jueves, 2 de abril de 2020

El Trotalibrerías: Escribir es un horror


En un episodio anterior de "El Trotalibrerías", el fantasma del novelista José Donoso se dirigía a mí y me hacía la temida pregunta:

- ¿Y tú? ¿Qué escribes tú?

Imaginemos a Donoso como la oruga que pregunta a Alicia:

- ¿Y tú? ¿Quién eres túuuu?

Donoso ha reaparecido en mis sueños desde entonces, con la misma determinación que el padre de Hamlet. Es decir, decídete, joven.
Me encontraba en un viejo caserón del centro de la ciudad, reformado como un lugar de ocio, con biblioteca, salas de actos y cafetería.
Contemplaba el patio interior desde una ventana cuando oí que alguien, a mi espalda, me llamaba.


El venerable, viejo escritor estaba sentado a una de las mesas de la cafetería, terminando su venerable, vieja taza de té mientras doblaba el periódico que leía hasta que me divisó.

- Amigo mío, qué alegría volver a verlo.

Al contrario de su aparición en capítulos anteriores, Donoso no era una oruga inquisitiva, sino un señor adorable, encantado de nuestro encuentro, como si me conociera de alguna previa ocasión. Yo respondía con timidez a su saludo, pero me acercaba y me sentaba a la silla que su gesto con la mano me ofrecía ocupar.

- Cuénteme, ¿qué ha sucedido después de que nos hayamos visto?

Entendí que se refería a la escritura y le dije que había vuelto al blog. Le contaba que había conseguido lo impensable hace un año: perderle el miedo a la página en blanco.

- Sí, algo he leído de su blog. Pero dígame, ¿ha escrito algo más? - Al ver cómo bajaba la cabeza, Donoso prosiguió - Debe escribir algo más. Escríbalo todo. Escriba cualquier cosa, si tiene usted poco tiempo. Escriba, por ejemplo, este encuentro.

El escritor se incorporaba y se excusaba porque tenía que marcharse. Yo desperté.
Ese sueño, más que una invitación a la escritura, es, como muchos sueños, la manifestación de un deseo. El deseo de conocer intelectuales o gente más interesante con la que suelo relacionarme a diario. El deseo de ser reconocido por ellos, de una manera amistosa y como una posible promesa artística. El deseo de ser un escritor para los escritores. El deseo de estar a una altura que, a medida que pasan los años, se me hace más inalcanzable.
¿Cuánto he escrito en mi vida? Comparado con lo que he leído, visto u opinado, es demasiado poco.  ¿Soy un lector/espectador, un opinador o un creador?


Fronteras difusas, poco cuantificables. Recuerdo escribir cuentos desde que aprendí a escribir. Incluso pequeñas sagas con ilustraciones, protagonizadas por niños y niñas que perseguían estrellas De una estrella que dibujé salía un bocadillo que decía: "Hola" al niño protagonista. La estrella podía hablar, reconocía al niño, como el escritor me reconocía a mí en mi sueño.
He buscado historias desde el principio, las mías y las ajenas, porque la realidad no era suficiente. No lo es. He intentado que lo sea, pero cada día mi necesidad de evasión en la cultura es más acusada.
La ficción, creada o buscada. Soy incapaz de sobrevivir sin ella.


Del mismo modo que la realidad no es suficiente, tampoco lo es conformarme con una existencia en la que la escritura no sea una ambición, una aspiración.
Qué escribes tú, pregunta la oruga, y bajo la cabeza.
Escribir no es fácil. Escribir es un horror. El incomparable Rafael Chirbes lo desliza en un pasaje de En la orilla: escribir es destrozarse los nervios.


Escribamos algo más que el blog, me dije hace unas semanas, con un ímpetu renovado. Sucedía antes del período de cuarentena. Me permitía el lujo de superar dos obstáculos: las demandas de la cotidianeidad y mi procrastinación al respecto de escribir algo de enjundia. Ficción, más allá de hablar de estrellas de Hollywood o de mí mismo. Todo un reto.
Lo hice, escribí cuatro páginas en una tarde. Escribí sobre un encuentro. No sobre el que había tenido con José Donoso en sueños, sino un amigo de la infancia al que volví a ver repentinamente. Hay una historia, una emoción ahí detrás, pensé.
Al terminar, decidí que no lo revisaría hasta el día siguiente, en el que lo imprimiría y, con el lápiz preparado, tacharía y anotaría lo que creía mejorable. Así lo hice, pero solté el lápiz correcto pronto. Aquello era horrible.
Escribí en uno de los márgenes: "Cuanto más importancia le doy a lo que escribo, peor lo hago."
Prometí retomar esa historia, arreglarla, rehacerla cuantas veces fuera suficiente hasta darle forma, pero mi mente ha encontrado no sólo excusas, sino la manera de neutralizar la urgencia por escribirla.
Siempre que me aventuro en la ficción, evidencio mi poca práctica en la fabulación, esa que no sé cómo adquirir sino dándome de latigazos todos los días con la terrorífica hoja en blanco y las aún más temidas reescrituras. 
Estar al desnudo al menos una hora al día. Escribir es un horror.


Me impaciento, me desespero. Es una lucha conmigo mismo. ¿De qué te quejas? ¿Qué te cuesta? ¿Por qué escribir un simple post de este blog te tiene todo el día de los nervios?
Anteayer calculé cuánto tiempo exacto tardaba en escribir sobre Rita Hayworth. No llegó ni a la hora. Durante tantos años que concedía en mi mente a la redacción de mis blogs un tiempo desproporcionado de mi vida me he dado cuenta que se resume en una mísera hora diaria.
No es el acto de escribir, no es el momento de la escritura. Es el eterno prolegómeno. El ahora, aquí, me siento. El ahora, aquí, empiezo. Hay veces que he estado hora y media caminando por la casa, oyendo música, tomando café, masturbándome, como prolegómeno antes de ponerme manos a la obra con algún post.
Me torturo aún más cuando lo hago bien. El momento genuino de emoción que conseguí con la historia de Rita Hayworth me sorprende a mí mismo, porque ni lo preparaba ni lo esperaba. Salta de mi escritura. Hago una guía de lo que voy a escribir, pero algo se escapa a toda previsión. Algo más grande que yo, que me enorgullece y me sonroja porque no le doy el trabajo suficiente, porque sólo le concedo una ridícula hora en un día de cuarentena.
A veces me digo que debo naturalizar la escritura, que sea como cuando era niño, tan habitual como nada traumática. Escribir sin ataduras, de lo que me guste, en un cuadernito, lejos de los distrayentes ordenadores y los torturantes escritorios. Luego pienso que la escritura es una cosa seria, profesional. Lo bueno no se consigue como una extensión de lo ocioso.
Señalo con el dedo a mis profesores de Escritura. Desde que los conocí, mejoré, sin duda, pero el acto de escribir se hizo el potro de tortura en el que evito sentarme. Hicieron de mi escritura un compromiso conmigo mismo. Si no escribes todos los días, si no escribes de lo que conoces, si escribes mal, si no escribes. ¿Cómo decirle a la memoria de esos profesores que he llegado a estar un año sin escribir palabra?
Ahora pienso que echarles la culpa de todo a los maestros es igual de pedestre que echarle la culpa de todo a los padres. Hicieron su trabajo, yo sólo quiero, en el fondo, volver a sus faldas.
La escritura necesita un tiempo que, en circunstancias normales, no poseo, porque no me gano los garbanzos con ella - y dudo que lo haga alguna vez -, pero, sobre todo, necesita mi esfuerzo.
Dicen que tengo talento, pero todo lo que escribo realmente bueno no es fruto de genialidad, sino de un trabajo continuo. 
Mi esfuerzo no consiste únicamente en la dedicación, sino en algo más dificultoso: derribar la cantidad de mierda que tengo en la cabeza por culpa de la cultura de masas y el pensamiento fácil.  Cuanto más leo, me doy cuenta de que muchas de las opiniones y escrituras que he rubricado están teñidas del convencionalismo y de la emotividad pop. El esfuerzo ha consistido - y consiste - en buscar la propia voz en un universo de voces atronadoras.


Lucho contra la propia irrealidad de la novelística contemporánea, la suposición de que el siglo XX no existió. Precisamente esa emotividad pop es la que nos transporta al Romanticismo: ser unos individuos dolientes que descubren su realización trascendental en el arte de calidad. 
Debo suprimir por fuerza la cultura audiovisual, la multipantalla vulgar, la distracción absoluta, para consagrarme como algo tan remoto como un prosista para un mundo que ahora lee novelas sólo porque está empachado de mirar el móvil.
Gran romántico, busco tornarme en una reliquia dorada, algo admirable y vetusto, reciclado para estos tiempos como el caserón antiguo reformado en cafetería en el que me encontré a Donoso en sueños.
Escribe, escribe, no pienses, escribe. Dicen todos, dicen los expertos y los que no saben nada. No dejes nunca de escribir, porque tú escribes con algo más importante que el genio o el talento. Escribes con tu corazón.


Sucede en ocasiones que me entra la tristeza. Pasan los días y las cosas que me hacen feliz se tornan insuficientes. Escribir es una cosa lejana, no entra en mis planes en esos momentos. 
Sigue el tiempo y, de repente, escribo. Siento una liberación inmediata, una alegría insólita, una realización incontestable. Como si me sacaran, para mi alivio, una espada que ignorase llevara clavada.
Escribir es un horror, pero he de hacerlo. Es superior a mí, es más grande que yo, vive por encima de mi holgazanería, de mi necesidad de ser feliz, de todo lo que pueda escribir hoy sobre escribir.
No creo que la escritura me haga feliz, pero, si renuncio a ella, jamás podré descansar en paz. Siempre velará mis sueños, decrépita y sabia como la Muerte, ominosa como el Destino, diciéndome que debo comprometerme conmigo mismo, desnudarme todos los días y escribir, escribir, escribir, sin parar. No dejes nunca de escribir, dice como si fuera el mismo Tiempo.


Pero ahí está la vida, justo la que sostiene la idea de que escribir es un horror. Y, como una madre que sólo quiere mi bien, mi sonrisa, mi tranquilidad, la vida me dice que lo olvide todo. Vive y olvida la ambición, la angustia, el sueño romántico de trascendencia. Escribir o no, qué más da. Si es un horror, déjalo, olvídalo.
Así, termino todos los días con la pregunta irresoluble, con la duda. ¿Ser feliz o escribir? ¿Escribir o no? Me refugio entre las sábanas, como si fuera el niño que quería hablar con las estrellas, mientras los latidos del corazón se amortiguan y me quedo dormido.

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