miércoles, 18 de marzo de 2020

El Trotalibrerías: La soledad es una corona


Mi costumbre de cada viernes es aminorar los pasos al salir del trabajo, concederme un almuerzo por el camino y visitar una enorme librería antes de volver a casa. 
Trotalibreo por ella, mirando y mirando. A veces, compro - más de lo debido -, otras me digo que tengo mucho por leer y enseguida tomo el tranvía de vuelta.


Al llegar a casa, cierro la puerta. Es probable que no la vuelva a abrir hasta el lunes para ir a trabajar. Es lo que yo llamo un fin de semana ideal, deseable, habitual. Todo lo que he contado, por supuesto, lo hago solo.
Quiero estar sola, decía la Garbo en Gran Hotel, cansada de la fama, pero sobre todo de lo mundano, de la sociedad, de la invasión de los otros. 
Hay algo tóxico en la compañía y los solitarios recalcitrantes como yo nos envenenamos de esa toxicidad con excesiva rapidez. 
Cuando se tienen aficiones solitarias - el cine, la literatura, el ejercicio físico -, la compañia entorpece. 
Los lectores buscan la soledad para leer las grandes obras, esas que ocupan tanto tiempo y concentración; los escritores buscan la soledad para poder escribirlas.


La maldición de la literatura es su creación solitaria, porque solitario es su diálogo. Ahí están sus personajes, sus individuos, generalmente enfermos de soledad, prestos a descubrir el amor, subir una montaña o esclarecer un secreto.
En uno de los pasajes más impresionantes de la literatura universal, un niño solitario entra en el comedor de una mansión en ruinas. 
Un banquete de bodas podrido en la mesa, llena de telarañas, y allí sentada, vestida de novia, la Señorita Havisham, una vieja que lo sabe todo de la soledad, el aislamiento, la decepción, la nostalgia.


Los solitarios vivimos del recuerdo, como si alguna vez hubiésemos estado en una ideal soledad, en un bálsamo donde no era necesario trabajar, ni responder a los compromisos, ni atender a las exigencias de la sociedad en torno a nuestro aspecto físico o estado civil. El solitario busca el lugar acotado, el tiempo suspendido. El solitario busca vestirse de novia y que las telarañas rodeen su catafalco en vida.
Los escritores se aislaron. Lo hizo Marcel Proust, una persona tan sensible que sólo podía emparedarse y escribió entonces los volúmenes de A la busca del tiempo perdido, esa hazaña de la humanidad. Y lo hizo porque se enredó en su soledad, en su aislamiento.
Yo he soñado con la soledad como una corona para mi imperio. 
La he buscado incesamente, la he tenido durante ciertos períodos, la recuperé el año pasado. Salir del trabajo, encontrar la paz, abstraerme de la mediocridad, del escaso vuelo intelectual y emocional de los demás, ese que uno nunca puede poner en evidencia, so pena de pecar de maleducado. 
La soledad es la respuesta y es el gesto contemporáneo, la inevitable derivación de culturas individualistas. Somos rescoldos del Romanticismo: no importa tanto el amor, como ser nosotros mismos. En conserva.


La soledad es una corona, el ser humano frente a la sociedad, tocando una sinfonía de Brahms o enzarzado en la lectura de La montaña mágica, en la que el protagonista siente un extraño pero significativo deseo de estar enfermo, vivir internado en un sanatorio, postrado en una hamaca para sudar su dudosa tuberculosis, lejos, lejos de lo mundano. 
Sólo una catástrofe podrá sacarlo de esa soledad autoimpuesta.


Yo quería soledad, para leer, para escribir. Me fastidiaban mis compañeros de trabajo, mi escaso tiempo diario, mis ganas de dormir temprano. 
Y cuando escribía, sentía que no tenía nada importante qué contar. ¿Vivía en tiempo de grandes guerras o absolutas desgracias para testimoniar algo de relevancia? Este mundo donde todo pasa y todo acaba es inaprehensible por definición. No tiene forma, no tiene fondo. Es insaciable.
Quería aislarme, como el Príncipe Próspero y los suyos a salvo - o no - de la Muerte Roja, o como los jóvenes del Decamerón, que huyen de la Peste Negra para asentarse en una villa y contarse historias graciosas, escapismo en pleno siglo XIV.
Lo deseaba tanto que llegó. El decreto dijo que todos debíamos refugiarnos en nuestras casas y no salir. El virus andaba por las calles, por los pomos de las puertas, por las bocas de los niños. Y en mi trabajo. 
Salario íntegro, en casa hasta nueva orden.


Corrí, sin aminorar ningún paso. No era viernes. Era el viernes para siempre. Y de la alegría pasé a la extrañeza. Veía películas, leía libros, y de repente, la realidad, ese universo antes informado de mediocridad, se parecía ahora a una ficción. Era una prolongación, quzá un sueño mío. ¿Es esto real?, me preguntaba, me pregunto.
Todo cerrado. Gimnasios y peluquerías. No habrá que preocuparse por la apariencia o, al menos, se entenderá el descuido. Nada de sexo, ni compromisos familiares, ni cumplidos sociales. Estaba excusado. Podía zafarme por fin, sin vergüenza, sin disculpas.
Solo, por fin, solo, con toda delicia. Y solo, con privilegios: dentro de una casa amplia, con el bolsillo lleno, en un lugar privilegiado del mundo. Sano, autosuficiente.


La soledad es la corona, pero sus espinas son la culpa. Porque mi utopía retorcida es la distopía ajena. Esbocé una sonrisa de placer ante los demás, los que no pueden estar solos, los que no saben vivir quietos, los que arrean con toda la tropa. Esos que me miraban como un bicho raro, ahora me ven con la corona puesta. Yo soy el rey. 
Esta insensatez de situación me obsesiona de tal manera, que he pensado que estoy loco, que estoy soñando, que desafié a Dios y él me ha dicho: ahí tienes ese veneno espinoso entre tus manos, saboréalo, porque has ganado, intenta ser feliz.
El transcurrir de los días del aislamiento se hace cuesta arriba para muchos y ya no esbozo la sonrisa se hiela en preocupación. 
Todos aplauden por las ventanas a la hora indicada de la tarde y yo también lo hago. Estamos solos y lo hemos estado siempre. Es lo que no sabía. Pero ahora hay una incertidumbre mayor. ¿Estamos vivos? 
La sociedad, esa cosa tan irritante, resuella sin aliento, pero no los individuos que la conforman. Demuestran ser héroes con el culo en el sofá.
Y yo, que lo sé todo sobre mi culo en el sofá, contemplo el pasillo de mi casa, las habitaciones, y me pregunto si también soportaré todo este tiempo. Sin amor, sin sexo, sin familia. Dios mío, ¿qué es lo que te he pedido?
Siento que no quiero que se acabe, que me enredo en la hamaca de mi postración, pero, a la vez, deseo que el final llegue pronto. 
Entre los abrazos y los vítores, la corona se caerá, pero yo veré otro deseo realizado: habré sufrido y sobrevivido un acontecimiento histórico. 
Por fin, tendré algo que contar.




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