Esta es una historia sobre el deseo. También sobre el amor y la literatura.
Comienza cuandoun grupo de neurocientíficos reveló la
sucia verdad: el sueño no tiene significado. Sólo es mal funcionamiento del cerebro, basura de un órgano
en reposo.
En siglos pasados, el sueño tenía la clave de la psicología, la contraseña de la personalidad, el caldo del trauma. En tiempos remotos, se le dio al sueño del mortal una condición adivinadora, llena de auspicios y símbolos.
Así, con el término "sueño", se rebautizó cualquier esperanza, cualquier futuro mejorable. Tengo
el sueño de que la guerra se acabe, tengo el sueño de volverlo a
ver, tengo el sueño de escribir, esta vez para siempre.
Dicen que la muerte es el sueño
eterno. Dicen que lo que llamamos "sueños" son nuestros más nobles deseos. La muerte, el deseo.
Dice cierto personaje legendario: "La muerte... lo contrario es el deseo".
Deseo es una palabra más correcta que
sueño. Esta historia comienza cuando no sueño, sólo deseo.
Porque la muerte es ignorar los deseos. Mi muerte ha sido hacer lo contrario.
Mi muerte ha sido creer que no lo deseo.
Deseo el amor y deseo la literatura. Pero, durante los últimos años, me he convencido de que podía vivir sin
ejercerlos, disfrutarlos desde el punto de vista del espectador, del lector, a una profiláctica distancia.
Que otros amen, que otros escriban. Me sentaré a ver los
encuentros sexuales de los bellos del porno gay, me emocionaré
con las historias de amor del cine clásico. Lejanos, petrificados, perfectos.
Leeré, leeré muchísimo, me dije, impregnado de literatura, de las grandes obras, de los pensamientos
más elevados, de las vivisecciones de la condición humana en nombre de la ficción. Apuntaba cada
libro terminado en una lista como quien mata a alguien más y contempla el cadáver con
orgullo, porque no ha deseado otra cosa que asesinar.
Así vivía, así sentía, así deseaba.
Ignoraba el deseo hasta que comprendí que todos los pasos que he
dado no han sido precisamente para matar esas ganas de
amar, esas ganas de escribir, sino, oh, ironía, para crear el escenario perfecto y volver a hacerlo. Luchaba contra el deseo, decía, cuando caminaba a reconquistarlo. El deseo es un país, la muerte es quedarse en casa.
El amor, ¿existe de verdad
o es una invención del cine, de la literatura?. Definamos hoy el amor,
mis ganas de amor, como la sed de besar. Es la sed de todas las mañanas, esas que me invaden y no me
dejan apenas levantarme de la cama. ¿Quién duerme a mi lado
mientras sueño que se esfuma porque no existe, pero deja ese vacío
cuando despierto, cuando el cerebro recupera su adecuado
funcionamiento? El vacío que me estrangula, estirado a las siete de
la mañana como dos manos que pretenden asesinarme, porque la muerte,
el deseo, opuestos, viven y duermen juntos. ¿Quién dormirá
conmigo?
Me da asco el amor, dije, no existe, las relaciones son un invento que aniquila la vida, la iniciativa, los sueños que son deseos. Odio a los hombres, están muy
buenos, pero mejor estoy solo. Los que son malos son malos. El que era bueno fue el peor.
Cualquiera que se acerque acabará
con mi estabilidad y no valdrá la pena. Ni siquiera será un huracán
que traiga una historia maravillosa. Será un nubarrón que devuelva una sensación
plomiza, un cuento inacabado e irritante. Las historias de la vida no tienen final, ni
demasiado sentido, a menos que se adornen un poco.
Dije que era mejor
no vivir. Para eso están las películas, que tienen significado.
Para eso, está el porno gay, que no huele. Todo lo que quiero está a
razón de un mando a distancia. ¿Para qué complicarse si ya no
existe el aburrimiento?
Cada mañana, mi convicción se agota
cuando el estrangulamiento comienza. El vacío de la almohada de
al lado. Y entre película y paja, me digo que algo falta. Nada menos que lo que más
deseo en el mundo.
Una vez escribí: "La literatura es como el amor, no hay triunfo mayor." Cuando estudiaba oposiciones,
cuando hacía mudanzas interminables, cuando esperaba – y deseaba – el momento de arrancarme a escribir todo lo posible e imaginable,
me decía: "cuando empiece a escribir, no pararé".
El escenario estaba listo. Tardes
libres, seguridad económica, tranquilidad, un piso para mí solo, un
escritorio, un ordenador. Y el deseo, claro.
Pero es como el amor: demasiado doloroso. Deja en evidencia. Puede ser un idilio de un día,
de un mes, de un año, pero acabará. Acabará cuando aparezcan las
deficiencias, las deudas. Acabará cuando me repita que debería haber empezado antes, que nunca
debí parar.
Más que el amor, escribir es como un gimnasio. El primer día,
te quieres morir. Al segundo, vas con intriga. A la semana, lo odias.
