martes, 10 de noviembre de 2020

Crónicas de Cinefilia: El Desafío Cinéfilo (2ª Parte)


Continúa el recorrido por mis películas favoritas, reunión de varias publicaciones de mi perfil del Facebook durante el último mes.

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950)

La más fabulosa sátira sobre la Meca del Cine llegaba a la conclusión: Hollywood es imposible. 
Babilonia se decía creadora de estrellas, pero no son más que monstruos desesperados por foco, plagados de parásitos en sus cansados lomos. Las cámaras siempre vuelven, pero será para acompañar titulares sensacionalistas, que otorguen lamentables broches a reputaciones del ayer.
Como los verdaderos clásicos, "El crepúsculo de los dioses" es una rareza, una respuesta y un fascinante recorrido por el fascinante cine que criticaba. 
Como película con un guión legendario, es también un saludo a la oscura figura del guionista, ese gran desconocido, ese que se siente siempre prostituido. 
Así, el protagonista de esta película es un guionista sin un centavo que acepta más que un abrigo de vicuña de la olvidada Norma Desmond, la estrella del cine mudo que lo utiliza para revivir no sólo su marchita carrera.
Esta devastadora película, pasarela de cosas feas y tristes, desde la pérdida de oportunidades hasta el dolor por el paso del tiempo, se hace favorita desde su elegancia y su macabro sentido del humor. Aunque no fue un éxito en su momento, el público suele aplaudir a rabiar con su final.
Película tan lista nos habla de la perversa trampa que significa la nostalgia. Como Norma Desmond, tendemos a repetir que lo mejor se acabó y ya sólo queda vulgaridad. Como ella, corremos el riesgo de vivir de hecho en un ilusorio pasado, que nos atrapará para siempre.

UN TRANVÍA LLAMADO DESEO (A streetcar named Desire, Elia Kazan, 1951)

El enfrentamiento que libran los dos personajes principales de esta legendaria película - según una legendaria obra teatral - es el enfrentamiento diario de toda naturaleza humana. Al menos, la mía. Cada día, la oposición entre las ganas de elevarnos de nuestra condición de animales y la irrefrenable tendencia a la irracionalidad; cada día, la búsqueda de hechizos mentirosos que nos hagan escapar de la realidad en contra de la forzosa necesidad por la verdad. 
Así, Blanche y Kowalski en un espacio sudoroso que es la Tierra, en una tragedia propia que surge el daño mutuo, en una confusión irresoluble que se libre en la frontera de la vida y la muerte. 
Esta película, hilada en las frases lúcidas del maestro incomparable Tennessee Williams, aborda muchas cosas: los hoteles Flamingo del pasado, las flores para los muertos que llegan en la niebla, el temor a perderlo todo, incluido el último resquicio de cordura.
Es una película desmelenada, que deja abrumado, pero su pasión nace de un cálculo preciso. Como los dos personajes que adapta, en un escenario vulgar, entra el sueño; en una historia alocada, irrumpe la brillantez más pulida. 
Cuatro interpretaciones para quitarse el sombrero y prenderse del brazo del más bondadoso de los extraños. Y ahí el joven Brando, revolucionando el naturalismo interpretativo, y abriendo las aguas para el maromismo fílmico, tal y como lo entendemos hoy día.

CAUTIVOS DEL MAL (The bad and the beautiful, Vincente Minnelli, 1952)

Es un crimen que “Cautivos del mal” haya ocupado un puesto en la lista de mis películas favoritas sólo recientemente. No sólo la he amado siempre, sino que es la película que cuenta cómo se hacían las películas que me gustan. “Cautivos del mal” desgrana la trastienda de ese cine que murió hace mucho, mucho tiempo, muchos años antes de que yo naciera, pero que aún aparecía en las madrugadas televisivas de mi adolescencia, destinado a cambiar mi corazón para siempre.
“Cautivos del mal”, una de las obras más ambiciosas de la Metro Goldwyn Mayer, es un puzle a recomponer que, a través de tres historias, nos cuenta la figura de un productor de Hollywood. Mezcla de Orson Welles, Val Lewton y David. O Selznick, el carismático “malvado” representa a todos los hombres que se embarcaron en la locura del cine; empecinados, talentosos, arrogantes, implacables. El cine se benefició de los grandes éxitos de estos aventureros, pero aprendió mucho más de sus clamorosos fracasos.
“Cautivos del mal”, con un guion de hierro, una dirección refinada y un reparto deslumbrante, es ácida y glamourosa, serena e histérica, inteligente y, sí, maléficamente cautivadora. El cine, parece concluir, es una cuestión vampírica; una vez inyectada su pasión, no habrá orgullo que valga. Otra aventura, otra película.
“Cautivos del mal” nos cuenta que un día el cine fue el negocio más emocionante del universo conocido.

EL INTENDENTE SANSHO (Sansho dayu, Kenji Mizoguchi, 1954)

Lo único feo de “El intendente Sansho” es el título. Los que la han visto saben que mejor podría llamarse “Zushio y Anju”, los dos hermanos protagonistas, vástagos de una familia noble caída en desgracia, destrozada y vendida a la esclavitud.
El film más exótico de mis veinticinco es probablemente el mejor, “una de esas películas por las que el cine existe”, en palabras de Gilbert Adair, una obra absolutamente desgarradora, que sólo dejaría indiferente a un psicópata.
Mizoguchi eleva el melodrama a la categoría de noble arte, y esta su obra maestra recorre lo mejor del ser humano en la peor de las situaciones: un saludo a la dignidad, a la esperanza, a la conciencia, y una enérgica denuncia contra nuestra inacción ante el sufrimiento ajeno. Los seres humanos olvidamos nuestra humanidad con demasiada facilidad.
Lo que nunca olvidarás con facilidad es el final de “El intendente Sansho”. A veces, lo recuerdo y me echo a llorar. Es, sencillamente, el momento más emocionante de la Historia del Cine.


