Revisaba hace unos meses Un pez llamado Wanda, comedia auspiciada por dos ex-Monty Python que se convirtió en la película que todo el mundo quería alquilar en el vídeoclub a finales de los ochenta, cuando yo era tan nene que pensaba que trataba acerca de un pez.
La película no es mi favorita para salvar de un naufragio, pero el buen rato se asegura y además está Kevin Kline en su apogeo. Siempre diré sí.
Viéndola, pensaba yo que requiere mucho talento y mucha belleza interpretar a ese impresentable sin dejarse nada en el tintero y, a la vez, permanecer tan eternamente forniciable, tan rotundamente maridable.
Lo de Kevin Kline en Wanda sólo es comparable a, ¡qué sé yo!, lo de Brando en Un tranvía llamado deseo; semejante gilipollas, pero qué buenísimo está, madrecita.
Lo de Kevin Kline en Wanda sólo es comparable a, ¡qué sé yo!, lo de Brando en Un tranvía llamado deseo; semejante gilipollas, pero qué buenísimo está, madrecita.
Sin duda, yo le hubiese dado el Oscar por esa proeza, aunque aquel premio era un saludo a la película fenómeno y también a un actor que cumplía con nota alta toda una década en el cine, culminando con esas memorables cara de orgasmo, que hacían desternillar de la risa a Jamie Lee Curtis en pleno rodaje, según cuenta ella.
Kevin Kline, gran favorito de toda la vida para los que adoramos los bellos hirsutos, nació para la causa en una buena era para los machos peludos: la década de los ochenta.
Por entonces, se le piropeó además como un nuevo Errol Flynn, por el bigotito, la elegancia y el sentido del humor; acabó interpretándolo hace unos años en un biopic poco noticiable. Por el camino, ya había incorporado también al primer héroe de capa y espada del cine, Douglas Fairbanks, en el Chaplin de Attenborough.
Pero el arma con el que lo prefería el público no es el florete, sino las ganas de diversión. Kevin Kline ha sido un galán de comedia como pocos.
Curioso que sus inicios fueran en las tablas shakespeareanas más venerables y sus ambiciones vivieran lejos de las simples risas.
Dijo que jamás quiso ser una estrella y probablemente nunca consiguió serlo, pese a la popularidad que gastó durante cierto tiempo. Quizá ha sido demasiado bueno para épocas tan sembradas de irregularidad artística y donde el cine comercial se ha hecho cada vez más intragable.
Nunca ha parado, ojo. Ahora tiene setenta y dos años. Cómo pasa el tiempo, madrecita.
También podría hacer la cuenta su primera pareja cinematográfica, nada menos que Meryl Streep, para su legendario segundo Oscar, La decisión de Sophie, adaptación al pie de la letra de la novela de William Styron, que sirvió para cimentar el furor por Meryl, sus ductilidades de acento y sus infinitas ansias de sufrir en pantalla de las más variopintas maneras.
Ahí fue donde empezó el amor por ella y también el odio. La decisión de Sophie, presuntuoso melodrama al que el tiempo ha sentado como una losa, tiene algo que me encanta y es ese joven Kevin Kline, haciendo de loco; para mí, robándole la esperada función a Meryl.
Desde ese debut espectacular, ya estaba el Kline espontáneo, pechipeludo y bigotudo que adoramos los que nos morimos por sus huesos. El oro se lo llevó Meryl, pero la carrera cinematográfica estaba puesta cual mullida alfombra para Kevin. Para mullido, él.
En el casting de una película generacional tan emblemática como Reencuentro, Kevin Kline conocería a Phoebe Cates. Kevin conseguiría uno de los papeles; Phoebe no, pero la suertuda se llevó al macho. Se casarían al finalizar la década y siguen unidos.
La bella Phoebe Cates también es santo y seña de los ochenta, con ese ascender de piscina de Aquel excitante curso, que hace volver hetero si uno se descuida.
Pero, como las películas que estoy nombrando, me temo que nadie se acuerda de la pobre Phoebe Cates, que, al contrario que su guapo esposo, pegó poco en Hollywood.
Kevin ha protagonizado taquillazos tremendos como In & Out - ese morreo con Tom Selleck, otro que tal, se dijo demasiado para nuestros pobres corazones - o Wild Wild West, y grandes películas, como Silverado o La tormenta de hielo, pero tengo la sensación de que su carrera patinó sin solución tras el fracaso inapelable de De-Lovely, el biopic de Cole Porter.
Esa era una apuesta para su reválida como actor serio, una posible vuelta a los premios de la Academia, pero la cosa no cuajó. La edad y el tiempo, que todo lo diluyen, tampoco ayudaron: las audiencias han dejado de reconocerlo y distinguirlo.
Esa era una apuesta para su reválida como actor serio, una posible vuelta a los premios de la Academia, pero la cosa no cuajó. La edad y el tiempo, que todo lo diluyen, tampoco ayudaron: las audiencias han dejado de reconocerlo y distinguirlo.
Pero un vistazo basta: su atractivo, ese nosequé de los actores de Hollywood que impide desviar la mirada, se conserva. Eternamente forniciable, rotundamente maridable.
Como trabajo de campo, nos queda rastrear su pecho peludo, desde La decisión de Sophie hasta Dave, presidente por un día. El camino es largo, pero sembrado de estimulantes folículos.
Rememoro cuando vi French Kiss en una clase de inglés del instituto de mi desidia; aquella secuencia en la que se queda en calzoncillos, con semejante mata pelo corporal al aire, me hizo despertar inmediatamente de mi habitual sopor púber.
Eran los noventa y los hombres comenzaron a depilarse; risitas nerviosas en el aula ante el Kline en pelota. Aquello era nada menos que la revolución.
Revolución también es traer a Kevin Kline a "Maromialmente hablando", o, como mínimo, debe considerarse una respuesta urgente a tanto musculoso y demás señor prefabricado de los que se estilan ahora y de los que estoy oficialmente HARTA.
Señor lector, no espere nada más y nada menos en esta sección que hombres guapos de verdad.
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