domingo, 1 de agosto de 2021

Hollywood, Hollywood: Glenn Ford


Sucedía en 1946. 
Bette Davis se aferraba a su reinado como actriz de prestigio, en contrato con la Warner y, para su próximo desafío – interpretar a gemelas rivales en Una vida robada –, demandó a un joven galán, recién llegado de cumplir con los deberes militares que habían interrumpido las promesas puestas sobre él unos años antes. 
Glenn Ford, que así se llamaba el muchacho, fue un buen chico y dejó brillar a la Davis en Una vida robada, olvidable vehículo para los esfuerzos de la diva.


Glenn nunca olvidó el favor de Bette y se lo devolvería, quince años después, cuando él era rey y ella ponía anuncios en el periódico demandando empleo. Sería en los sesenta, justo antes del relanzamiento de Bette como dama de terrores, y la película se llamó Un gángster para un milagro, la última de Frank Capra y además, nota autobiográfica que valga, la favorita de mi señor padre.
Glenn declaró entonces que había resucitado la carrera de la Davis, del mismo modo que ella lo hizo por él en 1946, pero a Bette, siempre tan Bette, ese comentario no le sentó bien. Quizá un poco de justificado resquemor: no había nada más largo en Hollywood que la carrera de una estrella masculina ni nada más frágil que la de una estrella femenina.


Y la carrera de Glenn Ford es larga, larguísima. Él, con la habitual modestia de los galanes de entonces, decía que no era actor ni nada parecido. Siempre se había interpretado a sí mismo.
Será culpa de esa modestia que, a pesar de haberlo visto en tantas películas, nunca me he fijado en Glenn Ford. Será porque no me parece guapo – más bien, es un guapo feo, aquello que se califica como “atractivo” - o porque hasta las estrellas más indiscutibles de un tiempo menguan al minuto siguiente.
Pero hace unas semanas veía un thriller poco recordado llamado Ransom y no podía despegar los ojos de Glenn Ford. Qué interpretación, qué fuerza, qué control. Lo que otros actores más celebrados de los años cincuenta conseguían a base de pelucas, gestos y desmelenamientos, Glenn lo supera con una simple mirada. Él ni se llamaría actor, yo le diría actorazo.


En sus tiempos álgidos, fue uno de los rostros más populares de la pantalla y un valor seguro en taquilla. Nunca fue candidato al Oscar, no era el más excitante, pero sí el más resuelto, de esos que llevan el peso de la película con el poder de la convicción y mantenían a las audiencias pegadas al asiento. Consumado profesional, lo llamarían. También dúctil, como pez en todos los géneros, brillante en los noirs, hábil en la comedia y más que nunca Glenn en los westerns. “El western es un mundo de hombres y me encanta”. 
Su mirada un tanto estrábica, su aspecto gatuno. Aunque lo llamaban sólido, había algo ambiguo en él. Cierta zorrería, puesta al servicio de las sombras y las mujeres fatales. 


Para quien borde los hilos del folklore del siglo XX, Glenn Ford es, ante todo, Johnny Farrell. Ese imborrable arranque de Gilda, con nuestro Glenn jugando y ganando a los dados en el arroyo, para vestirse de chaqué en un alucinado casino de perdición, donde le espera el reencuentro con la diosa Rita Hayworth. Glenn es, ante todo, el hombre que dio un bofetón a Gilda.
En líos de sordidez lo sumergió Fritz Lang para dos de sus obras capitales: Los sobornados y Deseos humanos, en la que su oponente y objeto de lascivia era Gloria Grahame. 



Intrigas de serie B, fastuosos melodramas, ¿de qué era incapaz Glenn Ford? Hasta se ponía al ritmo de los tiempos como el profesor enfrentado a unos alumnos conflictivos en la película fundacional del género escuela de barrio: Rebelión en las aulas, que además llevó el rock and roll al cine por primera vez.
La Metro confió en él para levantar el vuelo cuando los años sesenta la veían en severa crisis, con las épicas Cimarrón y Los cuatro jinetes del Apocalipsis, pero, por primera vez, la presencia de Glenn no fue suficiente para rentabilizar costes. Dos dolorosos fiascos comerciales, aunque hoy dos señores peliculones a los que entregar una tarde entera de domingo.
La transición de infalible leading man a honorable actor invitado, con paradas televisivas, se produjo sin traumas, y Glenn continuó en activo hasta que la salud se lo permitió. 
Si nunca había sido el más excitante, el público de los setenta se conmovió hasta la lágrima cuando lo recuperaron, tan entrañable, como el padre terrenal de Superman.


Su voz suave y profunda seguía acariciando del modo en que lo hacían todas las estrellas como él y, mientras las televisiones del mundo recuperaban sus clásicos para una nueva luz, su hijo buscaba en sus diarios personales y encontraba las astronómicas cifras de sus conquistas sentimentales. Ríete de Warren Beatty; Glenn Ford se había acostado con todas, incluida una interrumpida, pero duradera, relación con Rita Hayworth.
Su primera mujer, la prodigiosa bailarina de claqué Eleanor Powell, con la que se casó en plena guerra, cuando ella era más popular que él, nunca habló bien del trato que recibió. En la sentencia de divorcio, figura “crueldad mental” y “adulterio”, y ella, años después, ratificaría esas palabras.


Si se leen sus datos biográficos, Glenn Ford fue, como muchos hombres de Hollywood, un pillo, por decirlo con suavidad, y como todos ellos, se salió con la suya en cada ocasión, y no sólo en terrenos sentimentales. Cambiaba de partido político, de amante, de esposa, lo atrapó la policía criando pollos sin licencia y gustaba de grabar todas sus conversaciones telefónicas, además de espiar a sus mujeres para saber si lo espiaban a él.
Como siempre, la ironía de esas caras expuestas durante décadas, el enigma de lo que se escondía detrás, la pasión general por el chisme y, al final, nuestra latimosa necesidad de creer que Glenn era bueno, justo y romántico. 


Las dudas se disipan en lo que respecta a sus talentos y al vigor de sus mejores películas. Al final, no sólo es lo que es queda, sino lo que se renueva de manera estimulante. Valga mi ejemplo: conocía a Glenn Ford de toda la vida y lo descubrí anteayer.

martes, 20 de julio de 2021

Cine Paraíso: Canción de cuna para un cadáver


Cuando leía ¡Absalón, Absalón! - apasionante novela de William Faulkner que se ha convertido en una de mis favoritas –, no podía evitar acordarme de Canción de cuna para un cádaver.
Esa Judith Sutpen, con su prometido muerto a los pies del vestido de novia y un aire incestuoso en el móvil del homicidio, me traía la imagen de la dulce Charlotte, con el traje blanco ensangrentado y la ominosa presencia del padre que la reclama a su lado, en medio del escándalo público.


De manera probable, Robert Aldrich había leído a Faulkner y también a muchos escritores sureños, pero las intenciones son distintas. Un autor como Faulkner evoca el Southern Gothic, hay quien diría que lo funda. Un cineasta como Aldrich lo explota para su placer fílmico, lo parodia con el juego que le proporciona la decadencia, más que nunca en esas grandes casas de columnatas, patéticos vestigios de un mundo destruido en la Guerra Civil norteamericana. 
Mi mente cinéfila hizo la comparación en función de imágenes imborrables y una mansión sureña llena de secretos y tragedias me llevó a otra, cinematográfica, vestida de blanco y negro, con Bette Davis, trenzas, graznidos y escopeta en ristre, decidida a ahuyentar a los intrusos
Quise volver a ver Canción de cuna para un cadáver, y también escribir sobre ella, porque nunca lo he hecho.
Sí que he escrito sobre su inmediato precedente, su modelo escultórico, diríamos; de hecho, La Radio Inmortal comenzó su andadura con un post en el que echaba toda la culpa de mi enfermedad cinéfila a ¿Qué fue de Baby Jane?
Canción de cuna para un cadáver nace de ¿Qué fue de Baby Jane?. Es una secuela sin serlo, emergida de su éxito inesperado, un thriller de características parecidas, en el que la locura femenina vuelve a ser el motivo recurrente, y con gran parte del mismo equipo, incluido el director Robert Aldrich y su estrella, Bette Davis.


Entenderán los lectores que cuando yo vivía con los diálogos de ¿Qué fue de Baby Jane? como mi poemario, sólo quería ver Canción de cuna para un cadáver, pero, oh, injustos tiempos pre-Internet, tenía que esperar a un pase televisivo o una edición en VHS. Es decir, esperar, esperar, esperar. 
Calculo que tardaría unos tres años en poder cazarla – en algún canal digital, creo recordar – y tres años en aquel tiempo era una vida entera. 
La sorpresa me aguardaba: Canción de cuna para un cadáver me decepcionó. Curioso, porque hoy no sólo la adoro, sino que me gusta más que ¿Qué fue de Baby Jane?.


Más que decepcionarme, no la entendí. Hoy lo considero parte de su encanto: su argumento es caprichoso y, por tanto, confuso. Es una película ambigua, cuya intriga, puesta al servicio de lo macabro, no queda demasiado resuelta. Ahora que la he visto las veces suficientes para comprender su rocambolesco y nada riguroso argumento, sospecho que las intenciones de Aldrich estaban en guardar secretos sobre una película que trata sobre el valor del secreto. El secreto que oprime, pero también el secreto que permite sobrevivir, a salvo de la opinión ajena, la policía, la luz del día.
Enormes secretos encerrados en grandes casas siempre me seducen, sean entre las elevadas páginas del señor Faulkner o en las imágenes de ese género al que esta película daba alas: el hagsploitation o psycho-biddy. Es decir, los films de terror protagonizados por viejas locas.


Género inaugurado por ¿Qué fue de Baby Jane? y que mantuvo ocupadas a muchas actrices de cierta edad durante dos décadas. El éxito y la vigencia de estas películas - irregulares, demenciales, deliciosas - evidencian nuestra fascinación y repulsión por la vejez femenina y también su popular asociación con la locura. Una mujer que ya no es atractiva no es útil en este mundo machista; se rinde, se afea aún más, se vuelve turuleta. 
En una de las primeras escenas de Canción de cuna para un cadáver, un grupo de niños irrumpe en la casa de la vieja para ser asustados por ella, para burlarse de su inadecuación en la vida, para salir corriendo ante esa imagen del espanto: la ancianidad.
Ver a Bette Davis grotesca, repulsiva, desgañitada, hipermaquillada, se convirtió en un inesperado placer cinematográfico y dio una segunda parte a su carrera. 
Era evidencia de la falta de rumbo de los grandes actores de la llamada época dorada de Hollywood en aquellos años sesenta, cuando los gustos de la audiencia parecían menos refinados que antaño; lo macabro, lo violento y lo sensual se demandaban y Canción de cuna para un cadáver es el timonazo obligado.


El extraordinario reparto que consiguió reunir Robert Aldrich para esta película no debe llevar al engaño; muchos no querían formar parte de ella y detestaban el género. Las ganas de trabajar se contraponían con la nostalgia de los tiempos en que el cine estaba al servicio de los intérpretes y no recurría a decapitaciones y trucos de Grand Guignol para mantener en vilo a la audiencia.
Pero esa visión nostálgica de las estrellas era eso: nostálgica. Y el análisis retrospectivo hace que mucho de ese cine de estudio que ellas añoraban no era siempre superior a lo que se veían más o menos obligadas a aceptar en esa etapa de presunta decadencia. 
Canción de cuna para un cadáver es una obra de una estatura mayor de la que le concedían sus participantes, una obra libre, traviesa, imperfecta.


Imperfecta, sí, y vendida a la gratuidad del cine de terror, el que peor envejece, como si se tratara de su protagonista. Este film fue inefable pionero en enseñar una mano cercenada por un hacha; instante de impacto que hoy resulta poca cosa. El carrusel de sustos y la tramoya que hizo de películas como esta un placer para los ávidos de terror se mueve en lo inofensivo a ojos contemporáneos, experimentados de atrocidades peores y espantos de más alto respingo. 
Si citamos un último defecto, que sea uno relativo. Como recolectora del bombazo que significó ¿Qué fue de Baby Jane?, el personaje de la prima Miriam fue ofrecido a Joan Crawford, cuya rivalidad más o menos verídica con Bette Davis fue esencial para el éxito de Baby Jane
Despedida o desertada – hay versiones de lo sucedido como para otro melodrama gótico -, la Crawford abandonó la producción en pleno rodaje y, tras barajar varias candidatas, Aldrich viajó hasta Suiza para convencer a Olivia de Havilland que, reacia tras leer ese guion lleno de barbaridades para su refinado atril, accedió tras tres días y mil promesas.


Olivia está excelente como Miriam, pero es evidente que ese papel era para la Crawford, de imagen más sexy y peligrosa, y se añora esa rivalidad con la Davis traducida en química fabulosa que hizo funcionar ¿Qué fue de Baby Jane?.
De hecho, aunque Canción de cuna para un cadáver fue un taquillazo, no lo fue tanto como su precedente y hay quien dijo que faltaba magia, que la película no era tan buena ni tan imborrable. Se echaba de menos a Joan Crawford o, como me sucedió en la primera visión, nadie entendía lo que estaba pasando en la mayor parte del metraje.



Los puntos de contacto son inevitables, las comparaciones, también. Pero Canción de cuna para un cadáver no es sólo es una secuela de una película de mayor reputación, sino una insistencia visceral en temas que apasionaban a Robert Aldrich: la pérdida de papeles ante circunstancias disparatadas, la confrontación entre el secreto privado y la imagen pública, articulada a través del chisme y la maledicencia, y la imposibilidad de discernir el paso del tiempo. Su protagonista vive anclada en el pasado, porque la ha traumatizado, pero también porque no entiende el presente. La ironía está en que el horrible asesinato es un recuerdo confortable frente a un hoy que quiere demoler la casa de su padre. La familia como verdugo, las trampas del recuerdo, la confusión entre lo que se ve y lo que se sueña.
En la secuencia más fastuosa de Canción de cuna para un cádaver, Charlotte, vuelta loca por las triquiñuelas de Miriam, revive, onírica, el baile de su adolescencia, en el que ahora todos los asistentes danzan cubiertos de máscaras.
El argumento, puro derribo artificioso, es como el propio recuerdo: seductor, confuso, barato, traicionero. 
Y cuando la película menos se comprende, es cuando la fotografía, exquisita, más abunda en la abstracción, en esa ambigüedad que he citado, en ese juego continuo con los latidos del corazón del espectador. 
Es en ese terreno incierto en el que Canción de cuna para un cadáver se aventura y es en ese riesgo por el que la considero superior a ¿Qué fue de Baby Jane?


Si los momentos de grand guignol – esas bofetadas, esos graznidos, esas cabezas rodando por la escalera – son lo que se podría esperar en una película como esta, es cuando Canción de cuna para un cadáver detiene su carrusel cuando asoma una extraña sensibilidad. 
En mi momento preferido, Mary Astor, una de mis actrices favoritas de toda la vida, en su última aparición cinematográfica, cita a Alexander Pope: “esta larga enfermedad, mi vida”, para luego señalar los gastados encajes de sus puños y decir: “galas arruinadas, es lo único que me queda”. 


Galas arruinadas, es lo único que me queda, podrían decir las actrices de Canción de cuna para un cadáver tanto como sus personajes. Lo deshilachado, lo andrajoso, lo despelujado; ¿dónde estaba la juventud? ¿Dónde estaba el Hollywood que conocían? En el cementerio, sin duda.
Pero aún había tiempo para que brotaran flores poderosas como esta película, a la que las revisiones hacen cierto aquello de que el buen cine es lo único inasequible al tiempo.

miércoles, 14 de julio de 2021

El Trotalibrerías: El artista y el seguidor


En mi pila de libros pendientes, figuraba desde hace años Linterna mágica, la autobiografía de Ingmar Bergman, obra considerada indispensable para conocer al torturado genio, y allá que fui a conocerlo de la manera íntima y personal que prometen las memorias. En mi último trote hacia las librerías, Linterna mágica aparece en el recibo de compra y, cuando llegó la noche, ocupaba sitio en mi mesilla.
Lo lancé a un lado con fastidio tras leer unas cincuenta o sesenta páginas. ¿Es un mal libro? Ni por asomo. De hecho, mi sentido del deber, profundo, enquistado cual disciplina militar, me dice que lo retomaré más temprano que tarde. Pero es la pura esencia de la biografía lo que me propiciaba el fastidio. Lo mismo que dije a propósito de Tennessee Williams: yo buscaba a Dios, una clara imagen Suya, y me encontré a un hombre. 


