asociar a sus héroes de la pantalla. Muchos actores que han contado su homosexualidad en las décadas pasadas han declarado que el saldo ha sido agridulce: pueden pasear con sus maridos por las alfombras rojas, pero los grandes héroes de la pantalla serán interpretados por los actores heterosexuales y por los que están callados. El estilo de las superproducciones de Hollywood sigue fundamentado en el machismo, en fondo y forma, y el público que las consume reacciona en consecuencia.
Quizá el heroísmo no dependa tanto del outing de un actor – que no es más que la pieza visible de todo un engranaje - y de que lo fichen para ser del machomen que salve el mundo. El estilo y mensaje de lo que interpreta seguirá siendo heterosexualista y, al final, no habrá nada valioso en su declaración.
Tal vez la solución pase por el contenido de esas películas y series. No para cumplir con una cuota y con el bien quedar – como está sucediendo ahora -, sino con una voluntad de ruptura y naturalidad.
Siempre pienso en Maurice. No puede existir una película más académica y, a la vez, más impertinente. Se estrenó en 1987, año horrible para la epidemia del SIDA, y no sólo se atrevía a relatar una historia de homosexuales, sino que les daba un insólito final feliz.


Diez años después, yo vi esa película por primera vez en una madrugada televisiva y el impacto fue considerable. Es lo que había estado buscando. No deseaba ninguna doble lectura de un clásico ni que la estrella machomen dijera que le gustaban los hombres ni ningún cotilleo más. No quería referentes que fueran tótems vulgares e intercambiables.
Lo único que pedía era lo que fija la esperanza en nuestras vidas desde temprana edad: nada menos que un cuento de hadas. El final feliz obligado de estos cuentos es lo que imprime la confianza en que todo saldrá bien, esa que llevamos desde niños, esa que nos permite luchar y seguir adelante. 
Maurice fue ese cuento de hadas, en el que un príncipe despertaba a otro príncipe, en pleno bosque, con la promesa de la eternidad.
No necesitamos revelaciones, ni misterios, ni escándalos, ni demás arados de la mitomanía y el chisme. Necesitamos historias con pedigrí.

domingo, 13 de junio de 2021

Maromialmente hablando: Tom Selleck


Regrese usted, querido lector, al post anterior, dedicado a El valle de las muñecas, y contemple la última foto. 
Sharon Tate se deja besar, toda sexual actitud, en instántanea publicitaria para promocionar la lasciva película. El misterioso besador, al que no vemos la cara, pero sí intuimos su vello pectoral y su buen bíceps, no es ninguno de los actores de El valle de las muñecas – la producción debía ser consciente que había contratado a unos panolis de pronóstico como galanes de sus dolls -, sino un desconocido starlet, que se formaba por entonces en la escuela de talentos de la Fox, a donde también acudían nombres como Raquel Welch.
El hombre misterioso de la última foto es el protagonista del post maromial de hoy. Sí, quien besa a Sharon Tate no es otro que un joven Tom Selleck, que, si bien oculto en los carteles del film que el mundo entero corrió a ver en 1967, sólo tendria que esperar veinte años para resarcirse y protagonizar la película más taquillera de 1987.


Es cuestión de paciencia en Hollywood y, en el caso de Selleck, también de mostacho y pecho peludo.
Permítame tomar aire antes de narrar algunos datos sobre la carrera y milagros de Mr. Selleck. Con toda sinceridad, este hombre me abruma. Es de la liga de Sean Connery: una cosa estratosférica, un alarde de testosterona, un daddy redaddy, un non plus ultra de machomán, que, si un día me agarra por banda y me hace suyo, quedaría trastornado de por vida a razón de la impresión. 
Tom Selleck es como un dibujo de Tom of Finland hecho carne y vello, una fantasía de señor que pareciera que no existe más allá del sueño. Pero él, buena mezcla de recio y humoroso, como acostumbra en sus mejores intervenciones, sigue ahí, al pie del cañón, para demostrarme que sí, Tom Selleck existe.


En Hollywood había sitio para él incluso cuando el viejo estilo se derrumbaba. Si aquellos años de la Fox no eran los mejores para las jóvenes promesas, Tom Selleck se abrió camino y lo hizo, sin duda, por ese privilegiado físico de señor de deportes, actividades de riesgo y todo lo que implica salir a la calle con intenciones más dinámicas que pasear. 


Mae West lo reclamaba como cacho carne musculosa para integrar su séquito en Myra Breckinridge y la década de los setenta lo vio picando espuelas en westerns poco noticiables, al ritmo que el género perdía la comba de otros tiempos.
Con un dolor del que aún no se ha recuperado, tuvo que rechazar el papel de Indiana Jones para En busca del Arca perdida, que lo hubiese consagrado como estrella de cine, porque tenía un episodio piloto que rodar. 
No hubo lágrimas para Selleck, porque comenzaba su andadura como el detective de floreadas camisas, de nombre Magnum PI, y los más susceptibles soñamos con viajar a Hawaii no para bailar el Hula, sino para ser investigados a conciencia por el velludísimo señor.


Tom Selleck en Magnum PI, serie de considerable andadura y requetevista en distintos canales a lo largo del mundo, es una de las imágenes de los ochenta. 
La televisión era entretenida intrascendencia, los hombres no conocían cosa cercana a la depilación y, aunque el sexo en las pantallas seguía siendo el mismo "sí, pero no" de los tiempos de El valle de las muñecas, todo llamaba al sexo.


La popularidad de Selleck y su bigotazo – disgresión: en serio, ese bigote es perfecto, que me coma – propiciaron una esperanza de volver al cine por la puerta grande. 
Recuerdo los carteles de 1987 y oír a unas mujeres suspirar por la inminente comedieta que se estrenaría en cuestión de semanas. Las suspiradoras no pensaban perderse Tres hombres y un bebé. “¿Tú has visto cómo está Tom Selleck?”, decía una. “Ay, me encanta”, confirmaba la otra.
Tres hombres y un bebé unía a Selleck con Steve Guttenberg – otro mítico pecho velludo de los ochenta – y Ted Danson en uno de esos artefactos ochentescos destinados a hacer gracia con la premisa y poco más. 
Unos machos a cargo de un bebé, espera que se me saltan los puntos de la risa. Era una época no demasiado exigente para el cine: la película fue lo más visto del año y aseguró secuela. 


Biberón en mano, Tom Selleck dejaba ver su generoso vello para unas plateas que, en la década siguiente, lo considerarían un exceso y hasta un asco, demandando que sus maromos descamisados pasasen antes por la desbrozadora. Marky Mark mató a Tom Selleck, qué desgracia enorme.
Los que seguimos prefiriendo a los hombres de la calidad del mono, no entendimos nada cuando Courteney Cox dejaba a Tom Selleck – maduro y aún para morirse – por Matthew Perry en la serie Friends.


La participación de Selleck en Friends fue considerada en principio un error por sus representantes, porque significaba la vuelta a la televisión y, por tanto, un paso para atrás, pero, en retrospectiva, lo hizo conocido a nuevas audiencias y, además, sus peliculas después del bombazo de Tres hombres y un bebé no habían sido para tirar cohetes.


La televisión sigue siendo el lugar natural de este señor que permanece fiel a su bigote y a su querencia por incorporar a señores del orden – no en vano, es un republicano convencido de toda la vida, nadie es perfecto -; desde hace una década, Catodia lo acoge en la serie policial Blue Bloods, mientras aparece aquí y allá, incluido en la reciente reunión de Friends para un programa especial.
Para especial, ese bigote. Qué perfecto es Tom Selleck. Voy a imprimir cualquiera de las fotografías de este post, la pongo en un portarretratos, coloco éste en mi mesilla de noche, le doy un beso antes de dormir y, con la luz apagada, me repito: "Eso es un hombre, Josito, nunca te conformes con menos".

miércoles, 9 de junio de 2021

Ese Libro, Aquella Película: El valle de las muñecas

 
Nuestra protagonista del post anterior, la bella e inteligente Hedy Lamarr, declaró en cierta ocasión que estaba segura que los buenos papeles en Hollywood se le negaban porque nunca accedió a acostarse con Louis B. Mayer, el jerarca de la Metro.
La protagonista de nuestro post de hoy – o una de ellas – sabía bien de esas dinámicas que se vivían en los despachos de los poderosos de Hollywood y, en plena década de los sesenta, perpetró el best-seller chismoso por excelencia: El valle de las muñecas
Jacqueline Susann había probado suerte sin conseguirla en el mundo del espectáculo y, decidida a pasar a la inmortalidad, agarró la máquina de escribir y recicló historias secretas del viejo Hollywood con los nombres cambiados. 
Es el más inefable ejemplo de roman à clef – novela en clave -, porque no había que ser listo entonces para dilucidar que, bajo las “muñecas” de Susann, se encontraban las figuras de Judy Garland, Marilyn Monroe o Ethel Merman, entre otras desdichadas señoras del show business de la época. 


Sucedía en una era de desmitificación del viejo Hollywood y El valle de las muñecas formaba parte de esa intención destructiva, hoy habitual en la prensa de espectáculos y los programas del corazón: con una obsesión generalizada por la fama y la celebridad, se airea la verdad de que las vidas fabulosas pueden ser las más sórdidas. 
La ansiedad de las protagonistas de El valle de las muñecas, explotadas por los hombres en los despachos y en las camas, sojuzgadas por su aspecto físico, temerosas del paso del tiempo, se sofocaba con un paseo rápido a la farmacia y se ventilaba entonces el tic favorito del buen ciudadano occidental: resolverlo todo con píldoras.
Dolls era el nombre que se daba a las cápsulas que tomaban las señoritas con discreción desde sus diminutos bolsos. Se trataba de súper adictivas pastillas estimulantes o relajantes, según el momento del día o el grado de tensión.
El personaje central del libro, Neely O'Hara, acaba desarrollando una adicción devastadora, que le cambia el carácter, destruye su talento y tira por la borda su carrera, en una espiral autodestructiva con parada en pavorosos sanatorios.


En el momento de publicación de El valle de las muñecas, esto era nuevo para la sociedad consumidora de libros fáciles y películas enormes, la misma que demandaba sexo y violencia en las letras y las pantallas. 
Es significativo que esta novela se publicara en 1966, el año de la caída del código de censura Hays.
El valle de las muñecas fue un éxito sin precedentes por su generosa ración de chisme y por su concuspicencia, pero también por la avasalladora personalidad de Jacqueline Susann que, vestida, empelucada y, según cuentan, drogada como un personaje de sus historias, se lió la manta a la cabeza y, del brazo de su marido, el publicista Irving Mansfield, desplegó la campaña de publicidad más efectiva y vergonzosa que se había visto en el mundo editorial hasta la fecha. 
El libro entendido como mercancía se abría paso y los críticos la estaban esperando a la vuelta de esquina con un buen mazo. Valley of the Dollars se rebautizó a toda la operación.


Jacqueline Susann se figuraba como una nueva Émile Zola, incomprendida en su momento, ajusticiada por polémica y visceral, mientras la inmensa mayoría de los expertos lanzaban El valle de las muñecas al retrete con la etiqueta de trash. Opiniones literarias aparte, una cosa quedaba claro: era una novela que, una vez comenzada, no podía parar de leerse. 
Escondido y devorado por toda América, El valle de las muñecas asoma hoy como un testimonio indignado, furioso, sin concesiones, que denuncia el tratamiento al que son sometidas las mujeres en el mundo del espectáculo, por lo que se ha considerado como protofeminismo. En su moralina es donde el feminismo no está tan claro, ni tampoco en su descripción del sexo como algo aberrante para las mujeres si no hay sentimientos de por medio.
En cualquier caso, El valle de las muñecas es más bien una pieza icónica de los años sesenta, un delirante ejemplo de cultura basura y una novelucha aún tan devorable como el primer día. 
Volvemos a 1966, porque Hollywood llama a la puerta de la Susann. El cine quería adaptar el fenómeno editorial de moda con verdadera sed de dollars.


He escrito en muchas ocasiones sobre El valle de las muñecas, la película. Desde que la vi en un pase televisivo a mediados de los noventa, se convirtió en una obsesión, que aún no ha terminado, sirva este post como irrefutable evidencia. Hay dos hitos milagrosos en mi vida: cuando descubrí que el mundo estaba lleno de homosexuales y cuando descubrí que el mundo estaba lleno de homosexuales que amaban El valle de las muñecas. No estaba solo. 
Siempre pensé que esas películas de madrugada, olvidadas en el baúl de los recuerdos y de las que, en tiempos pre-Internet, costaba tanto encontrar información, eran cosa de mi sola veneración. ¿Quién estaba despierto a esas horas para verlas o grabarlas?. 
Ignoraba entonces que mi fascinación por una película de calidad tan, digamos, cuestionable venía después de su reevaluación como un clásico camp.


Camp suele etiquetar el estilo decadente, que suscita un comentario irónico; por extensión, se ha venido calificando como camp lo excesivo, lo afeminado o lo que escapa a toda realidad, lo que vive únicamente en el mundo mismo de las películas. No es extraño que muchos clásicos camp estén ambientados en Hollywood: toda su lógica sólo se puede entender desde el cine y de los que consumen cine. En el caso de El valle de las muñecas, de los que consumen cine clásico, porque es una última parada de ese modo de hacer películas, una degeneración, una acumulación desternillante de clichés que pretende emocionar y sólo consigue hacer reír o sonrojar.
Ya se vivió a su estreno. En el momento en que la desgraciada Neely O'Hara se arranca a cantar una canción en el recreo del sanatorio en el que está ingresada, Tony Polar, su viejo compañero de escena, ahora en una silla de ruedas por una enfermedad degenerativa, sale de su catatonia moméntanea para acompañar a Neely en un dueto. En los previews de la película, las risas no se hicieron esperar. Es la escena de lacrimogenia más lamentable de la historia de Hollywood y la prueba de que lo que podía conseguir con creces en otro tiempo había dejado de hacerlo. Ni emocionaba ni convencía. 



