jueves, 8 de julio de 2021

Crónicas de Cinefilia: El cine fue la escuela


Hará diez años, quizá nueve, atravesaba una época, digamos, poco distinguida y la estaba remojando en alcohol de lo lindo. 
Si hubiese seguido por ese camino, habría acabado mal. Era aquello alcoholismo, me pregunto. Estaba a dos días y tres lunas de que se convirtiese en un problema gravísimo.
Conté mi excesivo enamoramiento de las copas en el blog que escribía entonces y, como todo lo que pongo por escrito, obró su efecto terapéutico. 
Dejé de beber tanto o, al menos, paré de entenderlo como una manera de hidratar los conflictos, los míos y los que veía a mi alrededor. También paré con los trasnoches, comencé a ahorrar y, de ese modo, inicié el largo camino que me ha llevado hasta hoy, un hoy más fuerte y próspero, no exento de dificultades y preocupaciones, antes la que ahora procuro beber agua. De tener sed de ginebra un martes por la noche como en 2012 a una cogorza por cuatrimestre – si acaso, porque ya no las aguanto -, subí una escalera.
Sí, como la escalera que asciende Susan Hayward en Mañana lloraré. Hace una semana revisé esta película que vi por primera vez en aquel 2012 dipsómano. Pareciera que eligiera retratos de borrachos, porque también vi entonces por primera vez otra clásica denuncia del alcoholismo: Días sin huella.
En aquellas noches de sed o resaca, o de sed y resaca, ¿gustaba de ver películas que me contasen o fue una coincidencia? Quizá ambas cosas, porque ninguna de las dos películas me dejó indiferente y, valga el leit-motiv de este post, me impresionaron con la virulencia oportuna: yo dejé de beber por el cine. Porque sucumbí a lo que mejor maneja el cine clásico: cuanto más sencillo es el mensaje y más expresiva es la imagen, más poderoso es el resultado.
Hay un momento en Mañana lloraré, en el que la protagonista, hecha una ruina, vapuleada, envejecida, toma una determinación: sube las escaleras hasta Alcohólicos Anónimos. Va a pedir ayuda. La escena, que Susan Hayward interpreta a una altura emotiva de las que ya no se alcanzan, me hizo llorar en 2012 y me hizo llorar el otro día en la revisión.


Es la imagen de la esperanza. De que, después de la vergüenza, de la derrota, de machacarse a uno mismo por el vicio de machacarse a uno mismo, todavía hay una pequeña fuerza, rídicula, milagrosa, que vapulea a intentar salir del pozo más hondo en el que el ser humano puede hacerse caer: la adicción y la autodestrucción.
Días sin huella compuso una sesión doble para mi espíritu borrachín y fue aún más impactante que Mañana lloraré, porque me dije: “Yo soy ese dentro de dos meses”. Perder la dignidad por un traguito más, que se haga de día mientras buscas un bar abierto, contar las monedas, pedir fiado. Caerte al suelo, andar con gente poco recomendable que te amista, te lía, te roba. 
Yo aún no era un alcohólico de manual: no tenía temblores, no escondía botellas, no sufría delirium tremens. Pero todo lo que he contado, lo estaba viviendo. Y la sed, las ganas de beber siempre, la boca pastosa a las diez de la noche. La preciosa botella de Tanqueray, de color verde esmeralda. Me bebía una entera antes de salir de marcha.


Era un tiempo oscuro como oscura es nuestra existencia, y el personaje de Días sin huella era, además, un escritor frustrado, que apenas podía tipear en su máquina por los temblores. Aún así, como en Mañana lloraré, cundía la esperanza, mientras se proyectaba sobre las audiencias y sobre mí la imagen del Infierno. Ese que se relativiza hasta que estás en él. Pocos han tomado en serio que yo tuviera ese problema y suelen llamarme aguafiestas cuando digo que no quiero beber alcohol. Vivimos en un mundo donde los borrachos son súper graciosos hasta el día en que dejan de serlo. 
El cine fue la escuela, una vez más, y lo sigue siendo. Yo dejé el alcohol por el cine. Levantó su antorcha como hace siempre y me mostró la luz. Con un lenguaje sencillo, moral, con la estridencia justa, con el lenguaje del melodrama que es el lenguaje que mejor entiendo. Si sigues por ahí, acabarás como esa mujer o como ese hombre. Puse el freno a tiempo y el cine, lección de vida y muerte, recuperó su puesto como mi primera, principal y eterna adicción.


