miércoles, 14 de julio de 2021

El Trotalibrerías: El artista y el seguidor


En mi pila de libros pendientes, figuraba desde hace años Linterna mágica, la autobiografía de Ingmar Bergman, obra considerada indispensable para conocer al torturado genio, y allá que fui a conocerlo de la manera íntima y personal que prometen las memorias. En mi último trote hacia las librerías, Linterna mágica aparece en el recibo de compra y, cuando llegó la noche, ocupaba sitio en mi mesilla.
Lo lancé a un lado con fastidio tras leer unas cincuenta o sesenta páginas. ¿Es un mal libro? Ni por asomo. De hecho, mi sentido del deber, profundo, enquistado cual disciplina militar, me dice que lo retomaré más temprano que tarde. Pero es la pura esencia de la biografía lo que me propiciaba el fastidio. Lo mismo que dije a propósito de Tennessee Williams: yo buscaba a Dios, una clara imagen Suya, y me encontré a un hombre. 


Yo, que tiendo a imaginarme a los genios – y Bergman es uno de los más grandes del cine y uno de los cuatro o cinco verdaderos revolucionarios del séptimo arte – como seres clarividentes, me topo ahora con la verdad que se encuentran todos los seguidores cara a cara con los artistas. 
Me tropiezo con la evidencia de que Bergman no está por encima de sí mismo, ni del mundo que crea, ni sabe más de la vida que nadie, sino que tiene el talento y la audacia de contarse, desnudarse. Como en el caso de Williams, Bergman es uno de sus personajes, es todos sus personajes.  
Su biografía, como todas, es una mirada a las bambalinas, fantástica para el chisme, pero chafa el misterio. Fui a ver al Mago de Oz con toda la ilusión y me encontré con un hombrecillo detrás de la cortina, al manejo experto de luces y efectos.
De lo que hablo es lo que reside en la mitomanía y en la adoración exacerbada de aquello que amamos. De lo que hablo es de no creer en Dios, pero creer en todos los dioses. De lo que hablo es de nuestra sociedad, admirada de la excelencia artística, devota del cotilleo, periodística de pro. Nuestra visión de las películas o nuestra lectura de los libros está mediatizada hasta la máxima potencia y que yo lance Linterna mágica por los aires es un acto de desesperación para que nada me chafe Fresas salvajes o El séptimo sello, porque ya me lo chafan todo.
Pensaba que para conocer la vida de Bergman, está Fanny y Alexander – de hecho, muchos de los pasajes que cuenta de su infancia están trasladados tal cual a su última obra cinematográfica – y pensé en aquello que decía García Márquez en su propia autobiografía que termina en el momento en que publicó su primera novela: que lo demás lo cuente la obra.
Escribí a este respecto en otro post de La Radio Inmortal sobre mi interés por la vida privada de los escritores, y no sólo por ganas de chisme, sino por un proceso de comparación, también esencial en la mitomanía: ¿se parece la vida del genio a la mía? Y, si es así, ¿soy o podré ser un genio? (Dios me libre).


También escribí, a propósito de los atestados armarios de Hollywood, que ya no me interesa la vida privada de las estrellas, quizá por esa urgencia de que la bambalina no entorpezca lo que sucede en el escenario, de que vea la película y no llegue al pensamiento la impertinente verdad de que Errol Flynn estaba lejos de ser ese héroe. 
La paradoja es que si no se escribe sobre la vida privada de las estrellas, no se escribe sobre ellas, porque sus vidas privadas, como estrellas que son, no sólo forman parte del espectáculo, sino que, bien lo sabemos, suelen ser sus mejores películas. Valga el ejemplo de uno de los próximos posts que preparo para la sección Hollywood, Hollywood: podré decir muchas cosas del talento de Glenn Ford, pero algo tendré que decir sobre su matrimonio con Eleanor Powell y cómo acabó tras la astronómica cantidad de infidelidades de Glenn.
Si no lo cuento, será como no contar nada. Será como aburrir hasta las moscas.


Me hallo en una encrucijada. Endiosarlos es un error, porque no son dioses. Buscar sus pecadillos es tarea de vecinas ociosas y periodistas envidiosos. Apurar significados, establecer símbolos donde nos lo hay, proponer tesis máximas, todo ideal para aprobar un examen de Literatura o Historia del Arte.
Pero ignorar su biografía, olvidar la crítica, dejar el disfrute artístico en una simple contemplación, sin opiniones, sin necesidad de indagar en el detrás, es un ejercicio de depuración tan extremo que sería como una huelga de hambre. ¿Cómo ver Ciudadano Kane sin pensar en Orson Welles? ¿O cómo leer una novela de William Faulkner sin querer saber todo, todo, todo sobre él? Es inevitable enamorarse, fantasear, aunque lo que haya detrás de la cortina sea, a veces, espantoso o sencillamente decepcionante.
Cuentan que el mismo Orson Welles se negó a conocer en persona a Isak Dinesen por lo mucho que la admiraba; la idolatraba tanto que no quería esa decepción de la que hablo. 
Sería algo parecido a lo que me sucedió hace una semana, cuando el escritor de origen marroquí, Abdelá Taia, estuvo en Madrid firmando libros. Mi primer impulso fue acudir a que me rubricara una de sus tristísimas, hermosas novelas, pero dejé que sean éstas las que digan lo que tengan que decir de él. ¿Para qué acercarme más? ¿Para qué valen los autógrafos?


