En cierta ocasión, la escritora de novela rosa Barbara Cartland aseguró: "No necesitábamos el sexo. Teníamos a Tyrone Power".
La época a la que aludía la señora Cartland era la misma época en la que el público entraba en una relación tan íntima con las estrellas de cine que ir a las películas se vivía como una especie de comunión profana. La contemplación de los carismáticos rostros del llamado Hollywood dorado hacía entrar en un extásis, que hacía posible esa idea de que no se necesitaba el sexo cuando existía Tyrone Power.
Era más que una estrella, era el reclamo, la excusa. Se iba al cine a verlo a él, a comulgar con su imagen, a satisfacer todos los deseos con el simple vistazo.
De ojos grandes y expresivos, cara seria, a veces rota por una sonrisa milagrosa de puro irresistible, Tyrone era sensual y varonil, pero nunca resultó un macho al uso. No era bruto, ni grande, ni sudoroso.
Quizá el blanco y negro confiere todavía la sensación de que estamos ante una estatua clásica insuflada a la vida. Apolo entre los hombres, pero un Apolo bueno, justo y romántico, muy romántico. Todo en Tyrone invitaba al idilio, al amor bajo las estrellas, al romance.
No es casualidad que la Cartland lo citara. Muchos personajes que interpretó Tyrone Power - galanes de frac, espadachines de bigote, piratas descamisados - lucen hoy como cimiento de inspiración para los protagonistas masculinos de la novela rosa que se escribiría a partir de Hollywood.
Tyrone era el hombre para cualquier fantasía.
Cuando irrumpió en el cine norteamericano a mediados de los años treinta, su belleza física y su elegancia lo hicieron un favorito inmediato del público y Darryl F. Zanuck, el jerarca de la Twentieth Century Fox, lo blindaría para su estudio.
Lo hizo navegar entre varios géneros, mientras el chico maravillas se confirmaba como una de las grandes estrellas del cine.
Su valía artística ha quedado con frecuencia en un condescendiente segundo lugar ante su apostura y condición de astro, por lo que nunca está de más romper una lanza por sus dotes como actor protagonista, o ese asunto tan difícil que supone acarrear toda una producción en un solo rostro y mantener la fuerza y la solidez suficientes para convencer a las audiencias de que se padece o se triunfa, incluso a partir del más nimio de los argumentos y del más convencional de los guiones.
Aunque se le concebía como el hombre que recibiera cualquier familia respetable, Tyrone interpretó, desde muy pronto, a personajes en un ambiguo filo entre lo correcto y lo criminal.
Su glamouroso Jesse James de Tierra de audaces despertó una novedosa simpatía por lo forajido, mientras era un niño rico caído en gangsteriles manos bajo el apropiado nombre de Johnny Apollo, el hermano golfo redimido tras el espectacular incendio de Chicago y el torero que lo deja todo por Rita Hayworth en Sangre y arena.
Hasta sus héroes sin tacha tenían algo punzante: un antifaz, un entrar a escondidas. Sí, Tyrone también fue el Zorro.
Héroe de pantallas, lo sería además para su país cuando regresaba con las medallas de la Segunda Guerra Mundial en su torso de aviador. Pero la gloria militar no se tradujo en felicidad. Su primera mujer, Annabella, lo diría: "Nunca volvió a ser el mismo".
El héroe tenía el corazón roto y, en su mirada madura, aún más atractiva, se agazapaba la desconfianza. Era ahora más que el Zorro, era Larry Durrell de El filo de la navaja, el aviador que no quiere conformarse.
Entre aventuras tradicionales y proyectos prestigiosos, se movió el Power de posguerra, más exigente con lo que le procuraba la Fox.
Su mejor interpretación horrorizó a Zanuck, que enterró El callejón de las almas perdidas para olvidarla.
No podía ver a su Ty como un arribista de circo en un terrorífico noir. Él puso sus rasgos irlandeses y su franca mirada como nunca a tal estimulante servicio. Hoy El callejón de las almas perdidas es un ejemplo de lo que podían ser las estrellas cuando se las dejaba ser menos estrellas.
Con la salud maltrecha y un físico envejecido de manera prematura, Tyrone se concedió una última interpretación memorable en Testigo de cargo, cuyo personaje funcionaba como toda una parodia de su estatus de conquistador de señoras.
Y, un día, de repente, sin previo aviso, se murió. Sólo tenía cuarenta y cinco años. El corazón, débil, fue el responsable. El público le había entregado el suyo desde el primer dia, pero no fue suficiente. Tyrone, el Johnny Apolo, acababa como todas las estrellas: con una nota demasiado triste.
En el funeral, Henry King, su descubridor y director habitual, sobrevoló el sepelio en avioneta con lágrimas en los ojos.
En la lápida, la inscripción parecía el final de una canción de cuna: "Buenas noches, dulce príncipe."
Como los mejores llorados, venció al olvido y todavía cuando aparece, resucitado por el milagro del cine, arranca aquel suspiro legendario, aquel que nacía de la creencia ciega de que los dioses protagonizaban películas.
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