JOHNNY GUITAR (Nicholas Ray, 1954)

Yo amaba “Johnny Guitar” antes de verla, del mismo modo que amamos el amor antes de conocerlo. Sólo vislumbrar sus imágenes en revistas y documentales de cine anunciaba mi idilio eterno por el más peculiar de los westerns, ese que se redescubre en cada visión, inmarchitable. Me vuelve loco esta película, no puedo ser objetivo.
Me vuelve loco una película que comienza con una montaña explotando, que es pura incongruencia, que nunca se sabe qué hora es, que parece desfasada hasta para la época en la que vio la luz, que desafía los cánones en un arrebato manierista, y, a la vez, se mueve con un misterio, una elegancia y una sensibilidad arrolladores.
Los rebeldes de Nicholas Ray, esta vez, en un Oeste de sueño que se troca en pesadilla, cuando irrumpe la intolerancia, el fanatismo y la violencia; “Johnny Guitar” cantaba a la persecución de una era dramática y hoy ver a Mercedes McCambridge demudada por el odio, soltando una perorata en contra de los supuestos invasores, de los seguros distintos, de los que se atreven a romper las reglas, sólo despierta a la vigencia de esta obra maestra del fuego, la pasión y el color.
Diálogos para grabar todas mis lápidas, un guion trepidante y literario al mismo tiempo y personajes memorables, ¿qué decir más “Johnny Guitar”?
“Johnny Guitar” es, sobre todo, Vienna. Joan Crawford odiaba esta película, pero pocas veces estuvo tan bien. Esa valiente, durísima, romántica Vienna, en lo alto de la escalera, al piano, empuñando las armas, en cromáticos vestuarios, devota del progreso y de darse una segunda oportunidad en el amor. “Johnny Guitar” sueña con un mundo en que las mujeres pegan el último tiro.


SÓLO EL CIELO LO SABE (All that Heaven allows, Douglas Sirk, 1955)

Esta historia de amor, firmada por Douglas Sirk, funciona como todas sus mejores películas: en un misterioso doble nivel, sólo posible por una mirada irónica. Patrocinada en revistas femeninas y vestida con colores pastel, esta película iba directa a los corazones y taquillas de la América de los años cincuenta, próspera, materialista, sentimental. Pero, en ella, todo indica lo contrario: no es una celebración, es una crítica de ese universo, a veces salvaje, siempre amarga. Los habitantes del pueblo ficticio son retratados como una siniestra horda de cotillas, obsesionados con el dinero y el sexo, dispuestos a derribar a quien se atreva a romper sus escleróticos rituales. Y, como supuesto saludo a la mujer melodramática, a la madre sacrificada, a la señora paciente, “Sólo el Cielo lo sabe” habla de lo fútil que es sepultarse en vida por los hijos, de la tragedia de las mujeres que se quedan solas por apariencia y del advenimiento de la televisión como el definitivo instrumento alienante.
Intensa, preciosa, magistralmente dirigida, “Sólo el Cielo lo sabe” también es lo que vendía: una historia de amor. Y, como las grandes obras románticas, no es tanto el idilio lo que está en juego, como la libertad que supone. El enorme miedo a derribar las barreras que impone la sociedad y el descomunal placer de conseguirlo.


IMITACIÓN A LA VIDA (Imitation of life, Douglas Sirk, 1959)

Si los arqueólogos del futuro descubrieran una cinta de vídeo, fueran capaces de reproducirla y se tratara de “Imitación a la vida”, estoy seguro de que quedarían perplejos sólo con los títulos de crédito. ¿Qué clase de civilización era esa? Diamantes que, en realidad, son cristales, cayendo al tenor de una melosa canción.
No hace falta viajar al futuro. “Imitación a la vida”, en muchos aspectos, ya nos habla de una civilización perdida, desde luego de un cine perdido, y esa cascada de diamantes que, en realidad, son cristales, que, en realidad, son las lágrimas que van a derramar las protagonistas y también los espectadores, asegura una estupefacción cercana al principio de un proceso hipnótico.
Una saga brilllante y muy triste sobre dos mujeres que intentan ser las mejores madres, cada una en su estilo, y fracasan dolorosamente - ¿qué madre no se siente fracasada al final? -, “Imitación a la vida” son dos historias. Por un lado, un backstage drama, oportunidad para que Lana Turner luzca vestuarios cada vez más babilónicos a medida que su personaje se enriquece. Y, por otro, un drama racial, que irrumpe con timidez y se adueña del alma de la película por completo, desde el momento en que aparece Susan Kohner como la mulata Sarah Jane.
La despedida de Douglas Sirk de Hollywood fue a rebato de un melodrama que hizo llorar a la América del abrigo de visón y de la segregación racial, del materialismo y de los sueños de romanticismo que se quedaban en eso: sueños. La película, como todo Sirk, es más de lo que el ojo llorón ve. Ultraestilizada, excesiva con intención paródica, y, a la vez, elegante y comprometida con el género. Es la woman's picture definitiva.
Si la cascada de diamantes del principio deja perplejo al futuro, ¿qué decir del final? Producto de un cine norteamericano que no sólo despedía a Douglas Sirk sino que pronto colapsaría, el final de “Imitación a la vida” representa todo el exceso y la gloria de ese universo ignoto. 
Cine que hoy, como una madre, vieja pero aún eficiente, nos seca las lágrimas con el arrullo de que el mundo puede ser tan bello como esta película.


DULCE PÁJARO DE JUVENTUD (Sweet bird of youth, Richard Brooks, 1962)

En una climática secuencia de esta película – el último encuentro de Chance y Heavenly en el embarcadero, cuando él le muestra el contrato y ella huye en la lancha -, las emociones se agolpan de tal manera que es difícil resistirse a verter una lágrima. El misterio detrás: una gran historia que llega a su culmen, una opresiva atmósfera que se hace insostenible sobre el destino de los personajes, una dirección firme, unos diálogos inmortales, unos actores de talento y una música maravillosa. Y algo más, ese ingrediente secreto que Hollywood perdió por el camino; cuando intentó hacer algo parecido tiempo después, sólo quedó el empalago. Quizá esta sea la última – sin duda, una de las últimas – obras del cine clásico norteamericano que lo entregaban todo y provocaban ese síndrome de Stendhal que sólo da el buen arte.
“Dulce pájaro de juventud” resume la mejor parafernalia de Tennessee Williams: una diva del cine en las últimas, un gigoló romántico, un político corrupto y su nada virginal hija, entre otros seres que pululan por un Sur sofocante, mediado por el evocador sonido de las gaviotas. Aunque la obra teatral quedara aligerada para los tiempos de Hollywood, el poder de las palabras del gran dramaturgo recorre la glamourosa película, una de las mejores comuniones entre profundidad y estilo que han visto estos ojos. Como nosotros, los personajes de esta historia viven entre sus sueños de amor y triunfo y el despertar a la realidad de la violencia política, el temor a la mediocridad y el paso del tiempo.
Denuncia del sueño americano, pasaje por la condición humana, arrebatado canto a la libertad y recordatorio de que la juventud es lo más fácil de vender y, a la vez, lo más amargo de malgastar, permítanme parafrasear la frase más recordada de “Dulce pájaro de juventud”: existen dos tipos de personas, los que saben amar esta película y los que no.


CAMELOT (Joshua Logan, 1967)

Las películas favoritas son como las personas queridas; acompañan a lo largo de la vida y más vale bendecir el día que las conocimos. Es lo que pensaba revisitando “Camelot”: bendito el día en que la vi. Es demasiado hermosa, desde su impecable aspecto hasta su enorme corazón. 
Un musical de larga duración, como los que acostumbraba a producir, sin escatimar medios, el Hollywood de los años sesenta, prestados de Broadway, algunos, enormes éxitos, otros colosales fracasos financieros. 
“Camelot”, tristemente, perteneció al último grupo, y quizá por ello no goce de buena reputación en su país de origen.
Los años y las visiones le han sentado de maravilla. Comienza cómica, un tanto delirante, otras directamente rídicula, siempre optimista y gozosa, llena de flores, hasta que llega, de repente, uno de mis momentos favoritos de la Historia del Cine: la resurrección de Dinadan. 
A partir de entonces, lo que era una travesura se torna dramática, profunda. Es el despertar a la resaca, es la tristeza que espera tras la utopía. “No dejemos que las pasiones acaban con nuestros sueños”, llega a decir Arturo. Pero es demasiado tarde.
Por un lado, “Camelot “ es el fruto de una era. Por otro, lo que encierra es atemporal, como atemporales deben ser las grandes ideas y los mejores valores.
Los que aman “Camelot” dicen que es el último gran musical de Hollywood. Yo añadiría que es también la última película, antes de que el cine norteamericano se obligase a dar un timonazo definitivo. Como amargo es su final, amarga es la despedida que representa. 
Pero, ya lo expresa el rey Arturo, caída la bella empresa, sobrevivió el relato, el alma, la idea, el sueño. Contar lo que fue, lo que significó y lo que aún prevalece.


EL VALLE DE LAS MUÑECAS (Valley of the dolls, Mark Robson, 1967)

Siempre he dicho que “El valle de las muñecas” es “esa película mala que adoro”. También fue una obsesión durante mucho tiempo y sólo por las veces que la he tenido en la mente, en la boca y en la pluma – la pluma de escribir y la pluma del ademán, sí – conservará un lugar para siempre en mi lista de favoritas. Ha sido tanto el amor, que muchas veces he dudado de si es tan mala. 
“El valle de las muñecas” no es mala, es un desastre de proporciones épicas, es como ver el hundimiento de un transatlántico en plena noche. Es la fascinante caída del viejo Hollywood, incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, pero aún con una energía especial en su núcleo. “El valle de las muñecas” es basura con pedigrí.
Se compone como un tradicional backstage drama, insípido y comedido, hasta que Patty Duke, a la hora de duración, tira un cigarrillo a la piscina, anunciando que su personaje ha cambiado y la película también. Mientras el pelo de las protagonistas empieza a crecer en volumen y su vestuario se vuelve inconcebible, la película entra en un non-stop de disparate melodramático, con unos diálogos que suenan como truenos de tanto chirriar y unas situaciones que dibujaban una risita en el espectador ya en su fecha de estreno.
Ninguno de los responsables de “El valle de las muñecas” imaginó que una película de intención seria propiciaría risa, que su delicuescencia la convertiría en el clásico camp por excelencia y que los gays nostálgicos repitiesémos sus frases como un mantra. Pero ahí está, en pie, el divino infortunio cinematográfico que hace decir aquello de: “ya no las hacen así”.


MAURICE (James Ivory, 1987)

Vio la luz en un año terrible para una epidemia que se propagaba, sobre todo, por el lugar donde la espalda pierde su casto nombre. Esta adaptación de la novela de E.M. Forster sobre lo que hacen los hombres cuando se enamoran entre ellos era, en 1987, toda una provocación.
Pero no hay nada en “Maurice” que indique 1987; es inglesa y, por tanto, tradicionalista, atildadamente atemporal. Una película de los ochenta que no es ochentera – en muchos aspectos, una bendición – pero, como pieza cinematográfica, la más civilizada y, al menos durante su primera mitad, la más soporífera de mis veinticinco favoritas. A vista de pájaro, en una lista de pasiones de los fuertes como la mía, esta es un intercambio de pareceres sentimentales a la hora del té. Una película elegante e inteligente, a la que piropear desde una bostezada admiración.
Pero la historia de Forster se impone y "Maurice" cobra fuerza cuando llega Alec Scudder. Llega la verdadera Inglaterra, la desposeída, la que está dispuesta a romper todas las tacitas y también el lecho virginal del protagonsita. La historia que, a ojos nuevos, pareciera encaminarse a la previsible tragedia de soledad y suicidio, se vuelve traviesa, se escabulle por élficos matorrales y termina como un cuento de hadas: un príncipe encuentra a otro príncipe dormido.
“Maurice”, en una recta final sobrecogedora, alcanza la magia que tienen mis favoritas.
La película es más que 1987, más que su tradición académica. En el peor año, recordaba que nunca fueron buenos tiempos para ser homosexual, pero siempre existimos y, en algún sueño escapado de la norma y la etiqueta, hasta pudimos ser felices.
Dice Ivory que muchos hombres, desde el estreno de esta película, se le acercaron y le susurraron que “Maurice” cambió sus vidas.
No habrá ninguna duda de que está en este Desafío Cinéfilo porque también cambió la mía.


DRÁCULA DE BRAM STOKER (Bram Stoker's Dracula, Francis Ford Coppola, 1992)

Esta película fue una vez la más erótica y terrorífica que yo había visto. Lo pasaba fatal y, a la vez, me excitaba sexualmente. 
Ahora, revisándola por millonésima vez, pensaba en el hecho de que me pusiese tan rojo en 1992. Un siglo había pasado, pero todavía éramos unos victorianos. 
También me resultaba muy confusa; yo, con trece o catorce años, no entendía por qué el monstruo, el villano, el brutal vampiro era el personaje más magnético y por qué la bella Mina, en lugar de quedarse al lado de su marido, corría a acunar y besar a una criatura repugnante y vieja, con el cuello destrozado y ensangrentado, en el último momento. 
Hoy no puedo ver esa escena - en la que el adefesio vampírico se convierte en el joven Vlad antes de morir para siempre - sin emocionarme hasta las lágrimas. Tenía yo mucho que aprender de las bestias, incluyendo la que lleva uno dentro cuando se enamora.
El “Drácula” de Coppola derrocha todo lo que yo adoro en el cine: color, pasión, fasto, exceso, elegancia, música y un generoso toque de ridículo operístico, ese que desafía las puñeteras ganas de sobriedad de los cinéfilos más grisáceos, que, de manera previsible, odiaron esta obra maestra. 
El “Drácula” de Coppola, aunque muy influyente, tiene poco que ver con el cine de Hollywood de los últimos treinta años en tono, riesgo y desvergüenza. Por eso, jamás se ha apeado de mi lista de favoritas y ahí seguirá, eterna e inmortal, como el amor de Vlad y Elisabetta.

BROKEBACK MOUNTAIN (Ang Lee, 2005)


La única película de este siglo que se encuentra entre mis veinticinco favoritas es tan sutil y sofisticada que podría reproducirse sin sonido, como si el voltaje expresivo del mejor cine mudo reapareciera en la cartesiana batuta de Ang Lee.
Pero “Brokeback Mountain” no está sólo en esta lista por su calidad extraordinaria, sino, como muchas, por lo que significó en un momento determinado de mi vida. La primera vez que la vi me dejó hundido en la miseria. Me produjo exactamente lo opuesto a “Maurice”: desesperanza. Y decidí amarla, porque, en esa desesperanza, veía una verdad que sentía y que sólo esa película sabía articular. Además de la tristeza que me produjo en sí, tuve que soportar los comentarios de los que decían que no era para tanto, hasta los que incluso la vituperaban, y, como colofón, la decisión sumaria de la Academia de Hollywood a su humillante respecto.
Los años han pasado, como pasan inexorables para el amor de Ennis y Jack, y ahora me importa bien poco que a otros no guste lo que yo adoro, mientras los Oscars viven desde hace rato en una indigencia artística y de reputación, que ya ni leen el sobre correcto.
Volver a “Brokeback Mountain” no es la agonía dolorosa que suponía para mí en su fecha de estreno. No creo que transmita desesperanza. En realidad, como muchas de mis películas favoritas, es una celebración del amor, incluso si este acaba en muerte y lágrimas.
Aunque la obsesión amorosa destruya la vida de sus protagonistas, la recta final de esta admirable historia guiña el ojo, siempre sutil, a los más ardorosos: todo mereció la pena, desde el salivazo que lubricó la primera zascada anal hasta el último reproche que acabó en un abrazo por los suelos.
Hubo un tiempo en que estaba dispuesto a partirme la cara por defender esta película. Ahora no me partiría la cara por defender ninguna de mis veinticinco, porque estoy muy ocupado amándolas.

Crónicas de Cinefilia: El Desafío Cinéfilo (1ª Parte)


Durante el último mes, he visto mis veinticinco películas favoritas en el ciclo especial que yo llamo Desafío Cinéfilo. No es el primer Desafío que emprendo y no será el último.
Al terminar cada película, escribía una breve crítica o impresión en mi perfil del Facebook y, cuando ya caminaba por la mitad de mi sublime Desafío, pensé que no estaría demás reunirlas todas y publicarlas en un post de mi querida radio, en lugar de perderlas en el horizonte del inmisericorde timeline.
Este post no es, por tanto, un post en sí, sino una reunión de publicaciones de Facebook, hechas con mayor rapidez y menos detalle que cualquier escrito que yo firme para Blogger. 
De algunas, he escrito antes y, de hecho, en este blog. De otras, es la primera vez que aspiraba a contar lo que significan para mí. 
Ha sido, como siempre, una bella aventura, y espero que publicar este doble post especial en La Radio Inmortal me devuelva a este blog, con muchas publicaciones, quizá muy pronto.
Hasta entonces, sean las veinticinco.

EL MALVADO ZAROFF (The most dangerous game, Ernst B. Schoedsack e Irving Pichel, 1932)


Como varias de mis favoritas, “El malvado Zaroff” se inmiscuye en nuestra tensa relación con lo inconsciente, con la animalidad, con todo lo que consideramos el Mal. 
Presentó el arquetipo de la cacería humana como suprema perversión, a través de la lucha a muerte entre un siniestro conde exótico y un bello muchachote heroico. 
Esa caza/enfrentamiento entre dos hombres podría hasta tener una lectura homosexual, si apuramos lo freudiano para explicar mi amor por este film. 
"El malvado Zaroff" tiene ese grado de disparate, de intermitente ausencia de sentido del ridículo, venido desde ese maravilloso toque operístico que Hollywood tenía y perdió. El rey de la función es Leslie Banks desorbitando los ojos, tocándose la cicatriz en el cráneo y diciendo frases como “Si te comportas como un leopardo, te cazaré como a un leopardo” con un acento tronchante.
Pero en “El malvado Zaroff” pesa, ante todo, la nostalgia. No sólo me produce nostalgia ahora, sino que ya me la producía la primera vez. Es el encanto de lo vetusto, el amor por las atmósferas enrarecidas y las imágenes imborrables, lo gótico, las velas, el malvado en lo alto de la escalera. 
Y ese final emocionante, casi pictórico, que encoge el corazón de absoluta perfección.
Si hoy “El malvado Zaroff” parece una obra simpática, una reliquia arqueológica, habría que recordar que pocas se movían con tanto garbo en aquellos primeros tiempos del sonoro. Era raro que una película se permitiera poner a correr a sus protagonistas en 1932, a través de la selva, libres del micrófono, rompiendo esa teatralidad que trajeron los talkies, que parecían condenar al cine a una horrorosa inmovilidad. 
Con títulos como “El malvado Zaroff”, el cine fue libre otra vez.

AL SERVICIO DE LAS DAMAS (My man Godfrey, Gregory La Cava, 1936)

Los años treinta fueron el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos, y qué hay más dickensiano que un pobre vagabundo que, a merced de la más loca de las situaciones, termina como mayordomo de la más loca de las familias en el exclusivo barrio neoyorquino de Park Avenue.
“Tiene usted un magnífico sentido del humor”, repite Carole Lombard a William Powell en esta enorme comedia, poseída de justamente eso: un magnífico sentido del humor. 
El humor que prefiero: elegante, afilado, espontáneo, loco cuando tiene que serlo, compasivo y con algo importante que decir. En medio de una crisis económica, los descerebrados que componen la clase alta siguen gastando dinero a espuertas, inasequibles a la realidad de los que sufren y padecen, esos que viven en el vertedero municipal, que se rellena día a día con el fruto de los derroches. 
“Al servicio de las damas”, emblema de lo mejor que ha hecho Hollywood jamás, es una película con la que me río a carcajadas, con la que me emociono, con la que estoy de acuerdo y en la que me gustaría residir, delicia de art-decó y vaporosa atmósfera. Y, cuando la gente me dice que tengo un magnífico sentido del humor, suelo pensar que no sólo amo “Al servicio de las damas”, sino que también soy como ella.

