jueves, 31 de octubre de 2019

Maromialmente hablando: Franco Nero


En la secuencia clave de una de las películas que más amo en el mundo, un Franco Nero de veintiséis años, guapo hasta decir muerte, devuelve la vida a un caballero caído en justa. La película es, por supuesto, "Camelot" y el bello Nero interpretaba a Lancelot.
Esa emocionante escena de resurrección, a incluir en puesto preponderante en cualquier lista de emocionantes escenas de resurrección, hace llorar a la reina Ginebra, que, en ese instante, se enamora de Lancelot. Yo también me enamoré de él la primera vez que vi "Camelot".
Los ojos de Nero brillan en azul. Y lo que ocurría en pantalla, ocurría entre bambalinas. Ginebra estaba interpretada por Vanessa Redgrave, que también suspiraba por aquel italiano. Quiero un hijo tuyo, pensó la exquisita inglesa de aquel macho italiano. Y así fue.


¿Quién no se enamoraba de este hombre con todas las letras? Pues aparentemente el público norteamericano, no demasiado en 1967. La culpa no la tuvo el pobre Franco. Se dijo que no era muy fluido en inglés, aunque quizá las decepciones comerciales de "La Biblia", de John Huston, donde incorporó a Abel, y la citada "Camelot" fueron más decisivas en que Hollywood se le resistiera entonces.


Pero Franco Nero, un actor laborioso, tenaz, modesto, dígase sólido, no ha podido quejarse de trabajo. Su filmografía se compone de más de doscientas películas producidas en medio mundo. Macho de coproducciones, inevitable en miniseries, euroseñor de distintos géneros, Franco ha navegado desde el hipercalórico spaghetti western hasta la atildada reconstrucción  histórica.


Grita "vamos a matar, compañeros" o se viste con las más hilarantes túnicas, sin complejos, con convicción; Franco Nero es un actor de culto porque ha protagonizado muchas películas malas, porque ha interpretado a Jesucristo, a varios reyes, a Gianni Versace, a policías, a mafiosos, a Rodolfo Valentino.
Fassbinder, Buñuel, Chabrol, Tarantino. Franco Nero está en "Querelle" y en "Tristana". Fue una vez un Django seductor de necesidad, tumba a cuesta y saldos pendientes. 


El cinéfago Quentin lo recuperó décadas después y renombró su siguiente película con ese personaje; a Franco le dio un cameo como entrenador de mandingos en "Django Desencadenado".


A Franco Nero se le ve de villano en una entrega de "La jungla de cristal", aparece hasta en un episodio de "Ley y Orden: Unidad de Víctimas Especiales" y échale un ojo al Imdb: no para, no parará.
Sigue guardando un atractivo incontestable, pero, ay, aquel Franco Nero joven, con ese vello en pecho, con bigote o sin bigote, coronado por una buena mata de pelo o unas entradas como pistas de aterrizaje.


Y esos ojos azules. Pero qué ojos, qué mirada. Es tan viril y, a la vez, tan calmado. No es el clásico chulo italiano, pero es tan sexy como el más guapo de sus compatriotas, Es humilde en su absoluta maromez, es un rotundo favorito. Será por la excitación de tenerlo en mis blogueras manos por fin, pero si tengo un tipo de hombre, ese es Franco Nero. 


Tantos Franco Neros imprescindibles.
El Franco Nero de "Yo la conocía bien", un pequeño papel donde interpretaba a uno de los machos que se encama con una dolcevitesca Stefania Sandrelli.
El Nero de "El día de la lechuza", con Claudia Cardinale. Franco es a los hombres lo que la Cardinale a las mujeres. Demasiado, demasiado.
El Nero de los delirantes westerns de Sergio Corbucci; bigotudo, divertido, irreverente, pura acción.
El Nero de "La virgen y el gitano", adaptación algo olvidada del libro de D. H. Lawrence, donde un especialmente hirsuto Franco nos obligaba a reimaginar nuestro desfloramiento ideal.


Y el Franco de Vanessa. Franco Nero, a pesar de que ha vivido mucho y a muchas, siempre vuelve a Vanessa. Se conocieron en "Camelot" y la pasión les dio un hijo. La relación terminaría, pero nunca dejaron de verse y de encontrarse. 
Franco fue el padrino de la boda de la hija mayor de Vanessa, Natasha Richardson, cuando se casó con Liam Neeson. Franco Nero también fue apoyo de la familia cuando Natasha murió trágicamente.


En 2006, decía que cuarenta años no es nada y se casó por fin con su amada Vanessa.
Verlos cantando "If I Ever Would Leave You" en ese musical esplendoroso que los unió es tradición anual de quien esto escribe, pero, como pareja senecta, son más entrañables aún que en "Camelot". Ella no teme parecer una vieja, mientras él, tan italiano, se tiñe y hace el debido esfuerzo por apurar la calva con los cuatro pelos que le quedan. 


Recuperar sus películas es clamar por la infravaloración, tanto en su ductilidad artística como en su avasallante belleza.
Sirva este escrito como homenaje debido. Guapo hasta decir muerte. 

martes, 29 de octubre de 2019

Ese Libro, Aquella Película: 'Mujercitas'


Tendría yo unos doce ó trece años cuando entré en una librería con mi hermanita de la mano y, tras mirar un rato en las estanterías, le dije a mi Beth personal que fuese a preguntarle a la dependienta por un título en concreto. 
La dependienta, tras sus gafas de librera de toda la vida, debía estar mirándonos y se dio cuenta de la jugada. Cuando mi hermana fue a preguntarle, supo quién era el interesado de verdad,  se acercó y se dirigió a mí: 

- Tienes esta edición ilustrada - me enseñó - y esta, de bolsillo.

Ese día me compré la edición de bolsillo y, un mes más tarde, con los ahorros suficientes, fui a por la ilustrada, porque era demasiado bonita. 
La misma timidez que me impidió decirle a la dependienta que buscaba "Mujercitas" me hizo esconder los libros de otras miradas, incluso en mi propia casa.
¿Pero te das cuenta? Pese a estar cometiendo tamaña osadía para con mi sexo, yo era irrefrenable desde nene.
Había visto la versión de Mervyn LeRoy en la televisión y no me importaba en lo más profundo que "Mujercitas" fuese una historia sólo para mujercitas. Debía leer ese libro.  Hay cosas que son más fuertes que nuestra conveniencia y lo que dicen los demás.  
Adorar "Mujercitas" lo considero hoy un pequeño acto de rebeldía, digno de mi tocaya Josephine March. 


¿Estaba equivocado? ¿Es "Mujercitas" una historia sólo para mujercitas? 
Llego tarde a esta polémica, porque la novela de Louisa May Alcott ha recuperado el lugar que tenía y merecía desde hace un par de décadas, pero, durante mucho tiempo y también en mi infancia, vivía arrumbada en ese cajón llamado "literatura rosa", donde los entendidos - la mayoría, hombres - han volcado tradicionalmente desde obras maestras hasta porquerías con condescendencia o abierto desprecio, bajo el denominador común de historias que invocan sentimientos considerados femeninos y, por tanto, se entienden como sólo disfrutables por las señoras y las señoritas.
"Mujercitas" era considerada como el culmen de lo cursi y el aspecto de muchas de sus ediciones no ayudaba en ese sentido. 


La ironía reside en la propia protagonista de la historia: una marimacho que siempre se está quejando de lo cursis que son sus hermanas. Y decir "Mujercitas" que es rosa y folletinesca es un injusto puñal contra el propio corazón de la historia, esa que desvía a su protagonista de rubricar historietas de desmayos y espadachines para "no escribir una sola línea sin haberla sentido antes".
Y Louise May Alcott había sentido cada línea, porque "Mujercitas" es una semiautobiografía, tanto de su vida como de su familia. Como los March, los Alcott vivieron la Guerra de Secesión, atravesaron duras épocas de pobreza y perdieron a una de sus hijas. 
Jo es obviamente la propia Louise May, la escritora en busca de su propia voz, alérgica a quedarse haciendo calceta. Al contrario que Jo, Louise May Alcott jamás dio su brazo a torcer en cuestiones sentimentales: murió soltera.


Cursi o no cursi, aclaremos de antemano: "Mujercitas" es una gran historia. Se puede acceder a ella por sus ribetes dulzones y sus promesas de lacrimogenia, tan respetables como indiscutible parte de su atractivo, pero la amargura que se agazapa no es poca cosa. El título lo expresa: es una historia sobre crecer. 
Por eso es tan atractiva para las mujercitas lectoras y también debería serlo para los hombrecitos: habla del dolor de lo que se deja atrás cuando se acaba la niñez, de eso que se escapa de entre las manos; la ingenuidad, la paz familiar, la posibilidad de estar todos juntos.
La emocionalidad de "Mujercitas" se fundamenta en la pérdida de un paraíso, cimentado en el amor familiar. Cuando las niñas se convierten en mujeres, las lágrimas se contienen a duras penas: el tiempo es incontenible, implacable. Jo entiende que Meg se casará, que perderá a Laurie, que Beth ha vuelto a enfermar. Buscar su lugar en el mundo es el primer paso a la madurez, aunque nadie la haya pedido ni realmente la quiera. 


"Mujercitas" es también una novela de personajes y de momentos. Y de sentimientos expresados sin reparo. La reputación de cursi se la debe por su prédica de valores que en mundos contemporáneos suscitan entre risita y desconfianza. Esas niñas tan buenas y solidarias, que ayudan a los pobres y prometen enmendarse en todos sus defectos, instruidas por su madre en la humildad y el altruismo, han sido sometidas a juicios de distintos opinadores, particularmente cuando se hacen lecturas de género en una novela que, en su título mismo, se encomienda a la femineidad. ¿Es "Mujercitas" feminista o una cosa vieja que le decía a las mujeres como tienen que ser?
En esa disyuntiva, se movía la propia autora, educada en un estricto conjunto de reglas y pareceres cristianos, mas crecida entre inquietudes que la condujeron a un feminismo pionero. Con todas las limitaciones del tiempo en el que fue escrita, debiera ser mirada y comprendida la verdadera intención de "Mujercitas". 


Pero volvamos al pastel. "Mujercitas" es una gran historia, más compleja de lo que aparenta, pero vive contraindicada para los cínicos y los alérgicos al melodrama.
El mundo no ha conocido mayestático momento como aquel en que la frágil Beth rompe su timidez y va a sentarse en las rodillas del huraño señor Laurence por haberle regalado el piano de una nieta que perdió.
La Alcott, decimonónica de pro, iba a la yugular sin miramientos: el lector se contiene a duras penas el lacrimal y hay quien podría decir que "Mujercitas" vive en los terrenos del placer culpable en tiempos como el nuestro.
En todo caso, habría que señalar que ser bueno ahora no es menos que revolucionario y "Mujercitas" podría ser ese libro que hay que arrojarle a muchos a la cabeza para que se comporten como seres humanos.


¿Y el cine? ¿Qué ha dicho el cine sobre las March? Las adora desde los tiempos del mudo y, aunque vengan a la memoria tres versiones, hay muchas más, algunas televisivas, y otra, a punto de estrenarse.
Jo era un papel ideal para Katharine Hepburn en 1933 y Las cuatro hermanitas fue uno de los éxitos de sus primeros años de gloria, dirigida con suavidad y ternura por George Cukor, siempre nombre ideal para la adaptación de augustas novelas y para universos femeninos. 
Aunque la película hoy tenga un aspecto muy envejecido y sus actrices protagonistas parezcan las madres de sus personajes, Las cuatro hermanitas está llena de imágenes imborrables y asentó el afortunado tono sentimental en que se han movido las versiones posteriores.


La Metro, en 1949, volvería a la historia, sin escatimar en medios y con su Technicolor más pastel, en la versión de Mervyn LeRoy.
Es sin duda, mi favorita, tal vez porque fue el modo en el que conocí esta historia y le tengo un especial cariño. La considero la más emotiva y hermosa, y Jo está brillantemente interpretada por June Allyson, una actriz tan popular en su tiempo como poco utilizada en su potencial valía. 


Décadas después y dentro de la revalorización de la novela, Gillian Armstrong estrenaba su versión en 1994, protagonizada por Winona Ryder, y donde se ponían las bases para la vindicación de "Mujercitas" como historia con lectura de género. Al respecto, Marmee, interpretada por Susan Sarandon, se permite lanzar un discurso muy 1994 sobre la condición femenina. 
Esta versión, muy fiel a la novela, tiene mucha reputación en Estados Unidos. Personalmente, siempre la he considerado correcta, pero insípida; una de esas adaptaciones a cara lavada, tan propias de la década de los noventa.


Las últimas noticias - y también las ganas de Oscar - sitúan una nueva versión en la palestra, dirigida por Greta Gerwig, y con Saoirse Ronan como Jo y el bellísimo Timothée Chalamet como Laurie. Intensificar el feminismo y presentar una estructura en flashbacks parecen ser las bazas de esta enésima revisitación de "Mujercitas", que expresa la vigencia de una historia que se resiste a marchitar en la memoria, las mesillas de noche y las retinas.


Cada fan de "Mujercitas" tiene su historia personal y su relación particular con ella, y como novela sobre el crecer, es además leída y descubierta en ese momento, por lo que la identificación es enorme en ese momento y, con el tiempo, se añade la nostalgia. 
Y a los que nos aventuramos con mayor o menor fortuna en la senda del escribir, ese consejo del Profesor Baer nos sirve de faro y guía.
Porque no, no hay que escribir una sola palabra sin haberla sentido antes.


Cuando ahora visito las librerías, no hace falta preguntar por "Mujercitas". Hay tantas ediciones a la vista, que no necesito de mi hermana para que le pregunte a la dependienta y no quedar yo de mariquita.
El último viernes no pude resistirme y me encapriché de la más reciente de Penguin. Dudé un momento de lo que iban a pensar de un hombre de pelo en pecho comprando ese libro. Sólo fue un momento de duda, lo prometo.
Menudo mujercito soy desde hace rato.

viernes, 25 de octubre de 2019

Crónicas de Cinefilia: Cómo empezó todo


Cierta madrugada de verano, los recortes de las revistas de cine que adornaban mis paredes se llenaron de sombras. Era tarde y la luz de la lámpara se escondía tenue, para que no la divisasen padres protestones y pregonasen aquello de "niño, a dormir, que ya es hora".
¿Quién era capaz de dormir? Estaba contemplando ese altar cotidiano. Hipnotizado. 
Podría comenzar esta historia diciendo que recé ante ese popurrí de fotos del Hollywood clásico y prometí dedicar mi vida a perseguir la belleza. Pero no fue así. Yo miraba esas fotografías con aflicción. 
Porque quería escribir sobre cine y no sabía cómo. 
Anhelaba decir algo sobre lo que sentía en ese momento. Nadie me iba a escuchar, por descontado. Mejor era ponerlo por escrito. Pero, ¿qué podía escribir entonces sobre cine si lo estaba descubriendo?
Ignoraba que atravesaba un dilema antiguo. Los escritores persiguen la alquimia; contar lo que el lenguaje es incapaz en la vida. Cómo contar el amor, cómo contar el dolor.
Yo quería contar el cine. "Son sólo espejos y humo", escribí en una libreta. "Quiero hacer un homenaje al cine clásico de Hollywood", también garabateé. 
La obsesión, que era nueva por entonces, se hizo bicéfala: ver todas las películas y soñar con poder escribir sobre ellas.
Si te cuento un secreto - esta historia irá sobre muchos secretos -, todavía, después de tanto y tanto escribir sobre cine, siento la misma aflicción de aquel adolescente. ¿Acaso encontraré las palabras?


