sábado, 25 de abril de 2020

Cine Paraíso: El malvado Zaroff


El malvado Zaroff es un título de mención indispensable en mi despertar a la cinefilia. La encontré en la madrugada de La 2, por supuesto, y quedó grabada en una cinta VHS, en la que compartía espacio con un documental sobre Audrey Hepburn y el Así se Hizo...Drácula de Bram Stoker.
Sucedió tras leer precisamente la novela de Stoker, que inició cierta obsesión por el terror. Vi la ficha de la película en una revista, con una foto del villano, draculiano, torvo, con un candelabro en la mano. Aquella imagen gótica me atrajo y decidí grabar El malvado Zaroff, que debieron emitir algún sábado por la noche. 
Buscaba terror, porque los adolescentes necesitan emociones fuertes, revulsivos a sus conflictos internos, y encontré algo más: el encanto de lo vetusto y la prístina admiración por aquello tan lejano como atractivo que era el cine clásico, aparecido en las enrarecidas noches.
Imborrables imágenes en blanco y negro, con amarillos subtítulos. 


Tras el entrañable pitido de la RKO, la película se abre con una puerta y una aldaba que forma parte de una pavorosa gárgola. Una mano desconocida agarra la aldaba para llamar, mientras un toque de cuerno de batalla resuena. Ese sonido, esa imagen. Aún la veo y siento lo mismo que la primera vez: desasosiego, fascinación. Esa aldaba llama a la película para que empiece. 
El malvado Zaroff se sentía cercana a las novelas de aventuras que había leído en mi infancia. 
Comienza con un naufragio en mares remotos, que llevan al héroe a refugiarse en una isla. La selva, la fortaleza. Así se relata una historia en imágenes. Como si se escribiese un cuento.


En lo alto de la escalera, aparece el Conde Zaroff, el dueño de la fortaleza y también de la isla. Su presentación, con bienvenida y descenso de la escalera - amenazante, centroeuropeo, elegante, excéntrico - es deudora del Drácula que yo adoraba, pero no había nada sobrenatural en El malvado Zaroff
Pensé entonces que esta película no era lo que buscaba, pero bien me ha enseñado la vida que, en en el desvío de cualquier camino, es donde se encuentra el mayor tesoro.


Siempre leerás El malvado Zaroff en la lista de mis películas favoritas. Cuando he celebrado maratones de visionar a placer todas mis predilectas, El malvado Zaroff es de las que, con más agrado, recupero y disfruto. 
Mi padre la vio en cierta ocasión y compartió mi admiración. Dijo que las películas de James Bond le debían mucho. Añadiría que también el cómic, los seriales, los folletines y todas las adaptaciones, más o menos confesas, del relato sobre el que se levanta El malvado Zaroff. De hecho, este año se ha estrenado una serie con similar argumento.
Esta mañana he leído por primera vez la historia original de Richard Connell, que desconocía y he querido echarle un vistazo antes de firmar este post. La película es una buena y fiel adaptación, aunque añade ración de espectacularidad y un personaje femenino. 
El film usa recursos del melodrama para añadir levadura: mucho suspense, estallidos de emoción, precipicios en los que el héroe parece caer a la muerte para, más tarde, aparecer sano y salvo.


La caza del hombre es el sorprendente motivo argumental de El malvado Zaroff. Rainsford, el héroe, se enfrenta a los maléficos planes de un conde que, aburrido de los animales, decide cazar seres humanos en la isla de su propiedad. El conde Zaroff provoca naufragios, manipulando las señales marinas, y fuerza a los salvados a participar como presas en sus sangrientas escaramuzas. 
En el relato, Zaroff no es un conde, sino un general cosaco y queda claro lo sugerido en la película: es un expatriado de la Revolución Rusa. 
En la película, el personaje es más lunático y, bajo el aristócratico título, irrumpe esa degenerada clase privilegiada que se dice superior a los demás y ejerce su poder con coerción, violencia y asesinato. 
El conde Zaroff es nietzschiano y nazi, pero, bajo las licencias de exotismo propias de las ficciones antiguas, es también el peligro que se confería a lo exótico, a lo lejano. Es la barbarie enfrentada con la civilización occidental, representada por Joel McCrea, macho norteamericano que actúa con valentía y sentido común. 
En medio de una curiosa observación de temprano ecologismo, este buen chico también aprenderá una lección, porque no es perfecto. 


