domingo, 8 de marzo de 2020

Crónicas de Cinefilia: La hora del crítico


Viajaba en avión hará unas semanas y, pese a la clase turista que sólo permiten mis ingresos, los asientos eran inusualmente cómodos y hasta se disponía de una pequeña pantalla a la vista, en la que, de manera táctil, se accedía a un menú de películas. La selección era variopinta, al buen tún tún. 
Me caía de sueño, volviendo a casa tras un agotador viaje, así que elegí una que recordaba con agrado y no me haría pensar mucho: El gran Gatsby, de Baz Luhrmann, estrenada en 2013.
Recuerdo que esperé su estreno con ganas y, una vez vista en gran pantalla, escribí maravillas sobre ella, algunas aún visibles en anteriores blogs. 
Una de dos: 2013 debió ser un año difícil para mí o el cansancio de este viaje me hacía ver horrores. En cualquier caso, la vergüenza me invadió al volver a ver El gran Gatsby
Y no una vergüenza ajena, sino propia, muy propia. ¿Cómo demonios pude llamar "gran película" a ese lolailo? 


Otra pregunta me atenazaba: ¿Quién no conozca la novela de Scott Fitzgerald es capaz de entender el argumento? Yo, que la he leído dos veces, encontraba graves problemas para seguir una narración que, en manos de Luhrmann, parece vomitada, montaje a martillazos mediante.
Apenas vi mucho de la película, tan estilizada, pintarrajeada y llena de slapstick que parece una versión animada de la novela, pero me dije: "Oh, Dios mío, Josito, siempre te has creído un crítico de cine y eres un fraude, un producto de tu generación, esa que se deja seducir por el baile y el colorinchi, criada con la televisión puesta y el vídeo musical en la recámara. ¿Qué sabes tú lo que es una "gran película"?"
Desde que sentí la fiebre cinéfila con catorce años, siempre quise escribir sobre cine, poner en palabras lo que veía, traducir mi amor, testimoniarlo. Quizá para entender esa fiebre.
Leer cine y verlo estuvo maridado en ese principio y siempre han navegado juntos. Yo leía a los críticos, me fiaba, aprendí a hablar de cine y a entenderlo gracias a ellos. 
Mejoré mi inglés leyendo a Pauline Kael, a Roger Ebert, a Leonard Maltin y a todas las enciclopedias que se encontraban en CD-Rom y, más tarde, en el primitivo Internet. 
Me lancé a escribir sobre cine, confeccionaba revistas en casa que sólo leía mi padre y, cada vez que oía una opinión que pareciera fundamentada, escuchaba, atendía, mientras la fiebre subía y subía.
Con el tiempo, creí encontrar mi propia voz crítica, o eso me decían. 
Escribes lo que piensas, no te importa ensalzar a Cecil B. de Mille y deplorar a los hermanos Coen, no lo harías mal como crítico, no eres aburrido, no eres pesado. Eso me decían, eso dicen todavía.


Cuando releo mis escritos, son los dedicados al cine los que más me gustan. Se ve que navego por aguas en las que me manejo.
Sé más de cine que de cualquier otra cosa, pero muchas veces pienso que sé muy poco. No me veo como deberían ser los críticos: soy subjetivo, apasionado, a veces infantil, me dejo embaucar y hay directores y estilos cinematográficos que me reconozco incapaz de seguir o comprender. Y rectifico, rectifico muchísimo. No tengo el orgullo de los críticos. Ya no deploro a los Coen. Amo a todo el mundo, soy muy humano, como diría cierta socialité achispada.
Pero, ¿quiénes son los criticos de cine? ¿De dónde vienen y, sobre todo, a dónde han ido? Con frecuencia, son señalados con el dedo como envidiosos Salieris que sojuzgan con amargura la obra de los creadores, esos que hacen lo que ellos ni se atreverían si acaso pudieran.
La figura del crítico siempre ha estado presente en todas las artes, en su actualidad y en su historiografía, y que los críticos de cine se hicieran tan importantes fue la validación de que el cine era más que un entretenimiento de feria.


Su época de esplendor, desde mediados de la década de los sesenta hasta los primeros ochenta, encuentra a cinéfilos y críticos reconvertidos en directores, desde Godard hasta Scorsese, a críticos súperestrellas que consagran, como hizo Pauline Kael con Bonnie & Clyde, y a críticos que hasta protagonizan películas, como el impagable Rex Reed en Myra Breckinridge, film irónicamente destrozado por todos sus compañeros de profesión.


La crítica vivió a la flor del periodismo de espectáculos y del periodismo entendido como espectáculo; los opinadores de cine llegaron a tener un estatus irrepetible como árbitros del gusto, presentadores de espacios dedicados exclusivamente al séptimo arte y ejemplares dagas florentinas. Porque el crítico y el criticón no se distinguen al final del día: las mejores críticas son las que vituperan y ridiculizan, las humorosas, las burlonas, las que usan el lenguaje con intención traviesa.
Las cifras de recaudación nunca han tenido una directa relación con la opinión de los entendidos y basta con contemplar los taquillazos de títulos de la época como Aeropuerto o El valle de las muñecas, insultados por la crítica con unanimidad mientras sus productores contaban los dólares.
Sin embargo, en terrenos del cine prestigioso, la decisión de los críticos sí era fulminante. Dicen que David Lean estuvo años sin sentarse en la butaca de director tras leer lo que pensaba Kael de La hija de Ryan. No fue la única; en un pase de la película, los comentaristas se pusieron tan burros que aquello fue poco menos que un linchamiento al gran Lean.


Ese gobierno temporal de los críticos trastabilló con el triunfo absoluto del cine comercial y juvenil en los años ochenta, aunque han pervivido hasta nuestros días y todavía hay quien busca una crítica positiva en el New York Times como billete para la temporada de premios y tributo a su propio ego.
La opinión cinematográfica sigue en pie, pese a que tenga pocas ganas de guerra, proliferen plumas escasamente estimulantes y ahora no sea decisiva. Quizá se deba a que la excitación por las posibilidades del cine vive ahora en márgenes, fuera de las corrientes convencionales, al contrario de la era en que se estrenaban films como El último tango en París o Cabaret en olor de multitudes.
En este país, tenemos un divertido ejemplo de la discordia entre cineasta enfadado y crítico chulo con Pedro Almódovar y Carlos Boyero. Aquel estrena película y cae del Cielo leer lo que opina Boyero. Pedro se enfada al ver su "arte" comprometido por un malvado heteruzo, aunque yo le diría al señor Almodóvar que lo que dice Boyero no es ni la mitad de devastador que las cosas que oí yo cuando salía de ver Los abrazos rotos o La piel que habito.
Entre el placer de la humillación ajena y la glorificación de la opinión personal, llegamos nosotros: la generación de críticos. Todo lo que vemos suscita un comentario y hasta un debate, sea en blogs, webs o redes sociales. En este país, se creció a los pechos de Qué grande es el cine, pero también de innumerables espacios televisivos que debatían de cualquier cosa imaginable. Críticos y criticones, más unidos que nunca. Aquel follón catódico es nuestro follón mediático.
Como buenos críticos, opinamos y no creamos. Y la gran tragedia: cuando queremos crear, somos nuestros más salvajes críticos.


Rex Reed, aún en activo, lamenta la neocrítica, o la avalancha de voces no preparadas en Internet que están cortando el bacalao de la actual opinión cinematográfica. El crítico aficionado, ese que comenta porque ha visto muchísimas películas en su casa, se impone fatalmente frente al instruido, el erudito, el que sabe de cine porque también sabe de otras artes.
Ahí está el quid y ahí está mi quid. Considero que parte de mi horror actual por ese Gatsby de 2013 se debe a cierto conocimiento de la literatura que he adquirido desde entonces. Ahora, como sé un poquito más, veo que esa película no tiene sutileza ni paciencia ni delicadeza. Es una cosa cafre y vistosa, hecha por un director que es más bien un cirujano plástico de clásicos.
Rex Reed tiene razón. Antes de derrochar la soberbia propia de los intelectuales hay que tener la humildad para convertirse en uno de verdad.
Al final, críticos o aficionados, el único juez infalible es el tiempo. Es el que recupera las joyas perdidas y el que matiza o deplora lo que se opinó en su época. Es el que nos hace ver aquel oro como mierda procesada o aquella basura pretenciosa como una incalculable riqueza que recuperamos en épocas más benévolas, en edades más comprensivas, en madureces más tolerantes. 
Es el tiempo el que ha hecho que ahora La hija de Ryan aparezca como una de las obras más hermosas de David Lean. Es el que ha hecho que lo único que quede en la memoria colectiva de El gran Gatsby de Luhrmann sólo siete años después sea el meme de Leonardo DiCaprio brindando.
Cuando bajé del avión, pensé en volver a verla y revisar la filmografía de ese director para ponerlo al buen caldo que debí ponerlo entonces, pero luego me dije que, bah, prefería releer la novela o ver la versión de Jack Clayton. 
O seguir el consejo de Pauline Kael, la misma que sólo veía las películas una vez: "No hay que darles importancia ni sentirse acomplejado por ellas. Si no te gustan, no las vuelvas a ver. Si no las entendiste, no hay nada que entender. Las películas son las peliculas."


Como la explicación correcta suele ser la más sencilla, digamos que me equivoqué y, al contrario que muchos, prefiero rectificar que encastillarme. Porque no, no tiene la más mínima importancia.

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