Es acaso una burbuja lo que pretendo. Es acaso otra forma de mitomanía, la más antigua. La que promovía Hollywood cuando sus estrellas eran intocables, inalcanzables, dioses de verdad, hasta que la prensa, imparable, y el público, decidido a desmontar un palacio de cristal en el que ya no creía, comenzaron a arrancar a jirones el vestido de la Cenicienta. 
A pesar de todo, el fenómeno fan no se detuvo, sino que se aceleró a la máxima potencia y pareciera que la curiosidad por la bambalina siempre haya vivido en esa veneración a los artistas. Lo amo, pero quiero saberlo todo, hasta lo necesario para destruirlo.
Debe ser mi necesidad de salir pitando de memorias y biografías un gesto de reacción ante una época que desvela monstruos detrás de obras maestras, que nos cuenta que hombres y mujeres que han creado cosas hermosas son también capaces de lo peor. Es un grado de confusión, es un maelstrom que me deja exhausto, desorientado. No entiendo, por ejemplo, a Mario Vargas Llosa, que se comporta como si fuese uno de los malvados de sus novelas. 
No entiendo el desfase entre genio y gilipollas, pero sólo un vistazo superficial al presente y pasado de artistas evidencia que es habitual.


Hay novelas que tratan de esa tensa relación entre el artista y su díscipulo; lo que éste descubre y padece cuando convive con su maestro. Puede descubrir que apoyó a los nazis, que maltrata a su mujer o que se bebe hasta el agua de los floreros, pero también algo tan esencial y escalofriante como una enorme inseguridad o el hecho de que el declarado genio se ha agotado, no da más de sí. Las obras maestras también pueden ser fruto de las circunstancias, más que de talentos ultrarresistentes.
Justo cuando lanzaba Linterna mágica por los aires, Javier Marías publicó un artículo en El País a propósito del furor actual por publicar las memorias, correspondencias y entrevistas de los escritores. Marías, fabulador ante todo, enemigo declarado de la autoficción y del yoísmo literario, dice también algo muy interesante: los escritores, de por sí, son unos grandes mentirosos y lo que digan o escriban en diarios o entrevistas puede distar muchísimo de esa verdad que busca nuestra cultura periodístico-chismosa. De hecho, es habitual encontrar contradicciones en las declaraciones públicas de los novelistas. Y cita, como ejemplo, a William Faulkner.


La casualidad sigue en el mismo aire al que yo lanzaba Linterna mágica, porque, además de lanzarlo para salvaguardar la imagen que tenía del prohombre Bergman, lo hacía para sustituirlo con velocidad por una novela de William Faulkner, el escritor al que me he atrevido por fin este año, y con el que desarrollo ahora mismo, toma ironía, dale paradoja, vuelta al calcetín, lo que he estado poniendo en solfa en este post. 
Es Dios, quiero ir a su encuentro, lo amo, sólo quiero leer sus novelas, sus cuentos, sus listas de la compra. Me parece hasta guapísimo con ese bigote – he pensado en traerlo a Maromialmente hablando; si ha estado Nikola Tesla, ¿por qué no el caballero sureño? - y hacia Youtube que me fui para buscar alguna entrevista. Y ahí estaba otra vez la verdad: Faulkner habla como un personaje suyo, era un personaje suyo, quizá. Pero algo de misterioso había en él, me digo para preservarlo. Ese misterio, que quizá no responda a ningún secreto, pero es el mismo que mantiene el hilo entre el artista y el seguidor, no tan fácil de romper, como no es fácil de romper cualquier obsesión.
Faulkner, quizá por pudor, tal vez por inteligencia, dice a su entrevistador antes de comenzar lo que diría cualquier hombrecillo detrás de la cortina: “no veo qué tiene que ver mi vida privada, mi casa, mi familia con mi escritura y con el Premio Nobel”. 


De manera evidente, siempre existe una relación directa entre vida y obra, del modo en que los escritores son sus personajes y ofrecen una visión personal del mundo; una relación directa que no siempre es agradable o responde a lo que esperamos de alguien que amamos.
Que sea importante o decisivo conocer esa bambalina para completar el disfrute artístico es una pregunta que, después de todo lo que he escrito, soy incapaz de contestar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario