miércoles, 8 de abril de 2020

Hollywood, Hollywood: Bette Davis


A los catorce años, vi por primera vez ¿Qué fue de Baby Jane?.  
Padecía entonces cierta obsesión por el terror y la intriga, fijación nada rara en los adolescentes, y había visto la referencia de la prometedora película en la revista Fotogramas. Aún no sabía que una pequeña obsesión estaba a punto de ser reemplazada por otra, más grande y duradera.
Todo eran sustos y placer en ¿Qué fue de Baby Jane? hasta que llegó el famoso giro: Jane escucha la verdad de labios de su hermana Blanche en la playa.
Yo aguantaba la respiración, contemplando las expresiones de Bette Davis, cómo su cara pasaba del ilusorio mundo infantil en el que vivía su demente personaje a la extrañeza, el estupor, cierta liberación ."Tú no eras fea, yo te hice fea".
Cuando Baby Jane dice aquello de "Entonces todos estos años podíamos haber sido amigas", mi conmoción era total y me conmoví hasta las lágrimas.
A mí me gustaban las películas pero, desde entonces, me enamoré del cine. Sí, todo fue culpa de Bette Davis.


Después de ¿Qué fue de Baby Jane?, viví por descubrir todas las grandes películas clásicas, pero, en especial, las de Bette Davis. 
Yo, tan decidido y testarudo como la actriz, quise recopilar lo más posible de su filmografía. En aquellos años previos al DVD e Internet, no era tarea fácil. A pesar de ello, conseguí una cantidad apreciable. Vi casi todas las importantes y ya me creía casi un experto en mi amada actriz, cuando me regalaron el libro Todas las películas de Bette Davis.
Oh, Dios mío, la primera vez que lo abrí sentí cierta ansiedad. No las había visto todas. Era imposible. Y, además, sabía muy poco de mi amada.
Tras procurarme cierto complejo de ignorante cinematográfico, el libro se convirtió en una socorrida guía, que consultar y manosear en tiempos anteriores a Wikipedia.


¿Qué tenía Bette Davis para propiciar esa adoración tan inmediata? Yo nací a la Davis unos años después de que muriera, aunque, con toda probabilidad, sentí lo mismo que el público que presenció su consagración en la década de los años treinta. Bette Davis era una mujer comprometida con la emoción.
Los actores viven de su mirada y los enormes ojos de la Davis sirvieron a la ambición de su poseedora: la de imbuirse completamente en su trabajo, sin temor a parecer fea o malvada, y dar al cine norteamericano una vibración insólita.
Durante unos años, Bette Davis fue la revolución en Hollywood, candidata a todos los premios, merecedora de los papeles de mayor lucimiento. No le fue fácil conseguir ese estatus, pero sí perderlo.


Aunque reconocida de manera inmediata por la generación de nuestros padres y abuelos como "la mala", Bette Davis interpretó a todo tipo de hembras y no hubo mayor secreto que la intensidad que desplegaba en sus apariciones. 
Algunas interpretaciones no resisitrían demasiado bien el paso del tiempo y sus manierismos eran festín para parodias y críticos, pero nunca se dijo suya la intención del realismo. Lo confirmaría en una entrevista: "Pienso que las películas no deberían reflejar la realidad. Deberían ser más grandes que la vida".


A veces, lejos de mis catorce años, he relativizado el talento de Bette Davis con el condescendiente comentario de que estamos ante el triunfo de una personalidad, una actriz a la que se ama por encima de sus personajes.
Luego vi una película como La solterona, de la que no esperaba nada, y al final, acabé deshecho en lágrimas por culpa, nuevamente, de la expresión de Bette Davis. Esa cara que pone, Dios mío. Quien no llore, está muerto. Quien niegue su genio, es tonto.


Las actrices de su generación envidiaron la reputación y la carrera que la Davis consiguió labrarse en un estudio tan poco halagüeno a sus intereses como la Warner Bros. 
Promocionada en principio como una rubia más, su físico poco ortodoxo ya debería haber sido la clave, pero sería un préstamo a la RKO lo que haría nacer el mito Davis. 
En Cautivo del deseo, Bette Davis nació como malvada, como roba escenas, como arrasa celuloides.
De vuelta a la Warner, aún pasarían años y demandas para que se confirmara el fenómeno, la excepción. Existían actrices más sutiles, había ciertamente mujeres más bellas, pero Davis era la que hacía temblar, la que hacía llorar. Ligera como una pluma cuando entraba en escena, pura hipnosis cuando la cámara captaba su rostro.


El público se rendía a la mujer equivocada, a la antipática, a la calculadora. Porque todas ellas estaban bajo el faro de los ojos de Bette Davis, los que lo dicen todo.
También había espacio para solteronas románticas, que se subían a un crucero y todo cambiaba. La extraña pasajera fue su gran éxito de tiempos de guerra, una de sus interpretaciones más finas y quizá el momento cumbre que añoraría cuando su carrera entraba en declive diez años después.


Interpretar a Margo Channing, la dragona del teatro de Eva al desnudo, podía ser una irónica advertencia de que se avecinaban tiempos poco benévolos para la madura Bette, pero ella prefirió pensarlo como una resurrección artística. 
Uno de los papeles de su vida, sin ninguna duda. Recuerdo otro espinazo de emoción cuando la vi por primera vez: encendiendo el cigarrillo, con la cara de suficiencia, denegando el agua que Gary Merrill pretendía verter en su vaso.
Espectacular aparición tras haber dejado la Warner Bros. Se esperaba el relanzamiento y sólo comenzó una época de dificultades, más trágicas para una mujer dedicada por entero a su profesión.
Bette Davis jamás dejó de trabajar en teatro, cine y televisión, pero nunca recuperó la corona de Hollywood que durante quince años había llevado con todo merecimiento.


¿Qué fue de Baby Jane? fue un taquillazo inesperado y los años sesenta recuperaban a una Bette Davis con la energía acostumbrada, atendiendo a la verdad de que no hay nada más fascinante y terrorífico que una vieja loca. Abrió la veda para que las divas de su generación perdieran los complejos y se lanzaran a por los gustos de las nuevas audiencias, desde las películas de terror a las sagas televisivas.
Aunque todo lo que hizo por entonces estaba muy por debajo de sus ambiciones artísticas y de su valía, Bette no cejaba y descubrió lo divertida que podía ser la fama. 
Ahí se la veía en las entrevistas hablando de sus grandes películas con William Wyler, de sus galanes, de sus disputas con Jack Warner, de sus rivales femeninas en escena, de cómo su temperamento le granjeó más enemigos que amigos en Hollywood. 
Su ingenio la hacía una presencia deliciosa, su carisma no había cedido un milímetro. Los aplausos nunca cesaron. 
Ella, a pesar de ofrecer tanto, siempre se quedó con ganas de más cine, de más grandes personajes, de una vida más grande que sí misma.


Todavía hay mucho que aplaudir a Bette Davis. Mi obsesión por ella es como la obsesión que me despierta todo lo que me gusta: me siento menos solo en su compañía. 
Cuando vi esos ojos, parece que me miraban a mí, me descubrían, me hacían sentir que la vida no era una sencilla cuestión de buenos y malos, sino algo más complejo y excitante.
Con Bette Davis, Hollywood se rindió al talento, a la fuerza de una mujer, a una actriz excepcional. Y con Bette Davis, nació mi amor por el cine. 
Alabada sea por siempre. 


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