martes, 24 de marzo de 2020

El Trotalibrerías: La palabra es sexo


Mi padre tiene una gran biblioteca, la que desearía cualquier ávido lector como él. Cuando era pequeño, me parecía enorme, un templo, y de verdad creía que todos los libros del mundo estaban allí.
Yo ya sabía que los libros eran el lugar para encontrar respuestas.
Cuando era adolescente, la pregunta era, por supuesto, el sexo.
Y en la biblioteca de mi padre, oculto, pero no demasiado, había un libro titulado Enigmas de la sexualidad. Era un tratado viejo, escrito por un doctor francés y publicado hacia finales de los sesenta.
Recuerdo pasar las hojas con pecaminosa prisa. Por entonces, el sexo todavía producía muchas risitas, aunque era mayor la incomodidad de nuestros padres que la nuestra. Más que protegernos ellos del sexo, hacíamos lo contrario: escondíamos nuestras inquietudes, nuestras pajas, porque entendíamos que el tema sofocaba y angustiaba a la generación que creció con la idea de que el sexo era una cosa sucia, de la que mejor no se hablaba.


Pero ahí estaba ese libro.
Mi padre debió tener muchos enigmas acerca de la sexualidad y, por eso, adquirió ese volumen. No sé si lo haría en busca del erotismo o para responder a sus quimeras. Porque fuera el sexo sucio o no, había que hacerlo. Para tener hijos, para hacer feliz a la esposa, para atreverse a ser feliz uno mismo.
Recuerdo algunos fragmentos del libro. "Los amantes entran en estado de nirvana". Así describía una de las fases del coito.
Esto debí leer después del suicidio de Kurt Cobain, porque la palabra "nirvana" no me era ajena. El tono del libro era horrendo por aleccionador y moralista; estaba escrito por un médico que más bien sermoneaba. Tenía un apartado delirante dedicado a las "perversiones sexuales", donde no faltaba la homosexualidad. Aún no tenía demasiado clara la mía y aquello ya me resultó descacharrante por ofensivo.
Me masturbé con la descripción que hacía del coito. "Los amantes entran en estado de nirvana". Me imaginaba a mí mismo follando e inclinando la cabeza hacia atrás, de absoluto y puro placer, ascendiendo a lo metafísico.
Antes del porno, los libros eran la única manera de conocer el sexo sin practicarlo. En épocas reprimidas, en edades no autorizadas, más aún. ¿A quién le vas a preguntar? Sólo los libros tienen todas las respuestas. Tienen hasta lo que no quieres saber.
De aquella época, también recuerdo un pasaje de El ladrón de cuerpos, de Anne Rice, en el que Lestat le hace un cunnilingus a una mujer. Que lo recuerde tan vívidamente es significativo, porque es algo que jamás he hecho ni tengo intención de hacer.
De manera curiosa, el libro que estoy leyendo ahora, Cuando cae la noche, de Michael Cunningham, también tiene un episodio de cama donde se describe a un marido practicándole sexo oral a su esposa.


Lo leí con interés, porque el sexo es siempre un secreto, un enigma. Nunca me comeré un coño, pero siempre me intriga cómo se hace exactamente.
Porque dicen que el porno no lo enseña bien. Todavía muchos y muchas buscan las respuestas en los libros.
Hace una década, estuve trabajando en la librería de unos grandes almacenes y me viene a la cabeza uno de los clientes. Era un muchachón musculoso, un maromazo bien equipado, con la camiseta negra a reventar de tremendos bíceps. Un sueño pornográfico. Aún así, el caballero pedía libros sobre sexo. No libros eróticos, sino libros de cómo hacerlo, de cómo mejorar en la cama.
Como mi padre, como todos los hombres, el chico se sentía en el deber de equiparar su imagen de macho con su destreza entre las sábanas. El porno no le había servido de nada y su esposa/novia se lo había hecho notar.
La respuesta esperaba encontrarla en una guía escrita, a ser posible también ilustrada, que le diera unas pautas. Pero, más importante, que le dijera la verdad. Porque aquí está la creencia tan divulgada, tan comúnmente aceptada: las películas mienten, los libros dicen la verdad.
¿Dicen la verdad los libros? ¿Son las novelas el hilo que conduce a esa madeja que llamamos sexo? La literatura y el sexo están tan interrelacionados, que este post podría parecer una obviedad a los más intelectuales.
El acto de leer es un acto íntimo, sensorial y secreto, muy secreto. En las páginas de los libros se pueden contar cosas que no se pueden contar en casi ningún otro sitio. ¿Por qué quién lee, al fin y al cabo?