Porque yo todo lo aprendí en el cine. Beso como en las películas, inclinando a mi doncel hacia un lado, soportando su nuca sobre mi mano con suavidad y besando como quien besa una cosa delicada y preciosa. Me miran con desconcierto. Así amo, así me enamoro también.
Cuando faltó el amor – casi siempre -, ahí estuvo el amor de los otros, el amor de los que se enamoran en las películas, y el amor de las películas hacia su espectador. La pantalla acaricia, con sus imágenes suaves, con sus expectativas de mundos sólidos, con sus seducciones de vidas gratificantes y trascendentes.
El cine me permitió viajar cuando no quería o podía. El viaje que propone la literatura: hacia ciudades que ya no existen o no existieron jamás, a mundos fabulosos que vivieron en la mente de sus creadores, decididos a transportarnos a lugares fuera de la grisura de los tiempos, por mor de las experiencias vicarias. El cine es la imitación de la vida, una imitación brillante y refulgente, que debe ser la única falsificación más preciada que el original. 
La transferencia entre uno y otro mundo se dijo salvaje en mi vida y ya no sabía dónde vivía. Bajaba la escalera de la escuela donde estudiaba con el andar de Escarlata O'Hara y la subía con la graciosa prisa de Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma.
Si el cine me habló de la virtud y me disuadió del vicio, me enseñó cómo abordar éste con estilo. Fumaba como las divas de la pantalla y aquellas noches de alcohol y despejo, cuando me dejaba ver en cierto bar de ambiente, caminaba detrás la barandilla que dividía el local en dos pisos, con la cadencia y el enigma de Donna Reed en De aquí a la eternidad
Sí, el cine también me enseñó a ser puta.


Ya lo he escrito en esta radio inmortal: el cine viejo como extensión, como emulsionante, de mi afectación, de mi lado femenino, de mi mariconez. Ahí bullía, ahí me condenaba a la tensión con el mundo de los otros, ese que deploraba la delicadeza, celebraba la fuerza física y, cuando a un jugador de fútbol le daban un codazo que le hacía brotar chorros de sangre, pedía penalti con alaridos cromañones antes de preguntar si el pobre muchacho se encontraba bien.
Introducirme en el cine, envolverme con él, era el desafío, antes y después. Como lo ha sido en toda aventura hacia la cultura. El único modo de elevarme, de distinguirme, pero, sobre todo, de desaparecer de la vista. El cine como escuela de la evasión.


Son las pantallas las que me traen el reflejo de los hombres que nunca tendré. Ese Tom Selleck de Magnum P.I., la medida de todas mis fantasías, el material del que están hechos los sueños. 
Ahora la esperanza es menor, la ingenuidad también: nunca tendré un hombre así en mi vida, porque no existe. Es puro reflejo. En el cine, bien lo supe, todo es humo y espejos.


Devoraba películas, aún las devoro. Y detrás de Mañana lloraré y otros delirios tremendos del viejo Hollywood, he visto Poison, de Todd Haynes, que no es cine clásico ni experiencia vicaria, pero es otro contundente espejo, porque los espejos también dicen la verdad. 
Y más este poliedro sobre lo que es vivir y existir en un mundo de homofobias y entendí, entendí, entendí el miedo que vive en mí, el miedo que habita, el miedo que me hace desaparecer a la vista de todos. 
El mismo miedo que he sentido leyendo las noticias de ese asesinato en Galicia por esa jauría que se apuntó a la fiesta del matarile al maricón.


Entonces eché a correr, golpeado por la realidad, angustiado porque esa imagen de persecución, de muerte, de odio, para la que nunca he encontrado mayor solución que la invisibilidad, se asoma en mis pesadillas, vivía oculta en ese miedo latente, pero poderoso. El miedo que hace neutralizarme en ciertos lugares y delante de ciertos hombres, para no ser violentado, para no despertar sus mohínes de desagrado, para vivir y no morir. Desaparecer, diferirme a la ficción, ¿no es algo parecido a una muerte? Hago lo que quieren los homófobos: portarme bien, bajar la cabeza, pasar de largo, saber cuál es mi sitio. 
La pantalla nunca se apaga, yo estoy hipnotizado. Y la hipnosis es el sueño, y el sueño, lo más parecido a la muerte.
Y sigo corriendo, íntimamente, dentro de mí, porque el mundo de afuera es peligroso, no lo entiendo. De las narices brota sangre y, ante eso, patean más fuerte.
Anoche me bebí una película en blanco y negro como un poderoso narcótico que me consolase, me hiciera invisible a lo que más desconfío – los demás, los extraños, los borrachos -  y me dijera lo que tengo que hacer a continuación. 
El cine como mi enorme pizarrón, mi maestro sentimental, mi tapiz de cosas que no puedo ver ni sentir ni padecer. Dime, lienzo, qué es lo que puedo hacer con este miedo, con esta adicción a desaparecer, a aislarme, a protegerme del daño. Del daño sufrido y del daño por sufrir. 
El cine, esa madre, me arrulla y me ha dicho lo que me ha dicho siempre, a su pesar, decidido a que abandone sus faldas de una vez por todas.
Porque una madre te quiere y no querrá que te vayas de su lado, pero sólo puede darte una lección, la misma cantinela que entonarían los muertos del cementerio si pudieran. Vive, vive, vive.

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