En la persecución, le acompaña la chica inevitable, incorporada por Fay Wray, que grita mucho y corre por la selva en vestido de noche y tacones, también perseguida. Si cae el héroe, será el botín sexual del villano. 
Nombrar a Fay Wray me sirve de pie - o tacón - para contar un dato del rodaje de El malvado Zaroff
Se produjo al mismo tiempo, en los mismos decorados y con parte del reparto y equipo de King Kong. Ésta se rodaba de día, El malvado Zaroff de noche. Fay chillaba de pánico y se desmayaba con glamour en las dos. 
King Kong también hablaba de la colisión entre hombres y bestias. Aunque ésta sea más exitosa y popular, soy de la opinión que El malvado Zaroff es superior y el tiempo la ha tratado mejor.


Los años transcurridos la hacen, no obstante, igual que King Kong en cierto aspecto; El malvado Zaroff dará risita al espectador de hoy en muchas ocasiones por sus primitivos recursos y por esa generosa dosis de afectación e histrionismo que los norteamericanos llaman camp
Leslie Banks, el actor británico que interpreta a Zaroff, no escatima en gestos, ojos desorbitados y ademanes teatrales. Banks está delicioso, con el acento centroeuropeo bien aprendido y una cicatriz en el cráneo, la misma que se toca con gesto de loco cuando cuenta cómo se la hizo.
A algunos les parecerá gracioso y ridículo. A mí, más grande que la vida.


En las últimas revisiones, he detectado ese toque camp, parte indudable de mi adoración por esta película, pero además cierto homoerotismo. 
El conde Zaroff le echa una buena mirada al cuerpo de Rainsford nada más conocerlo y lo entrevista como si se lo quisiera beneficiar. Está sopesando a su futura presa, sí, seamos inocentes y literales, pero, ay, esos viciosos europeos, con ese afeminamiento cosmopolita, ¿no cazarán hombres para otro secreto menester? 
Cada vez que veo El malvado Zaroff, pienso que Leslie Banks, como yo, quiere, de verdad, cazar al guapísimo Joel McCrea.


El malvado Zaroff vive a ese calor de lo crepitante, como quien pone un disco de vinilo y suena un crujir particular, que hace de la escucha de la sinfonía una experiencia aún más emocionante. 
Es lo que siento cuando empieza El malvado Zaroff, con esa gárgola, esa trompeta de cuerno, ese sonido, esa atmósfera, esas imágenes de los primeros tiempos del cine. La historia rezuma el placer de lo gótico, la película, el encanto de lo perdido.


Su rotundo final, con una imagen de clausura que me hace morir de placer cada vez que la contemplo, es un ejemplo de la potencia del cine de entonces: un solo plano, precioso, contundente, puro broche. 
Como señalaba a propósito de Alexandre Dumas en el último post: que no nos lleve a equívoco la aparente sencillez. Contar una película de acción y aventuras en sesenta y un minutos y terminarla así es una receta milagrosa que Hollywood traspapeló hace mucho tiempo, en favor de lo interminable y lo machacón. 
Desde hace cierto tiempo, he dejado de perder el tiempo en el odioso cine contemporáneo y también en lamentarme con el mantra de que ya no las hacen como antes. Mi estrategia es simple: veo lo que me gusta. Regresar a películas como El malvado Zaroff con frecuencia es embriagarse con lo que yo considero cine de verdad, ese que se alberga con comodidad en nuestra memoria, sensibilidad e intereses. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario