lunes, 20 de abril de 2020

Maromialmente hablando: John Corbett


Veo imágenes de animales reconquistando ciudades vacías de humanidad y me viene a la cabeza el alce que se paseaba por las calles de Cicely en los títulos de crédito de mi serie predilecta de todos los tiempos.
Pensar en Cicely es fatal, porque me arrebata la nostalgia, comienzo a suspirar y es posible que me lance a Doctor en Alaska por enésima vez, más que nunca en días de encierro y ocasional tedio. Nunca me canso de ella, pero tengo miedo que un día suceda lo contrario.
Es una serie con la que tengo una relación íntima; otras me encantan, pero esta es como una buena novela o un clásico del cine. Es lo que vive dentro de mí, el lugar donde quiero estar.


Pensar en Doctor en Alaska es también pensar en Chris Stevens, el filósofo ex-presidiario, pinchadiscos literato y tío buenísimo encargado de amenizar las veladas radiofónicas de Cicely.
La radio era inmortal con Chris, interpretado por aquel joven John Corbett.
Cuando veía a semejante caballero en las madrugadas veraniegas de La 2, con catorce o quince años, concluía que me gustaban los hombres y no había nada más que hacer. Sólo aceptarlo. Entonces era un secreto.
Ay, cuánto olvidamos el camino andado y la libertad ganada. ¿Te he dicho ya que me gustan (mucho) los hombres?


En cierta ocasión, leí que Cicely es un ideal, un sueño de noches de capitalismo. También lo es Chris. Es el hombre de Rousseau, ribeteado de neohippismo. Es lo que buscamos en el patio trasero de los países civilizados que nos anegan de estrés y contaminación. Queremos creer que hay un lugar remoto, por el que llegar a través de la madriguera de Alicia. Un lugar donde todo sea loco y adorable, con el trasfondo de paisajes de imposible pureza preadámica.
Loco y adorable era todo el pueblo, y también Chris, que lanzaba pianos por los aires en busca de un placer estético, recitaba a Walt Whitman y oficiaba bodas sobre las tierras nevadas de Alaska. 
Chris era el hombre que siempre se mueve, inestable por sus inquietudes, malote de apariencia, dorado el corazón, atractivo de rotundidad.


Las bandanas, el pelo largo, el placer del multiculturalismo, Chris Stevens era nostalgia del movimiento hippie en plenos años noventa, la alternativa desgreñada y sincrética a los impecables yuppies de corbata y ciudad. El Doctor Fleischmann era el neoyorquino pez fuera de un agua demasiado limpída, la última frontera de un lugar que era incapaz de apreciar.


Sé que lo están pensando, queridos lectores, a estas alturas: este es un post más dedicado a Chris Stevens que al actor que lo interpretó.
John Corbett aún sigue siendo un hombre atractivo hasta decir basta, señor de belleza norteamericana; alto, sonriente, con un físico tan agraciado como confortable. No tiene un cuerpo musculoso al cincel como se estila ahora, pero no le hace falta a quien se reconoce de la raza de Gary Cooper. Esos ojos rasgados, esa sonrisa, ese cabello.


De cuerpo 10, sabe mucho su pareja, Bo Derek, a la que odio con ganas desde que me robó a este hombre, al que siempre he saludado como uno de los primeros amores de mi vida, calor en tristes noches púberes.


Decía que Corbett es guapo y lo será hasta que se muera, pero nunca ha estado tan encantador y lleno de energía como en sus noches boreales de Doctor en Alaska. En otras apariciones, luce aburrido, complaciente en un segundo plano, ensombrecido frente al foco que se posa sobre las actrices a las que sirve de galán, se llamen Nia Vardalos, Sarah Jessica Parker o Toni Collette.
Es un placer recuperarlo y siempre me arranca un suspiro, pero insisto: en Doctor en Alaska, es donde John Corbett detiene todos los trineos.


Quiero parar de hablar de la serie, porque, como siga con la evocación, me temo que me pondré el episodio piloto esta misma noche y no debo, no debo, porque tengo otros deberes culturales y escriturarios. Vade retro, demasiado largas y adictivas series de televisión.
Quizá no esta noche, pero sé bien que volveré a Cicely, a Chris Stevens y a todos los demás, cómo no hacerlo. 


Es esa serie ártica que se siente como lanzar otro leño más al fuego, ambientada en el pueblo más culto del mundo, donde todo era posible menos el aburrimiento.

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