El libro de Stephen Rebello, Dolls! Dolls! Dolls!, publicado hace dos años, cuenta muchas cosas sobre la novela y, sobre todo, sobre cómo se hizo "la mejor peor película de la Historia". 
Muchos interrogantes que siempre he tenido han encontrado respuesta en este ensayo que he devorado como si estuviera leyendo a la Susann. 
La respuesta de Rebello es simple: se trataba, sin duda, de Valley of the Dollars.
Adquirida por la Fox en un momento de máxima tensión en el estudio, El valle de las muñecas fue una cuestión populista por una productora que había pastado en valles más verdes. 
Richard Zanuck sustituía entonces como mandamás a su padre, el mítico Darryl, cuyos excesos lo habían obligado a retirarse en París. Entre los excesos, se cuentan lo que podría relatar la misma Jacqueline Susann en cualquiera de sus novelas: promocionar a sus amantes como estrellas con desastrosos resultados. 
En Dolls! Dolls! Dolls!, se recogen testimonios de que la Fox tenía lugares especiales de encuentros entre directivos y starlets, en un panorama que, en tiempos del Me Too, no soportaría una somera investigación.
En la última planta del estudio, el colosal desastre de Cleopatra y el inesperado exitazo de Sonrisas y lágrimas tenían al joven Zanuck en un absoluto desconcierto. La mentalidad industrial le llevaba a repetir lo que había triunfado, pero el resultado sería una sucesión de fracasos que llevaría finalmente a una legendaria reunión de accionistas en la que Darryl despidió a su propio hijo como jefazo de la Fox.


Antes de ese suceso, llegó El valle de las muñecas, libro manoseado, señalado como sucio, un festín que Richard Zanuck veía como un negocio seguro. 
Sorprende descubrir que fueran tantas las actrices de Hollywood deseosas por interpretar a las muñecas. La autora Jacqueline Susann tenía en mente a nombres como Barbra Streisand, Bette Davis o Elvis Presley para incorporar a sus personajes.
El trío finalmente elegido, hoy icónico, no era lo más granado; quizá para conectar con ese público juvenil al que Hollywood vive subordinado, se eligió a tres jóvenes y frescas beldades, dos de ellas populares gracias a la televisión. Starlets para interpretar a starlets.


Pero el momento más recordado en la producción de El valle de las muñecas fue el desembarco de Judy Garland y su posterior, casi inmediato despido. 
El libro de Rebello insinúa que todo estaba premeditado, un ardid publicitario para acrecentar el morbo: el personaje de Neely O'Hara estaba obviamente inspirado en Judy. 
La humillación de la Garland, que nunca volvería a participar en una película, se condimentaba con los rumores de que estaba puesta de dolls y más cosas hasta las cejas durante el rodaje y por ello fue cordialmente puesta en la calle.


Las tensiones en el rodaje se sucedían y las actrices, cada vez más nerviosas, señalaban al gran culpable: el director Mark Robson.
Lo más notorio de El valle de las muñecas es lo mal dirigida que está. Siempre he considerado que se debía al desfase entre la fría, clásica dirección de Robson y la sordidez pulp de Susann, pero el propio Robson había salido indemne de ese mismo choque en aventuras parecidas, como Peyton Place o Desde la terraza. Precisamente por estos títulos fue llamado a dirigir El valle de las muñecas
Según el ensayo de Rebello, su trabajo con los actores fue demencial por distante y cruel, más preocupado por el cronómetro que tenía en la mano – no en vano, empezó como montador en la RKO – antes que en sofocar el desconcierto del equipo ante lo que comenzaban a ver como un bodrio en construcción.


Robson no estaba interesado en la película más que en un paso para producir y dirigir la siguiente; era un trabajo, un modo de ganar dinero y así despachar el rodaje de la manera más rápida posible – él ya se había asegurado parte en los beneficios – , condimentado con una negativa rotunda a comprometerse emocionalmente con lo que estaba rodando.
Es esta la clave que no hallaban los jerarcas de los estudios. El público no había cambiado, lo que había degenerado era la mentalidad empresarial de los que trabajaban en Hollywood. Siempre lo hicieron por dinero, pero ahora no se preocupaban por el modo honesto de ganarlo – ni lo harían jamás – y cambiaron calidad, finura y buena artesanía por rapidez, publicidad y sensacionalismo como modo de atrapar a los públicos.


En el caso de El valle de las muñecas, estrenada entre risas y abucheos, denostada por toda la crítica, el resultado fue una dolorosa evidencia en ese sentido: a pesar de los pesares, todo el país fue a verla.
Su aureola de prohibida, sus momentos de (hoy pacato) atrevimiento y la incesante campaña publicitaria obraron que una película espantosa, amorfa, apenas inteligible, mal dirigida, mal escrita, mal montada – y todo por expertos profesionales – se encontrara entre lo más visto del año.


¿Y qué hizo Richard Zanuck, visto el resultado, leídas las críticas, observado el sonrojo entre sus colegas, oída la ira de Jacqueline Susann ante lo que habían hecho con su novela? 
Mentalidad industrial: ¡una secuela!  
Para asegurar aún más el beneficio, contrató al erotómano Russ Meyer para que, en lugar de una segunda parte, se marcase una parodia bien pechugona: Más allá del valle de las muñecas, que llenó también las salas y por parecidos motivos a los de su modelo.


Secuelas, imitaciones, otros best-sellers calientes y sus adaptaciones cinematográficas y televisivas llegarían bajo el mismo signo y aureola: riqueza material, ambiciosas mujeres, romances frustrados, pelucas al viento. 
El valle de las muñecas fue también abuelita en tono e intención de las soap operas de los ochenta, los programas del corazón y los reality shows. Discusiones, celebridad, mujeres desesperadas. 
Aunque el libro permaneciera olvidado entre las décadas - es todo un hit en las librerías de viejo, de lo mucho que es desechado - y la película se emitiera en 1996 a las 5 de la madrugada, su espíritu pervivía. 
Y su título me fascinó lo suficiente para programar el VHS aquella noche.


Hay algo que echo en falta en el magnífico ensayo de Stephen Rebello: por qué, a pesar de todo, la película de El valle de las muñecas conquista y seduce. A mí y a otros muchos, después de tantos años y por motivos distintos a los que acudieron a verla en masa en 1967. 
No soy amante de las ineptitudes cinematográficas ni de las reevaluaciones irónicas. Me gusta el cine bien hecho, bien contado, bien apasionado, y la cultura basura me aliena – el cine del citado Russ Meyer, por ejemplo, no me gusta -, pero El valle de las muñecas vive perenne en mis favoritas. 
Ya lo he dicho: desde que la vi, sin saber nada de ella, más que una breve crítica de Leonard Maltin que la llamaba “terrible”, la llevo en la boca y en la mente como un mantra, un padrenuestro, un Valle Mío, lleno eres de muñecas.


El atractivo de la película se dice hasta incógnita para mí cuando la reviso. Es una cosa a veces fea y aburrida y, de repente, se vuelve bella, hipnótica. En su condición de desaguisado, de cosa a medio hacer, tiene algo de lo bueno del viejo Hollywood justo cuando se estaba hundiendo. Debe ser la hermosura del naufragio, la energía particular del melodrama clásico que permanece entre una casi absoluta esclerosis.
La interpretación de Patty Duke, lo más comentado y parodiado del film, tanto que acabó con su carrera en el cine, está en cualquier anal de lo histriónico y suele citarse como el ejemplo de lo que jamás debe hacer un actor. 
Pero es ella la que hace inolvidable la película, interlocutora válida de cuando la serenidad y la mesura no son suficientes y conviene desmelenarse y gritar por la gloria perdida en los callejones, incluso bajo temible pelucón.


El tono camp, que no por casualidad etiqueta a los ademanes afeminados, puede explicar el hilo que mantiene con el público gay, pero también diría con cualquier cinéfilo con sentido del humor. 
Como señalé, es una película embebida del exceso de hacer demasiadas películas y de consumirlas. 
Sus clichés, sus delirantes diálogos, sus giros – las sillas de ruedas, los manicomios, la pelea de gatas -, sus entrañables y patéticas aspiraciones de volverse moderna – el anuncio Gillian, el móvil psicodélico que se torna maraña en el escenario de la diva – y, al mismo tiempo, su candor, su ingenuidad, su romanticismo, su glamour, su imposibilidad de dejar de ser antigua; todo eso y mucho más forma parte de la leyenda de El valle de las muñecas y de mi relación amorosa con ella.


Ya no las hacen así, decían los nostálgicos cuando veían clásicos del cine en la televisión. 
Con El valle de las muñecas, podría decirse que es verdad, que ya tampoco las hacen así. Hasta para la ineptitud y las ansias de forrarse, el fulgor era otro.