martes, 10 de noviembre de 2020

Crónicas de Cinefilia: El Desafío Cinéfilo (1ª Parte)


Durante el último mes, he visto mis veinticinco películas favoritas en el ciclo especial que yo llamo Desafío Cinéfilo. No es el primer Desafío que emprendo y no será el último.
Al terminar cada película, escribía una breve crítica o impresión en mi perfil del Facebook y, cuando ya caminaba por la mitad de mi sublime Desafío, pensé que no estaría demás reunirlas todas y publicarlas en un post de mi querida radio, en lugar de perderlas en el horizonte del inmisericorde timeline.
Este post no es, por tanto, un post en sí, sino una reunión de publicaciones de Facebook, hechas con mayor rapidez y menos detalle que cualquier escrito que yo firme para Blogger. 
De algunas, he escrito antes y, de hecho, en este blog. De otras, es la primera vez que aspiraba a contar lo que significan para mí. 
Ha sido, como siempre, una bella aventura, y espero que publicar este doble post especial en La Radio Inmortal me devuelva a este blog, con muchas publicaciones, quizá muy pronto.
Hasta entonces, sean las veinticinco.

EL MALVADO ZAROFF (The most dangerous game, Ernst B. Schoedsack e Irving Pichel, 1932)


Como varias de mis favoritas, “El malvado Zaroff” se inmiscuye en nuestra tensa relación con lo inconsciente, con la animalidad, con todo lo que consideramos el Mal. 
Presentó el arquetipo de la cacería humana como suprema perversión, a través de la lucha a muerte entre un siniestro conde exótico y un bello muchachote heroico. 
Esa caza/enfrentamiento entre dos hombres podría hasta tener una lectura homosexual, si apuramos lo freudiano para explicar mi amor por este film. 
"El malvado Zaroff" tiene ese grado de disparate, de intermitente ausencia de sentido del ridículo, venido desde ese maravilloso toque operístico que Hollywood tenía y perdió. El rey de la función es Leslie Banks desorbitando los ojos, tocándose la cicatriz en el cráneo y diciendo frases como “Si te comportas como un leopardo, te cazaré como a un leopardo” con un acento tronchante.
Pero en “El malvado Zaroff” pesa, ante todo, la nostalgia. No sólo me produce nostalgia ahora, sino que ya me la producía la primera vez. Es el encanto de lo vetusto, el amor por las atmósferas enrarecidas y las imágenes imborrables, lo gótico, las velas, el malvado en lo alto de la escalera. 
Y ese final emocionante, casi pictórico, que encoge el corazón de absoluta perfección.
Si hoy “El malvado Zaroff” parece una obra simpática, una reliquia arqueológica, habría que recordar que pocas se movían con tanto garbo en aquellos primeros tiempos del sonoro. Era raro que una película se permitiera poner a correr a sus protagonistas en 1932, a través de la selva, libres del micrófono, rompiendo esa teatralidad que trajeron los talkies, que parecían condenar al cine a una horrorosa inmovilidad. 
Con títulos como “El malvado Zaroff”, el cine fue libre otra vez.

AL SERVICIO DE LAS DAMAS (My man Godfrey, Gregory La Cava, 1936)

Los años treinta fueron el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos, y qué hay más dickensiano que un pobre vagabundo que, a merced de la más loca de las situaciones, termina como mayordomo de la más loca de las familias en el exclusivo barrio neoyorquino de Park Avenue.
“Tiene usted un magnífico sentido del humor”, repite Carole Lombard a William Powell en esta enorme comedia, poseída de justamente eso: un magnífico sentido del humor. 
El humor que prefiero: elegante, afilado, espontáneo, loco cuando tiene que serlo, compasivo y con algo importante que decir. En medio de una crisis económica, los descerebrados que componen la clase alta siguen gastando dinero a espuertas, inasequibles a la realidad de los que sufren y padecen, esos que viven en el vertedero municipal, que se rellena día a día con el fruto de los derroches. 
“Al servicio de las damas”, emblema de lo mejor que ha hecho Hollywood jamás, es una película con la que me río a carcajadas, con la que me emociono, con la que estoy de acuerdo y en la que me gustaría residir, delicia de art-decó y vaporosa atmósfera. Y, cuando la gente me dice que tengo un magnífico sentido del humor, suelo pensar que no sólo amo “Al servicio de las damas”, sino que también soy como ella.

REBECA (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940)

Para ser honesto, “Rebeca” era la película que menos ganas tenía de ver en este Desafío Cinéfilo. ¿Por qué?, se preguntarán ustedes con estupefacción y angustia.
Me la había zampado por millonésima vez el pasado mes de julio, tras leerme la novela de Daphne du Maurier, y el último post de La Radio Inmortal hasta la fecha está dedicado a las claves de su imperecedera fascinación y a todo lo que representa para mí. ¿Para qué verla de nuevo? Además, el temor de que se desgaste, de que me aburra, de que deje de gustarme, siempre está ahí; no sólo con “Rebeca”, sino con cualquiera de mis películas queridas.
Pero, una vez, precisamente en una línea de alguno de mis blogs, definí “Rebeca” como inmarchitable. 
Y esta noche, recuperándola por millonésima primera vez, aprendo, como si lo hubiese olvidado, que los clásicos nunca mueren. 
Su calidad está por encima de todo, pero también juega el reencuentro emocional que significan. 
Desde el principio, cuando las nubes se apartan y la luna ilumina el camino hasta Manderley, “Rebeca” está ahí, en ese Olimpo de perfección, atmósfera y encanto y en los recuerdos de esperar su emisión en la alta madrugada, con la fe de que el cine era el espejo de mis sueños y deseos.

CIUDADANO KANE (Citizen Kane, Orson Welles, 1941)

Considerada durante mucho tiempo como la mejor película de la Historia, “Ciudadano Kane” es, en todo caso, una de las más estimulantes aventuras fílmicas jamás botadas, el film más peculiar producido en el Hollywood clásico y el espectacular debut de un genio creativo, Orson Welles, que confesaría, entre lamentos, que jamás se le permitió repetir la libertad artística que se le concedió en esta película.
Ante tamaña reputación, la primera vez que vi “Ciudadano Kane” le concedí mi serena admiración – es decir, no la entendí muy bien – y poco podía predecir que alguna vez estuviera en mi lista de favoritas. Cada vez que la veo, me entusiasma más. Me atrapa desde el primer momento. Es fascinante, sobrecogedora, y la más perfecta unión entre la forma – fastuosa, pionera – y el fondo – una gran historia. Gran historia contada como uno de los puzles que arma Susan Alexander en Xanadú y recorrida por los temas más adultos que sólo el cabezón prodigio de Orson, a sus veinticuatro años, podía adelantar sin haberlos sentido.
Una obra maestra que revela no sólo a los grandes magnates y sus fabulosas mentiras, sino a los directores de cine y sus sueños de magia. “Ciudadano Kane”, excepción a todas las reglas, es una de esas raras ocasiones que hacen del cine algo extraordinario.

LOS VIAJES DE SULLIVAN (Sullivan's travels, Preston Sturges, 1941)

Como los grandes cineastas de su época, Preston Sturges trataba de reunir en la comedia dos asuntos irreconciliables por defecto: la promesa de la risa glamourosa y la conciencia sobre la desoladora situación social y económica del país. 
En “Los viajes de Sullivan”, la más perfecta, emblemática y sorprendente aleación de esos dos componentes, Sturges reflexiona ante nuestros ojos y llega a la misma conclusión que su protagonista, no por casualidad un director de cine. Éste quiere cambiar de registro y retratar una pobreza que no conoce ni ha sentido, por lo que se viste de vagabundo y emprende una aventura frívola, que pronto se tornará dolorosamente verdadera.
Aunque “Los viajes de Sullivan” apueste por la comedia y los comediantes, por el valor del cine como cosquillita asegurada para los que lo pasan mal en la vida real, la ironía es que pocas películas de entonces se inmiscuyeron en el panorama de los desamparados y más de una secuencia resulta aún escalofriante. Joel McCrea, ese actorazo subestimado hasta por él mismo, da la interpretación de su vida.
La primera vez que vi esta película sentí una emoción insólita por nueva, profunda e inteligente. Acostumbrado al cine de consumo de las décadas que me vieron nacer y crecer, ese que explotaba la lágrima fácil con padres ausentes y extraterrestres tiernos, estos clásicos de la estatura y sofisticación de “Los viajes de Sullivan” me devolvían una emoción transparente, sincera, universal, donde la carcajada del presidiario desdentado convivía sin problemas en imágenes con el peinado peek-a-boo de Veronica Lake.