A ese respecto, no deja de sorprenderme recorrer ciertos clásicos del siglo XIX y encontrarlos mucho más picantes y honestos sobre la sexualidad humana que la mayoría de las películas y series que se produjeron cien años después. Novelas como Bel-Ami o Rojo y negro todavían calientan. Son fogosas y, más lo son, cuando sus escritores recurren con un arte insólito a un lenguaje que evita los términos evidentes, pero hace la descripción aún más ardiente. No es exactamente censura, es despertar al sexo con una caricia precisa, con una palabra adecuada.
Tampoco seamos bénevolos con el pasado. Si muchas novelas de siglos remotos nos hablan de que no hay nada nuevo bajo el Sol, muchos de sus autores fueron perseguidos, condenados y ajusticiados por la Iglesia y la moral pública. Y ya lo cuenta Stendhal en Rojo y negro: era pecado leer novelas. Cualquier novela.
Bien cierto es que la literatura siempre puede arriesgarse, dar el paso, porque es un acto directo, individual. Siempre habrá algún editor tan enfermo como el autor.


En el cine, cualquier narrativa está producida con un ánimo empresarial y, por tanto, existe un pre-acuerdo. La censura no es tanto posterior como anterior. El cine, como espectáculo público, ha estado sometido a un escrutinio especial. Nadie lee, pero todos van a las películas. Por eso, éstas han de mentir.
En los márgenes del cine, allá por la década de los sesenta, irrumpieron los bestsellers eróticos, los llamados libros sucios.
Muchos descubrieron el sexo con esas noveluchas de consumo rápido y el rey fue Harold Robbins, que se autoproclamó el "escritor playboy".
Complemento necesario de la revolución en las camas que se viviría por aquellos tiempos, Robbins, como estilo enseña, contó polvos, felaciones, cunnilingus y orgías en sus relatos de los ricos y famosos. Su aportación al imaginario erótico de toda una generación le valió una autobiografía con el subtítulo significativo: "El hombre que inventó el sexo".
Pero el sexo de Harold Robbins era un sexo como consumo, un sexo para pajas, un sexo que no cuenta la verdad que buscamos en la literatura.


¿Qué verdad cuentan los libros sobre el sexo? ¿Qué verdad he encontrado yo? El gran escritor entiende que el sexo es una parte de la vida.
Uno de los titanes es D.H. Lawrence, cuyos libros han depasado hace tiempo el escándalo que suscitaron en su tiempo, y hoy reaparecen como los frutos de uno de los mejores evocadores de la carnalidad y su decisiva relación con el alma humana.


Los novelistas pueden hablar de sus despertares sexuales, tema recurrente, sean aquellos felices o traumáticos, o pueden abordar el sexo en sus facetas más furiosas y humillantes.
La escritura dice la verdad cuando asegura que el sexo no es siempre alegre, como nos venden ahora las modas y los medios, que no se entra necesariamente en fase de nirvana cuando se copula.
El sexo y la psique son una misma cosa y hay sexos que no enaltecen, que son sólo una prolongación de sufrimientos y ansiedades, que no resultan bonitos ni necesarios.


Yo he descubierto las respuestas en los libros. 
Cuando leí a David Leavitt, pensé que alguien por fin me comprendía. Leía lo que sentía: el sexo con otro es difícil y no siempre placentero cuando estás acostumbrado a estar solo y, por tanto, a practicarlo en soledad. El estado de nirvana no me ha estado garantizado siempre, he de confesar.
Los libros no cuentan la verdad: la dicen a susurros, porque están desvelando los secretos de los escritores, que, a veces, son también nuestros secretos.
No se puede hablar de sexo sin glosar la represión, la ejercida por la sociedad y la que se ejerce sobre uno mismo.
Y, a diferencia del porno, el sexo no debe ser ese centro obsesivo, aislado, desprovisto. Esa erección no es sólo una erección. Tiene una historia detrás, tiene la Historia detrás.
Aún ahora, la literatura es la hermana mayor de la cultura en terrenos golfantes. Cuando se adapta una novela al cine, todavía se preguntan todos: ¿Y podrá contar ESE episodio, ESA escena?.
La timoratez de las pantallas convencionales sólo está a la altura de su entendimiento del sexo como una veta a explotar, como un tema que todavía da risita.


Da risita lo que todavía sigue siendo un secreto. ¿Sabemos algo sobre sexo? ¿Sobre lo qué significa de verdad?
En estos tiempos de cuarentena, donde, como si volviéramos a la era victoriana, sólo podemos mantener sexo con la compañía estable o con la mano operativa, reflexionemos sobre las incógnitas de la sexualidad y busquemos la cálida compañía de una novela vergonzante.
Y, si alguien quiere saber el paradero del libro de mi padre, Enigmas de la sexualidad, diré que está en mi poder.
Era uno entre una pila de los que mi querido viejito quería deshacerse - la vida ya le habrá despejado todos los enigmas - y yo, nostalgia de por medio, lo robé con la mano operativa sin que él me viera.

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