Al mes, buscas días libres. Sólo si superas todo eso, te vuelves adicto.
Escribir es levantar pesas: una agonía que se transforma en un placer cuando estás hecho el fortachón del barrio.
Que escriba en el blog es bueno. Que escriba en Word es lo esencial.
No entiendo por qué en Blogger me brota la
sinceridad que me cuesta hallar en cualquier cosa que escriba en Word,
del mismo modo que el sentido del humor me salta solo en Facebook y desaparece en los más bien lamentosos escritos diarios.
¿Por qué
extraño motivo me resulta más fácil desnudarme en público que
hacerlo en privado? Será que escribir para mí mismo es ponerme delante de un espejo donde me miro, en silencio.
En el acto de escribir para los demás, serán los otros los que me vean y
sus risas o exclamaciones serán como bulliciosas celebraciones que
barrerán bajo la alfombra y acallarán cualquier defecto que una clínica mirada
del espejo no pasaría por alto.
Escribir es complicado, me digo, me
repito, y paso las páginas de los libros de otros, que encontraron
el momento, la energía, el auspicio, aun bajo guerras, epidemias o
escasez de tinta y pluma. ¿Es la desgracia lo que me falta para
arrancar este bólido del escribir y no parar? Eso es un tic
romántico: eso de "necesito sufrir para prosperar". Y, como todos los tics
románticos, conviene ignorarlo para seguir adelante.
No sé lo que quiero
escribir. Esa es la verdad. Lo dice Fellini en “8 y Medio”: “No
tengo nada que contar y quiero contarlo todo”, en una película que, bajo toda su parafernalia, no cuenta nada y
lo cuenta todo.
Si espero a que las Musas desciendan
sobre el sofá que me mantiene cautivo, siempre entretenido, sobre la
vida poco veleidosa, aunque agradable, que llevo, sobre los sueños
que no significan más que el desecho de un órgano en descanso,
sobre las mañanas en las que el deseo fagocita al deseo, aparecerá
lo que más temo: que llegue la Muerte y no haya escrito nada.
Me importa lo justo la trascendencia.
Lo que me importa es desaprovechar la vida.
Lo tuve: el talento, la juventud, el corazón. Y por miedo, lo desperdicié.
Pienso en esa frase que hace llorar en “Llámame por tu nombre”:
Oh, what a waste. Oh, qué desperdicio.
No amaste más porque te
rompieron el corazón. No escribiste por temor a no ser demasiado
bueno. Y aunque deseabas el amor y la literatura, una y otra vez, dejaste morir los
deseos, porque lo más que queremos es lo que más complicado nos
resulta. Lo que nos puede dañar de por vida. Lo que odiamos por todo lo que supone. El esfuerzo, la lucha contra uno mismo, el escarpado precipicio de la existencia.
En los últimos años, no he amado
nada, no he escrito nada. Y, como Jude el Oscuro ante el mundo
universitario, ese que lo elevaría por encima de la mediocridad,
apoyo mi cara sobre la piedra fría del venerable edificio con anhelo, y no pasa ni el deseo
ni la muerte, sino lo que pasa, siempre, sin poder evitarse: el
tiempo. Ese es el enemigo, esa es la angustia. No puedo malgastar más
el tiempo difiriendo la realización de mis deseos. Culpo a la
vida de ser incompleta e inconveniente, culpo a los demás de ser
cínicos en tiempos cínicos, me culpo del tiempo perdido y
nunca recobrado.
Sé bien, porque lo aprendí, que nunca es
tarde ni pronto. Si empiezo hoy, un surco en el vasto campo de mis
deseos será sembrado. Si consigo cuidarlo, con el esfuerzo del pobre
campesino que en tiempos construía una subsistencia frente a la
implacable Naturaleza, el maizal de mis anhelos podrá llegar un día
a la altura de mis codos, tras resistir tormentas y frustraciones.
He
conseguido muchas cosas estos años – superar adicciones, ponerme
en forma, aprobar las oposiciones, hasta volver a vivir en Madrid
cuando creí que no volvería nunca – y no ha sido fácil. Ha costado años, lágrimas, y nada de eso lo deseaba tanto como
lo que deseo ahora, como lo que deseo siempre. Todo lo que he conseguido ya, insisto,
estaba hecho para crear el escenario perfecto.
Prometo que perseveraré, escribiré todos
los días, me lo repito. Siéntate a escribir, hazlo, es lo más
importante, es un regalo, es un viaje. Ama y tendrás historias. Apaga la tele y tendrás la historia.
Me cuesta horrores y busco
las excusas, las dilaciones. Ojalá pudiera inyectármelo en sangre,
volverme loco de pensar en dejarlo ahora, tras la convicción, tras esta historia de deseo, amor y literatura. Ojalá,
ojalá, digo, mientras camino por el maizal de mis sueños
defectuosos, de mis auspicios de días fructíferos.
Ojalá, ahora sí, escriba. Y termino
por hoy.
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