Me confieso un artista en perder el tiempo.
Como buen artista, he progresado hasta el punto de que ahora lo pierdo de la manera más brillante y sentimental.
Como buen artista, he progresado hasta el punto de que ahora lo pierdo de la manera más brillante y sentimental.
En estas noches de confinamiento, en lugar de estar pergeñando la historia que testimonie nuestras sobrecogedoras jornadas, prefiero dedicarme a la nostalgia más acendrada y ponerme algunos episodios sueltos de la serie ochentera Hotel antes de dormir.
Le concedo una calidez irrebatible, esa sensación de mullido colchón de plumas que necesito en medio de la incertidumbre. Las brumas de la distancia hacen parecer épocas pretéritas como mejores y más seguras, y así luce un hotel de lujo en el que la gente viene, sufre un poquito y todo se resuelve en cuarenta y cinco minutos.
Hotel es el colmo de lo trillado y lo parecía también en su época, pero se puede decir que ya no se hacen series así. Porque ya no se hacen series, me atrevería a aventurar. Lo de ahora son películas largas.
Como todas las producciones de Aaron Spelling, Hotel es la serie en estado puro, para bien y para mal. Una cosa inofensiva, aunque sumamente atractiva, que puntúa la existencia de ese electrodoméstico que llamamos televisión.
Ver Hotel supone también ver a James Brolin, que no es poca cosa ni nunca lo fue. Me ha permitido recuperar a uno de los tíos más buenos de la televisión, un non plus ultra de maromismo catódico, que conocía su apogeo de belleza en aquellos centrales años ochenta.
El señor Brolin, que siempre ha sido el ideal de hombre Marlboro que persigue el audiovisual norteamericano como galán, ha tenido una carrera menos emocionante de la que él esperaba en sus inicios.
Como parece pasárselo bien, hasta cuando desaparece de los focos, nunca ha supuesto una verdadera tragedia que sea más un señor simpático que un astro de deslumbre.
Los amantes del cine de género lo tendrán presente en la memoria en películas como Almas de metal o Terror en Amityville, pertenecientes a la setentera década en la que Brolin rozó algo parecido al estrellato, pero, desde muy pronto, sus cosechas más fructíferas las recolectaría en televisión.
Antes de Hotel, el público de la Catodia yanqui lo amaba como contrapunto del veterano Robert Young en la serie médico-familiar, Marcus Welby, M.D.
En cambio, nosotros y nosotras lo conocemos, sobre todo y ante todo, como Peter McDermott, el seductor gerente del hotel St. Gregory.
Revisando la serie no sólo alabo su belleza, sino como ésta es potenciada al enésimo descaro. Su presencia escénica está fundamentada en parecer un macho de fantasía; las poses, la manera de andar, la voz. No hay mayor interpretación que la de resultar un semental impecable.
Aunque en este país se asocia Hotel con la sobremesa, en Estados Unidos era la serie que seguía inmediatamente a Dinastía en la programación y se benefició de su audiencia, de sus vestuarios y de las ganas del público de entonces de ver riqueza y belleza por encima de todo.
La presencia de Brolin responde también a la irrupción del hombre objeto, que se haría ostensible en esa ochentera década en televisión.
Es demasiado guapo, es como el marido que sueño; esa barba, esos ojos, ese pelo. Parece entresacado de una ilustración porno gay y suavizado con la prosa de Barbara Cartland.
Su apostura también se benefició de la química con Connie Sellecca, otra devastadora belleza - ¿quién no era ridículamente bello en estos seriales de lujo? - y juntos hicieron que la serie se recuerde como un pequeño clásico sentimental.
Además de rezar por agarrar la gripe para quedarme a ver Hotel después del almuerzo, también recuerdo matar las tardes de infancia con el inevitable juego de mesa, anunciado en la televisión con la misma restallante estética y música que la apertura de la serie.
Poco interés parecía reservar la figura de este machote tras el crepúsculo de los ochenta, pero llega y nos sorprende cuando enamora a la mismísima Barbra Streisand.
Se casaron entre las suspicacias de todos - ambos eran reconocidos ligones de Hollywood -, pero ahí siguen, acercándose a lo octogenario, unidos de la mano y espléndidos.
Él parece venerarla, como si fuera el más encendido de los fans.
Recuerdo cuando ella posteó la siguiente foto en Facebook hace unos años, en la que se veía a Brolin promocionando su último disco.
"Mi imposiblemente guapo marido", escribió con acierto la suertuda. Quien tuvo, retuvo. Y quien tuvo, hizo heredar. Su hijo Josh Brolin, un actor definitivamente más interesante, también nos ha arrancado muchos suspiros desde el primer día; confieso que siempre quise atarlo al sillón con los extensores que manejaba en Los Goonies.
Hoy me quedo con el padre, con el que espero pasar muchas noches en las próximas semanas, con permiso de la Streisand y del mundo.
Detenido el tiempo, congelado el aliento, me refugio en la remota hermosura, en la más ilusoria de las memorias.
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