REBECA (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940)

Para ser honesto, “Rebeca” era la película que menos ganas tenía de ver en este Desafío Cinéfilo. ¿Por qué?, se preguntarán ustedes con estupefacción y angustia.
Me la había zampado por millonésima vez el pasado mes de julio, tras leerme la novela de Daphne du Maurier, y el último post de La Radio Inmortal hasta la fecha está dedicado a las claves de su imperecedera fascinación y a todo lo que representa para mí. ¿Para qué verla de nuevo? Además, el temor de que se desgaste, de que me aburra, de que deje de gustarme, siempre está ahí; no sólo con “Rebeca”, sino con cualquiera de mis películas queridas.
Pero, una vez, precisamente en una línea de alguno de mis blogs, definí “Rebeca” como inmarchitable. 
Y esta noche, recuperándola por millonésima primera vez, aprendo, como si lo hubiese olvidado, que los clásicos nunca mueren. 
Su calidad está por encima de todo, pero también juega el reencuentro emocional que significan. 
Desde el principio, cuando las nubes se apartan y la luna ilumina el camino hasta Manderley, “Rebeca” está ahí, en ese Olimpo de perfección, atmósfera y encanto y en los recuerdos de esperar su emisión en la alta madrugada, con la fe de que el cine era el espejo de mis sueños y deseos.

CIUDADANO KANE (Citizen Kane, Orson Welles, 1941)

Considerada durante mucho tiempo como la mejor película de la Historia, “Ciudadano Kane” es, en todo caso, una de las más estimulantes aventuras fílmicas jamás botadas, el film más peculiar producido en el Hollywood clásico y el espectacular debut de un genio creativo, Orson Welles, que confesaría, entre lamentos, que jamás se le permitió repetir la libertad artística que se le concedió en esta película.
Ante tamaña reputación, la primera vez que vi “Ciudadano Kane” le concedí mi serena admiración – es decir, no la entendí muy bien – y poco podía predecir que alguna vez estuviera en mi lista de favoritas. Cada vez que la veo, me entusiasma más. Me atrapa desde el primer momento. Es fascinante, sobrecogedora, y la más perfecta unión entre la forma – fastuosa, pionera – y el fondo – una gran historia. Gran historia contada como uno de los puzles que arma Susan Alexander en Xanadú y recorrida por los temas más adultos que sólo el cabezón prodigio de Orson, a sus veinticuatro años, podía adelantar sin haberlos sentido.
Una obra maestra que revela no sólo a los grandes magnates y sus fabulosas mentiras, sino a los directores de cine y sus sueños de magia. “Ciudadano Kane”, excepción a todas las reglas, es una de esas raras ocasiones que hacen del cine algo extraordinario.

LOS VIAJES DE SULLIVAN (Sullivan's travels, Preston Sturges, 1941)

Como los grandes cineastas de su época, Preston Sturges trataba de reunir en la comedia dos asuntos irreconciliables por defecto: la promesa de la risa glamourosa y la conciencia sobre la desoladora situación social y económica del país. 
En “Los viajes de Sullivan”, la más perfecta, emblemática y sorprendente aleación de esos dos componentes, Sturges reflexiona ante nuestros ojos y llega a la misma conclusión que su protagonista, no por casualidad un director de cine. Éste quiere cambiar de registro y retratar una pobreza que no conoce ni ha sentido, por lo que se viste de vagabundo y emprende una aventura frívola, que pronto se tornará dolorosamente verdadera.
Aunque “Los viajes de Sullivan” apueste por la comedia y los comediantes, por el valor del cine como cosquillita asegurada para los que lo pasan mal en la vida real, la ironía es que pocas películas de entonces se inmiscuyeron en el panorama de los desamparados y más de una secuencia resulta aún escalofriante. Joel McCrea, ese actorazo subestimado hasta por él mismo, da la interpretación de su vida.
La primera vez que vi esta película sentí una emoción insólita por nueva, profunda e inteligente. Acostumbrado al cine de consumo de las décadas que me vieron nacer y crecer, ese que explotaba la lágrima fácil con padres ausentes y extraterrestres tiernos, estos clásicos de la estatura y sofisticación de “Los viajes de Sullivan” me devolvían una emoción transparente, sincera, universal, donde la carcajada del presidiario desdentado convivía sin problemas en imágenes con el peinado peek-a-boo de Veronica Lake.

GENTLEMAN JIM (Raoul Walsh, 1942)

El biopic es un género deleznable, empalagoso en ocasiones, sensacionalista en otras, ambas cosas en las peores desventuras, y siempre gusta de retratar el intoxicado declive del biografiado con especial fruición, a la mira de premios y prestigio, más que nunca cuando hay caracterización del intérprete de por medio.
“Gentleman Jim” no es nada de eso. En absoluto. Diríase el antibiopic, porque es una celebración del éxito, es un saludo al día de gloria y es también receta contra la hipocresía: no hay necesidad de castigar moralmente al que hace algo tan americano como salir de pobre y triunfar.
Esta fiesta genial está dirigida por uno de los realizadores más dinámicos del viejo Hollywood, bajo un guion al que no le falta un detalle descacharrante, y posee los ingredientes que más me gustan en las comedias y en la vida: desenfado, sarcasmo, ternura. Yo quiero ser como esta película; hay gente que opina que ya lo soy.
Errol Flynn dijo que era éste su papel favorito y, sin duda, le venía como un guante a su deliciosa anatomía. Él era así: el bello caradura, el irresponsable caballero. Acompañado de una tropa de secundarios adorables, entre ellos despunta el eterno Ward Bond, responsable de que, entre las risas y el desparrame, irrumpan unas lágrimas de emoción en el último momento.