GENTLEMAN JIM (Raoul Walsh, 1942)

El biopic es un género deleznable, empalagoso en ocasiones, sensacionalista en otras, ambas cosas en las peores desventuras, y siempre gusta de retratar el intoxicado declive del biografiado con especial fruición, a la mira de premios y prestigio, más que nunca cuando hay caracterización del intérprete de por medio.
“Gentleman Jim” no es nada de eso. En absoluto. Diríase el antibiopic, porque es una celebración del éxito, es un saludo al día de gloria y es también receta contra la hipocresía: no hay necesidad de castigar moralmente al que hace algo tan americano como salir de pobre y triunfar.
Esta fiesta genial está dirigida por uno de los realizadores más dinámicos del viejo Hollywood, bajo un guion al que no le falta un detalle descacharrante, y posee los ingredientes que más me gustan en las comedias y en la vida: desenfado, sarcasmo, ternura. Yo quiero ser como esta película; hay gente que opina que ya lo soy.
Errol Flynn dijo que era éste su papel favorito y, sin duda, le venía como un guante a su deliciosa anatomía. Él era así: el bello caradura, el irresponsable caballero. Acompañado de una tropa de secundarios adorables, entre ellos despunta el eterno Ward Bond, responsable de que, entre las risas y el desparrame, irrumpan unas lágrimas de emoción en el último momento.

CITA EN SAN LUIS (Meet me in St. Louis, Vincente Minnelli, 1944)

En “Cita en San Luis”, todo es la nostalgia. A su estreno, en plena guerra, evocaba un presunto pasado más feliz, casi aristocrático, en el que lo único grave que le podía pasar a una familia del Medio Oeste era que el patriarca los decidiese mudar a Nueva York. La nostalgia de tiempos más fáciles hizo de esta película un éxito y la consagración de su director. 
Y nostalgia también siento yo cuando la revisito; recuerdo el tiempo en el que la descubrí, cómo me obsesioné por ella y la vi tantas y tantas veces. 
Hay muchas cosas que hablar sobre mi eterno amor por “Cita en San Luis”. Primero, Judy Garland. Esa figura de bondad y humildad, que comparte lo mejor de sí con toda generosidad, esa calidad “bigger than life” y ese toque de melancolía agazapada en la mirada; si las estrellas son una guía para nuestras vidas, Judy definitivamente lo ha sido para la mía. Aquí está en su apogeo.
“Cita en San Luis” es también su apariencia: saturada, azucarada, un gran pastel navideño de la Metro, que hoy resulta tan desfasada, que es como entrar en otra dimensión. Adorar esta película es desafiar el gusto imperante, es escupir sobre las modas y lo moderno, es retozar en la mariconada, es decir: sí, ¿y qué? “Cita en San Luis” es como jugar con muñecas.
Es una película divertida, llena de temazos a la mayor gloria del musical, y la ternura sobre la que se construye no impide que tenga unos diálogos afilados y unas situaciones descacharrantes. De las risas, aparecen las lágrimas, porque “Cita en San Luis” es, ante todo, una película sobre los placeres del hogar. Del amor que tenemos por el papel que viste las paredes de nuestras habitaciones y por la ventana a través de la que suspiramos por la llegada de Papá Noel una noche, y por una mirada del guapo vecino al año siguiente. Del deseo de que nada cambie, de que nuestra hermanita jamás crezca, de que los juegos nunca terminen.

LAURA (Otto Preminger, 1944)

El famoso giro argumental de esta pelicula es sólo uno de los aspectos de que han sido imitados hasta la saciedad; cualquiera se tropieza con la influencia de “Laura” en tantos films, series y subproductos de todo pelaje que confirma aquello que decía Tavernier de que los directores de ahora no crean, sólo se saben el cine de memoria.
Pero nada ha sido nunca como “Laura”. Porque es el producto de una ocasión excepcional, de la gran época de la Fox, de la receta alquímica de un tipo de cine que, de un día para otro, dejaría de existir y, por mucho esfuerzo y nostalgia que se le puso al empeño, nunca pudo ser repetido.
La atmósfera glamourosa, combinada con su misterioso asesinato y ese toque de humor, de ironía y hasta de gozoso ridículo que ribetea todas mis películas favoritas, sería menos sin el bellísimo reparto – cómo andaba esa gente, cómo fumaba, cómo llevaba esos sombreros – y sin la exquisita dirección de Otto Preminger. 
La música inunda el corazón desde el primer momento y Gene Tierney lo roba – excepto el mío, que me lo roba Dana Andrews -, pero “Laura” no sería tan “Laura” sin otro ingrediente indispensable: ese Waldo Lydecker, interpretado por Clifton Webb, el bouquet de una película prácticamente perfecta.
¿Algo más que añadir? Sí, el modo en que, dentro de una obra tan elegante y chic como ésta, irrumpa como un huracán, en su espectacular final, lo irracional, lo violento y una desmesurada declaración de amor fou que deja petrificado en el asiento.


QUE EL CIELO LA JUZGUE (Leave her to Heaven, John M. Stahl, 1945)

La impresión que me dejó esta película la primera vez que la vi, en televisión, de repente, sin saber ni su nombre, fue tanta como el tiempo que tardé en recuperarla. Sólo por la obsesión que significó durante años, cómo repetía en mi cabeza las imágenes más memorables para no olvidarlas y cómo celebré, por fin, encontrar una copia, merece un espacio entre mis favoritas.
Recordada – y parodiada – por las barbaridades que acomete su protagonista, es una película que no se ha tomado demasiado en serio durante mucho tiempo; se la citaba como ese melodrama tremendo, hecho con proficiencia hollywoodiense, y claro precursor de culebrones de todo pelaje. Pero “Que el Cielo la juzgue” es más que una mujer mala, malísima en lo alto de una escalera; es una obra maestra, un extraño híbrido y una de las incontestables muestras de la altura del cine clásico, precisamente por ser una de sus más gloriosas contradicciones.
En el año del armisticio y la bomba atómica, fue el mayor éxito comercial del año. Acaso parecía resumir el sentimiento apocalíptico: el Mal se mata, pero no se extingue; su garra te atrapa con la promesa de que nunca te dejará marchar.
Y Gene Tierney, con su cara angelical puesta al servicio de un giro interpretativo brillante y espeluznante, convierte el simple gesto de quitarse las gafas de sol en un motivo de escalofrío en el espinazo del público.
Pausada sesión de hipnosis en Technicolor, la impecable progresión dramática que imprime Stahl es menos asombrosa que el pesimismo emocional que destila “Que el Cielo la juzgue”. Bajo la faz de un melodrama, nos descubrimos de repente en los terrenos del cine negro. No hay aquí una glorificación de los sentimientos femeninos, sino una historia de amor que deviene en caso de psicopatía y una mirada al romanticismo como una cuestión peligrosa, delictiva y decididamente insana.

PASIÓN DE LOS FUERTES (My darling Clementine, John Ford, 1946)

Siempre me sorprenderá que uno de los directores más declaradamente machomen del viejo Hollywood desplegara en sus películas tanta delicadeza, sensibilidad y cultura, sin mencionar su maravilloso sentido del humor. 
Sorprende también que yo, lejano a sus universos e ideologías predilectas, termine por incluir una de sus obras maestras entre mis películas favoritas. 
“Pasión de los fuertes” no está en mi lista por cumplir una cuota con un cineasta admirable como John Ford. Está como todas las demás: por una razón del corazón. Y, en este caso, reciente. “Pasión de los fuertes” ha sido un redescubrimiento. Un western clásico, que, como los mejores clásicos, es absolutamente extraño, diríase desconcertante.
El tiroteo de O.K. Corral está contado como Ford solía hacer: como una crónica novelesca, cual página arrancada de una Historia idealizada, donde los personajes se mueven con el mismo devenir del tiempo. Nada parece empezar ni terminar, sólo la vida discurre. Entre las ganas de épica y la observancia costumbrista, se apuntalan las coordenadas fordianas, mientras se suceden las escenas imborrables – Clanton latigando a sus propios hijos, Wyatt bailando como una cabrita, Chihuaha mordiendo el rollo de papel en su operación sin anestesia – y, de manera insólita en una película de acción norteamericana, cada muerte, cada baja, se siente, se duele, se padece. Hay una en concreto, que siempre me hace dar un respingo de fatalidad. 
Walter Brennan como el patriarca Clanton es una cosa loca: no he visto representación más fidedigna de la chusma que ese zafio y los impresentables que acarrea.
“Pasión de los fuertes”, mediada por la mirada siempre líquida y sincera de Henry Fonda y la belleza sobrehumana de Linda Darnell, encuentra, no obstante, su buqué en un sorprendente Victor Mature, que incorpora al doloroso Doc Holliday, alcohólico, enfermo, perdedor de solemnidad, que recita a Shakespeare y asegura que no es el hombre que fue. 
Ese personaje, que adelanta el cine moderno en plena Fox de los años cuarenta, existencialista antes del existencialismo, vive tan atormentado como las sombras y luces, humos y botellas, disparos y desazones, que pueblan esta rara joya de la atestada corona del señor Ford.


JENNIE (Portrait of Jennie, William Dieterle, 1948)

Los románticos y las leyes de la Física nunca tuvieron buenas relaciones, pero cuando la ciencia sugiere que el tiempo y el espacio se comportan cual rizadas olas del mar, los poetas se disparan y asuntos como “Jennie” llevan la sugerencia hasta el huracán.
La definitiva locura del productor David O. Selznick es también su obra más sofisticada, la misma que narra el camino de un pintor sin inspiración hasta que conoce a una niña, venida del pasado; a cada encuentro, la niña reaparece más crecida hasta convertirse en su musa y el amor de su vida, mientras el lienzo se completa. 
La fantasmagoria nunca ha tenido un tratamiento tan brillante y convincente en Hollywood, y también pocas obras se han rendido al misterio sentimental detrás de la pulsión creativa. Esa relación que establece entre el tiempo y la obsesión amorosa la hace la verdadera precursora de “Vértigo”, especialmente en ese borrascoso, espectacular, final, en el que el último encuentro tiene la faz de una emulación. El amor es aquello que debemos repetir, recrear, reencontrar.
“Jennie” puede desconcertar tal inesperada es su propuesta – de hecho, a mí me dejó frío cuando la vi por mi primera vez, además de estar protagonizada por una de mis actrices, digamos, menos queridas -, pero es de esas películas a las que se halla otra estimulante y maravillosa pincelada en cada visión.

LAS ZAPATILLAS ROJAS (The red shoes, Michael Powell y Emeric Pressburger, 1948)


Responsables de los films más deliciosos y desconcertantes de la Historia, el dinámico tándem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger alcanzó su gran éxito con “Las zapatillas rojas”, todavía su obra más famosa, quizá la mejor, desde luego la más personal. Entre la fanfarria de sus colores y la revolución que implicó para el espectáculo musical, corría la amarga ironía que habían encontrado sus creadores: la trascendencia requiere tal esfuerzo que es incompatible con la vida.
A sabiendas del cuento de Hans Christian Andersen – imborrable para quien lo haya leído en la infancia -, “Las zapatillas rojas” se monta a sí misma como un backstage drama, en la que la representación central es un ballet inspirado en la historia de la chica que, calzada con unos mágicos zapatitos, nunca pudo parar de bailar. 
Cuando irrumpe el ballet, la película deja con la boca abierta al mundo entero; nadie había llegado tan lejos, de una manera tan sublime y ridícula al mismo tiempo, con una paleta de colores arrebatadísimos y la imaginación disparada. En el siempre reservado cine inglés, brotaba una anomalía, como un torrente, que dejó muerto de envidia al poderoso Hollywood de entonces.
Esta película es tan rabiosamente romántica, que su necesidad de libertad no se limita a su estética ecléctica: en el último momento, Hans Christian Andersen reaparece y, bajo uno de los finales más alucinados, la lógica se escapa por la puerta de atrás y corre hasta el delirio de la fantasía. Una fantasía triste, pero fascinante de rotundidad. 
“Las zapatillas rojas” no es sólo una de mis películas favoritas, sino, de entre esta lista, también una de las más importantes, a la altura de “El intendente Sansho” y “Ciudadano Kane”. Pone al cine del revés con radicalidad, delirio y jugueteo, articulando sus infinitas posibilidades, sin perder de vista el deleite del público que, como la protagonista, desearía calzarse las zapatillas rojas y bailar de nuevo.

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