¿Cómo empezó todo? 
Las películas siempre me gustaron y divirtieron, desde muy pequeño, aunque la exigencia era escasa. Antes de ser cinéfilo, era un espectador. El espectador puede tener cierta inclinación por un género o disfrutar más un título que otro, pero vive en estado de despreocupación. Consume cine, no lo ve.
La fase precinéfila de mi existencia no es importante en esta historia, incluso aunque apareciese en ella alguna gran película que me impactara.
Recuerdo una noche de sábado en la que la pantalla de La 2 de Televisión Española se hizo de blanco y negro y apareció Manderley.
Comenzaba como un cuento y la mansión aparecía entre sombras; había que entornar los ojos para discernir su arquitectura. Era obsesionante. Era terrorífica.


El cine era aterrador para este niño sensible y asustadizo. Cualquier cosa intensa me hacía cerrar los ojos y lo erótico me enrojecía. El cine, ese despertar a la vida, que hacía sentir las cosas como si las viviese. La mejor atracción de feria jamás inventada.
Pero, ¿quién podía distinguir el cine bueno y el cine malo?
Como algo que se esconde detrás de una puerta en una habitación demasiado elevada en la casa para un niño, el cine de verdad, el venerable, el antiguo, vivía en las brumas de la alta hora de la noche, cuando me caía de sueño y mis padres ordenaban que apagáramos la televisión.
Yo sabía la verdad: allí vivían las películas de un pasado que parecía muy remoto, con subtítulos amarillos sobre imágenes plateadas. Me daban miedo, pero quería verlas. Siempre, siempre quise verlas.


- Ya no hay actores como los de antes - decía mi abuela, que adoraba el cine del viejo Hollywood, el que se hizo cuando ella era una niña.

Viendo una foto en una revista, me anticipó algo más importante que esas películas: la leyenda de sus estrellas.

- Era la actriz más famosa del mundo. Dijo que se retiraba y jamás volvió.


¿Cuándo fue? Voy, voy.
Mi cinefilia comenzó en 1995. Yo tenía catorce años y el cine cumplía cien. Las revistas lo celebraban, la televisión también. Se emitían ciclos por entonces, y José Luis Garci comenzó "Qué grande es el cine", con el que toda mi generación aprendió más de lo que está dispuesta a aceptar.
La necesidad de ver una película tras otra, de descubrir todas las obras maestras, de dejarme los ojos en la pantalla, se venía gestando desde hacía un par de años, pero, de repente, el estallido, la obsesión.
Únicamente pensaba en el cine, no quería saber de otra cosa. Dejé de leer, de preocuparme por nada más. Me aislé, me aislaron.

- Sólo habla de cine. - decían mis compañeros de colegio, mis pronto ex amigos, yo separado de ellos, de manera inevitable, por aquella horrible adolescencia, marcada por mis complejos y acuchillada por una verdad para la que aún no estaba maduro: mi homosexualidad.

El amor por el cine y mi despertar sexual son indisociables. Buscaba una respuesta en esas imágenes y la encontré. La expresividad, la fuerza, la capacidad de contarlo todo, de no callar nada, de desmelenarse. El melodrama, el musical: mujeres y hombres que expresan sus sentimientos llorando o cantando. 
Yo callaba, me ocultaba. Llegó un momento en que estaba solo en las madrugadas, mirando aquellas fotos de imposible hermosura, que me devolvían la mirada como nadie lo hacía entonces. 


El título que siempre he considerado el inicio de esta severa enfermedad es ¿Qué fue de Baby Jane?. Fue el primer clásico que recuerdo comprar en VHS. 
La película cuenta una rivalidad fraternal y tiene a dos mujeres a la gresca todo el día; cosas que me resultaban más conocidas de lo que desearía. 
Por entonces, era incapaz de inferir el análisis freudiano y ahora pienso que no fue lo decisivo en la fascinación. 
Fue la potencia de las imágenes, los giros de la historia, las dos actrices, aquello que llaman el "grand guignol". 
Al final, aquella frase de "Entonces, todos estos años podíamos haber sido amigas" me dejó impresionado de por vida. El gesto de Bette Davis, también.
La película trata sobre la envidia y la decadencia, de cómo cualquiera se queda encerrado en un odio, en una idea de sí mismo, porque no se concibe de otra manera, porque tiene miedo de salir de casa y quedar expuesto. Trata sobre la verdad y la mentira, sobre Hollywood, sobre los secretos y la necesidad de destaparlos.
¿Qué fue de Baby Jane? es puro cine, aquel que tiene garras y te da caza.


El cine me salvó de tirarme por la ventana, pero me impedía salir por la puerta. Como Blanche Hudson, estaba atado a la silla, delante de un televisor, viendo películas.

- Ya le dio por el cine - decía mi madre, como quien saca un termómetro a reventar de fiebre. - No habla de otra cosa.

En verano, me iba a la cama a las cinco de la madrugada. Cuando regresaban los meses de instituto, llegaba muerto de sueño a las clases si Cine Club emitía alguna película demasiado importante para confiarla al programador. Me escapaba de las clases para volver a casa y ver "Mujeres", de George Cukor, o "Hasta que llegó su hora", de Sergio Leone.
Borraba las cintas que encontraba en casa, hasta las que no eran mías, para grabar más películas. Una tarde, mi padre me abroncó en un aparcamiento porque había metido en el carro del supermercado un pack de VHS sin él enterarse hasta que la cajera las pasó con el resto de la compra. 

- Tienes el mismo color que las películas que ves. - me dijo alguien.

En el instituto, mi amor por el cine era el gran secreto, o uno de tantos. Porque tenía que esconder muchas cosas: las inquietudes, los talentos, los placeres culpables, la sed por los torsos desnudos, todo lo que sabía y todo lo que soñaba. 
Sólo se enteraron algunos profesores, cuando dejé translucir alguna verdad en una redacción.

- Cuánto sabes de cine - decían, mientras miraban con lástima mi tristeza, mi pasotismo por todo, mi hosquedad.

Viendo películas, viendo películas, sentado, sin hacer ejercicio, sin amigos, engordando, adicto también a la Coca-Cola, a los Marlboro y a ignorar mi imagen en el espejo. Mi espejo eran las películas. 
¿Por qué? Porque me gustaban más que la realidad. Hay que tener mal gusto para decir lo contrario.


- Josito ha visto tantas películas porque nació en una isla. ¿Y qué se puede hacer en una isla? - diría un profesor, tantos años después, cuando tuve la oportunidad de estudiar Cine.

Yo nací en una isla, sí, pero me construí otra dentro de ella, porque no encontré a nadie como yo. Porque era un pecado ser inteligente y demostrarlo, abrir un libro cuando los otros pateaban un balón, amar "Mujercitas", cerrar los ojos y soñarse Judy Garland. Yo no podía siquiera reírme mucho, ni entusiasmarse demasiado, sin oír la palabra "marica" o verla grabada en la mirada condescendiente y lastimera de los demás.

- El pobre, no se metan con él.

Las películas viejas eran mariquitas, como yo. Eran divinas, como la belleza que se construía en mi corazón, así de generosas eran las estrellas de Hollywood. Me enseñaron a fumar y a soñar. Yo beso como en las películas, yo me enamoro como en las películas. Aprendí a ser bueno, a preferirme elegante, a tener esperanza.
Y, un día, me reconcilié con la realidad. Firmé un acuerdo de paz y, además de ser cinéfilo, aspiré a la felicidad, a comunicarme con los otros aunque no supieran quién era Carole Lombard, a salir a la calle y a todas esas cosas que hacen las personas normales.
La adolescencia había terminado, destapé mis secretos y el amor por el cine maduró. De la obsesión, quedaron los dorados frutos, prósperos y eternos, esos que, veinte años después, aún saboreo.


El cine no me solivianta como antes. Aquel miedo, aquella perturbación, quedó hace atrás hace muchas lunas. Lo conozco bien y, en ocasiones, me aburren sus proverbiales trucos. La película tiene que ser muy buena para capturar mi atención y, por eso, ahora veo pocas y confío en la bondad de las conocidas, aquellas que me han gustado de siempre. No pierdo el tiempo, quizá porque tengo poco.
De vez en cuando, he de reconocer que el cine todavía me agarra el corazón del modo en que lo hacía cuando me enamoré de él. Además, ahora las películas pueden contar mi vida, la experiencia, lo que me faltaba cuando tenía catorce años.
Cuando consiguen decirme algo sobre el amor que perdí, sobre el niño que dejé atrás o sobre el pasado que ya no puedo cambiar, mis mejillas vuelven a sentir el calor de las lágrimas. Los sentimientos regresan, la hipnosis también.
El pasado son las películas que vi entonces, que también se hicieron vida y experiencia. Cuando las revisito, recuerdo el momento en que las descubrí y amé. El cine es el amor de mi vida, lo dije una vez, y mi vida es el amor por el cine.


Si te cuento un secreto, todavía me gusta más que la realidad. Hay que tener mal gusto para decir lo contrario.

jueves, 24 de octubre de 2019

La radio vive


La radio vive. Me lo contó alguien, no recuerdo quién.
Me quedé dormido y me lo susurró una voz. Mira hacia las estrellas, escuché, la radio es inmortal. Todo perecerá, pero suspira por la radio, porque allí seguirá, entre las ruinas del Fin del Mundo; mientras las pérfidas, laboriosas cucarachas se adueñan del planeta, un olvidado transistor sonará. El locutor habrá muerto, jamás el hilo musical que dejó prendido. Smooth operator y Careless whisper, melodías para el Apocalipsis.
Melodías, melodías. El sueño cambió y soñé con el legendario Radio City Music Hall. Las ondas y los grandes micrófonos retransmitían glamour para un país en crisis desde el corazón de Nueva York. En los años treinta del siglo pasado, Hollywood crecía. Era inevitable adorarlo. Las suaves caricias de sus estrellas, sus amoríos, sus melodías de Broadway, también se contaban por la radio. Porque entonces la radio contaba el mundo, las guerras verdaderas, las invasiones alienígenas de Orson Welles, los conciertos de Brandeburgo, los más emocionantes seriales y la paz, por fin se firmó la paz.


El cine le robó el corazón a la radio; la televisión se llamó su orgullosa asesina. Pero la radio aún vive. Un sueño me dijo que era inmortal, porque todo aquello que cuenta historias está condenado a vivir para siempre.


Dormí de nuevo, con la radio encendida. “Vive para siempre, tú eres la radio inmortal, vuelve a contar historias”. Pero no sé qué escribir, desconozco el modo de regresar, es lo que intenté explicar. Pero la voz se desvaneció, no recibí respuesta, sólo el fffff de la radio cuando no consigue sintonizar.
Soñé y soñé con las estrellas del viejo Hollywood, con chicos guapos, con el Romanticismo, con mis novelas favoritas, con los poetas, con el cine. Soñé con el cine, sí, una y otra vez, con doradas pantallas en blanco y negro y Technicolor. Y la radio, en el duermevela, me vigilaba como una muda esfinge, a punto de decir una verdad fatal.
Un locutor parecía querer algo importante.           


Ffffff. Comienza el blog más glamouroso que hayas hecho nunca, decía, entre un sonido sincopado por la estática, por cierta lejanía. Alguien debería sintonizar mejor esta cadena, pensaba con la lógica del sueño, no oigo bien.
Escribe el blog que quieras leer, creí escuchar, aunque estaba profundamente dormido. Soñaba que era el locutor y el oyente, el durmiente y el escribiente. Soñaba que yo era la Radio Inmortal.


Desperté. No había ninguna radio en la mesilla de noche. Los restos de un té, un libro, el silencio. Pero no olvidé el sueño, fui incapaz.
Y soñé despierto durante días y semanas que había vuelto a mi Manderley, mi bella casa, mi bloguniverso. Quizá este lugar haya muerto hace muchos años, pensé con tristeza, pero sigue siendo un hermoso modo de contar historias. Y todo lo que cuenta historias está condenado a vivir para siempre.
La radio vive, Josito Montez vive, ha nacido este blog. Tendrá todo lo que te gusta, porque son las cosas que yo también adoro. Será el más glamouroso que haya escrito nunca, será el que yo quisiera leer.


Sin mayor agenda que el placer, sin mejor destino que la eternidad.