CITA EN SAN LUIS (Meet me in St. Louis, Vincente Minnelli, 1944)

En “Cita en San Luis”, todo es la nostalgia. A su estreno, en plena guerra, evocaba un presunto pasado más feliz, casi aristocrático, en el que lo único grave que le podía pasar a una familia del Medio Oeste era que el patriarca los decidiese mudar a Nueva York. La nostalgia de tiempos más fáciles hizo de esta película un éxito y la consagración de su director. 
Y nostalgia también siento yo cuando la revisito; recuerdo el tiempo en el que la descubrí, cómo me obsesioné por ella y la vi tantas y tantas veces. 
Hay muchas cosas que hablar sobre mi eterno amor por “Cita en San Luis”. Primero, Judy Garland. Esa figura de bondad y humildad, que comparte lo mejor de sí con toda generosidad, esa calidad “bigger than life” y ese toque de melancolía agazapada en la mirada; si las estrellas son una guía para nuestras vidas, Judy definitivamente lo ha sido para la mía. Aquí está en su apogeo.
“Cita en San Luis” es también su apariencia: saturada, azucarada, un gran pastel navideño de la Metro, que hoy resulta tan desfasada, que es como entrar en otra dimensión. Adorar esta película es desafiar el gusto imperante, es escupir sobre las modas y lo moderno, es retozar en la mariconada, es decir: sí, ¿y qué? “Cita en San Luis” es como jugar con muñecas.
Es una película divertida, llena de temazos a la mayor gloria del musical, y la ternura sobre la que se construye no impide que tenga unos diálogos afilados y unas situaciones descacharrantes. De las risas, aparecen las lágrimas, porque “Cita en San Luis” es, ante todo, una película sobre los placeres del hogar. Del amor que tenemos por el papel que viste las paredes de nuestras habitaciones y por la ventana a través de la que suspiramos por la llegada de Papá Noel una noche, y por una mirada del guapo vecino al año siguiente. Del deseo de que nada cambie, de que nuestra hermanita jamás crezca, de que los juegos nunca terminen.

LAURA (Otto Preminger, 1944)

El famoso giro argumental de esta pelicula es sólo uno de los aspectos de que han sido imitados hasta la saciedad; cualquiera se tropieza con la influencia de “Laura” en tantos films, series y subproductos de todo pelaje que confirma aquello que decía Tavernier de que los directores de ahora no crean, sólo se saben el cine de memoria.
Pero nada ha sido nunca como “Laura”. Porque es el producto de una ocasión excepcional, de la gran época de la Fox, de la receta alquímica de un tipo de cine que, de un día para otro, dejaría de existir y, por mucho esfuerzo y nostalgia que se le puso al empeño, nunca pudo ser repetido.
La atmósfera glamourosa, combinada con su misterioso asesinato y ese toque de humor, de ironía y hasta de gozoso ridículo que ribetea todas mis películas favoritas, sería menos sin el bellísimo reparto – cómo andaba esa gente, cómo fumaba, cómo llevaba esos sombreros – y sin la exquisita dirección de Otto Preminger. 
La música inunda el corazón desde el primer momento y Gene Tierney lo roba – excepto el mío, que me lo roba Dana Andrews -, pero “Laura” no sería tan “Laura” sin otro ingrediente indispensable: ese Waldo Lydecker, interpretado por Clifton Webb, el bouquet de una película prácticamente perfecta.
¿Algo más que añadir? Sí, el modo en que, dentro de una obra tan elegante y chic como ésta, irrumpa como un huracán, en su espectacular final, lo irracional, lo violento y una desmesurada declaración de amor fou que deja petrificado en el asiento.


QUE EL CIELO LA JUZGUE (Leave her to Heaven, John M. Stahl, 1945)

La impresión que me dejó esta película la primera vez que la vi, en televisión, de repente, sin saber ni su nombre, fue tanta como el tiempo que tardé en recuperarla. Sólo por la obsesión que significó durante años, cómo repetía en mi cabeza las imágenes más memorables para no olvidarlas y cómo celebré, por fin, encontrar una copia, merece un espacio entre mis favoritas.
Recordada – y parodiada – por las barbaridades que acomete su protagonista, es una película que no se ha tomado demasiado en serio durante mucho tiempo; se la citaba como ese melodrama tremendo, hecho con proficiencia hollywoodiense, y claro precursor de culebrones de todo pelaje. Pero “Que el Cielo la juzgue” es más que una mujer mala, malísima en lo alto de una escalera; es una obra maestra, un extraño híbrido y una de las incontestables muestras de la altura del cine clásico, precisamente por ser una de sus más gloriosas contradicciones.
En el año del armisticio y la bomba atómica, fue el mayor éxito comercial del año. Acaso parecía resumir el sentimiento apocalíptico: el Mal se mata, pero no se extingue; su garra te atrapa con la promesa de que nunca te dejará marchar.
Y Gene Tierney, con su cara angelical puesta al servicio de un giro interpretativo brillante y espeluznante, convierte el simple gesto de quitarse las gafas de sol en un motivo de escalofrío en el espinazo del público.
Pausada sesión de hipnosis en Technicolor, la impecable progresión dramática que imprime Stahl es menos asombrosa que el pesimismo emocional que destila “Que el Cielo la juzgue”. Bajo la faz de un melodrama, nos descubrimos de repente en los terrenos del cine negro. No hay aquí una glorificación de los sentimientos femeninos, sino una historia de amor que deviene en caso de psicopatía y una mirada al romanticismo como una cuestión peligrosa, delictiva y decididamente insana.

PASIÓN DE LOS FUERTES (My darling Clementine, John Ford, 1946)

Siempre me sorprenderá que uno de los directores más declaradamente machomen del viejo Hollywood desplegara en sus películas tanta delicadeza, sensibilidad y cultura, sin mencionar su maravilloso sentido del humor. 
Sorprende también que yo, lejano a sus universos e ideologías predilectas, termine por incluir una de sus obras maestras entre mis películas favoritas. 
“Pasión de los fuertes” no está en mi lista por cumplir una cuota con un cineasta admirable como John Ford. Está como todas las demás: por una razón del corazón. Y, en este caso, reciente. “Pasión de los fuertes” ha sido un redescubrimiento. Un western clásico, que, como los mejores clásicos, es absolutamente extraño, diríase desconcertante.
El tiroteo de O.K. Corral está contado como Ford solía hacer: como una crónica novelesca, cual página arrancada de una Historia idealizada, donde los personajes se mueven con el mismo devenir del tiempo. Nada parece empezar ni terminar, sólo la vida discurre. Entre las ganas de épica y la observancia costumbrista, se apuntalan las coordenadas fordianas, mientras se suceden las escenas imborrables – Clanton latigando a sus propios hijos, Wyatt bailando como una cabrita, Chihuaha mordiendo el rollo de papel en su operación sin anestesia – y, de manera insólita en una película de acción norteamericana, cada muerte, cada baja, se siente, se duele, se padece. Hay una en concreto, que siempre me hace dar un respingo de fatalidad. 
Walter Brennan como el patriarca Clanton es una cosa loca: no he visto representación más fidedigna de la chusma que ese zafio y los impresentables que acarrea.
“Pasión de los fuertes”, mediada por la mirada siempre líquida y sincera de Henry Fonda y la belleza sobrehumana de Linda Darnell, encuentra, no obstante, su buqué en un sorprendente Victor Mature, que incorpora al doloroso Doc Holliday, alcohólico, enfermo, perdedor de solemnidad, que recita a Shakespeare y asegura que no es el hombre que fue. 
Ese personaje, que adelanta el cine moderno en plena Fox de los años cuarenta, existencialista antes del existencialismo, vive tan atormentado como las sombras y luces, humos y botellas, disparos y desazones, que pueblan esta rara joya de la atestada corona del señor Ford.


JENNIE (Portrait of Jennie, William Dieterle, 1948)

Los románticos y las leyes de la Física nunca tuvieron buenas relaciones, pero cuando la ciencia sugiere que el tiempo y el espacio se comportan cual rizadas olas del mar, los poetas se disparan y asuntos como “Jennie” llevan la sugerencia hasta el huracán.
La definitiva locura del productor David O. Selznick es también su obra más sofisticada, la misma que narra el camino de un pintor sin inspiración hasta que conoce a una niña, venida del pasado; a cada encuentro, la niña reaparece más crecida hasta convertirse en su musa y el amor de su vida, mientras el lienzo se completa. 
La fantasmagoria nunca ha tenido un tratamiento tan brillante y convincente en Hollywood, y también pocas obras se han rendido al misterio sentimental detrás de la pulsión creativa. Esa relación que establece entre el tiempo y la obsesión amorosa la hace la verdadera precursora de “Vértigo”, especialmente en ese borrascoso, espectacular, final, en el que el último encuentro tiene la faz de una emulación. El amor es aquello que debemos repetir, recrear, reencontrar.
“Jennie” puede desconcertar tal inesperada es su propuesta – de hecho, a mí me dejó frío cuando la vi por mi primera vez, además de estar protagonizada por una de mis actrices, digamos, menos queridas -, pero es de esas películas a las que se halla otra estimulante y maravillosa pincelada en cada visión.

LAS ZAPATILLAS ROJAS (The red shoes, Michael Powell y Emeric Pressburger, 1948)


Responsables de los films más deliciosos y desconcertantes de la Historia, el dinámico tándem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger alcanzó su gran éxito con “Las zapatillas rojas”, todavía su obra más famosa, quizá la mejor, desde luego la más personal. Entre la fanfarria de sus colores y la revolución que implicó para el espectáculo musical, corría la amarga ironía que habían encontrado sus creadores: la trascendencia requiere tal esfuerzo que es incompatible con la vida.
A sabiendas del cuento de Hans Christian Andersen – imborrable para quien lo haya leído en la infancia -, “Las zapatillas rojas” se monta a sí misma como un backstage drama, en la que la representación central es un ballet inspirado en la historia de la chica que, calzada con unos mágicos zapatitos, nunca pudo parar de bailar. 
Cuando irrumpe el ballet, la película deja con la boca abierta al mundo entero; nadie había llegado tan lejos, de una manera tan sublime y ridícula al mismo tiempo, con una paleta de colores arrebatadísimos y la imaginación disparada. En el siempre reservado cine inglés, brotaba una anomalía, como un torrente, que dejó muerto de envidia al poderoso Hollywood de entonces.
Esta película es tan rabiosamente romántica, que su necesidad de libertad no se limita a su estética ecléctica: en el último momento, Hans Christian Andersen reaparece y, bajo uno de los finales más alucinados, la lógica se escapa por la puerta de atrás y corre hasta el delirio de la fantasía. Una fantasía triste, pero fascinante de rotundidad. 
“Las zapatillas rojas” no es sólo una de mis películas favoritas, sino, de entre esta lista, también una de las más importantes, a la altura de “El intendente Sansho” y “Ciudadano Kane”. Pone al cine del revés con radicalidad, delirio y jugueteo, articulando sus infinitas posibilidades, sin perder de vista el deleite del público que, como la protagonista, desearía calzarse las zapatillas rojas y bailar de nuevo.