Yo, que tiendo a imaginarme a los genios – y Bergman es uno de los más grandes del cine y uno de los cuatro o cinco verdaderos revolucionarios del séptimo arte – como seres clarividentes, me topo ahora con la verdad que se encuentran todos los seguidores cara a cara con los artistas. 
Me tropiezo con la evidencia de que Bergman no está por encima de sí mismo, ni del mundo que crea, ni sabe más de la vida que nadie, sino que tiene el talento y la audacia de contarse, desnudarse. Como en el caso de Williams, Bergman es uno de sus personajes, es todos sus personajes.  
Su biografía, como todas, es una mirada a las bambalinas, fantástica para el chisme, pero chafa el misterio. Fui a ver al Mago de Oz con toda la ilusión y me encontré con un hombrecillo detrás de la cortina, al manejo experto de luces y efectos.
De lo que hablo es lo que reside en la mitomanía y en la adoración exacerbada de aquello que amamos. De lo que hablo es de no creer en Dios, pero creer en todos los dioses. De lo que hablo es de nuestra sociedad, admirada de la excelencia artística, devota del cotilleo, periodística de pro. Nuestra visión de las películas o nuestra lectura de los libros está mediatizada hasta la máxima potencia y que yo lance Linterna mágica por los aires es un acto de desesperación para que nada me chafe Fresas salvajes o El séptimo sello, porque ya me lo chafan todo.
Pensaba que para conocer la vida de Bergman, está Fanny y Alexander – de hecho, muchos de los pasajes que cuenta de su infancia están trasladados tal cual a su última obra cinematográfica – y pensé en aquello que decía García Márquez en su propia autobiografía que termina en el momento en que publicó su primera novela: que lo demás lo cuente la obra.
Escribí a este respecto en otro post de La Radio Inmortal sobre mi interés por la vida privada de los escritores, y no sólo por ganas de chisme, sino por un proceso de comparación, también esencial en la mitomanía: ¿se parece la vida del genio a la mía? Y, si es así, ¿soy o podré ser un genio? (Dios me libre).


También escribí, a propósito de los atestados armarios de Hollywood, que ya no me interesa la vida privada de las estrellas, quizá por esa urgencia de que la bambalina no entorpezca lo que sucede en el escenario, de que vea la película y no llegue al pensamiento la impertinente verdad de que Errol Flynn estaba lejos de ser ese héroe. 
La paradoja es que si no se escribe sobre la vida privada de las estrellas, no se escribe sobre ellas, porque sus vidas privadas, como estrellas que son, no sólo forman parte del espectáculo, sino que, bien lo sabemos, suelen ser sus mejores películas. Valga el ejemplo de uno de los próximos posts que preparo para la sección Hollywood, Hollywood: podré decir muchas cosas del talento de Glenn Ford, pero algo tendré que decir sobre su matrimonio con Eleanor Powell y cómo acabó tras la astronómica cantidad de infidelidades de Glenn.
Si no lo cuento, será como no contar nada. Será como aburrir hasta las moscas.


Me hallo en una encrucijada. Endiosarlos es un error, porque no son dioses. Buscar sus pecadillos es tarea de vecinas ociosas y periodistas envidiosos. Apurar significados, establecer símbolos donde nos lo hay, proponer tesis máximas, todo ideal para aprobar un examen de Literatura o Historia del Arte.
Pero ignorar su biografía, olvidar la crítica, dejar el disfrute artístico en una simple contemplación, sin opiniones, sin necesidad de indagar en el detrás, es un ejercicio de depuración tan extremo que sería como una huelga de hambre. ¿Cómo ver Ciudadano Kane sin pensar en Orson Welles? ¿O cómo leer una novela de William Faulkner sin querer saber todo, todo, todo sobre él? Es inevitable enamorarse, fantasear, aunque lo que haya detrás de la cortina sea, a veces, espantoso o sencillamente decepcionante.
Cuentan que el mismo Orson Welles se negó a conocer en persona a Isak Dinesen por lo mucho que la admiraba; la idolatraba tanto que no quería esa decepción de la que hablo. 
Sería algo parecido a lo que me sucedió hace una semana, cuando el escritor de origen marroquí, Abdelá Taia, estuvo en Madrid firmando libros. Mi primer impulso fue acudir a que me rubricara una de sus tristísimas, hermosas novelas, pero dejé que sean éstas las que digan lo que tengan que decir de él. ¿Para qué acercarme más? ¿Para qué valen los autógrafos?


Es acaso una burbuja lo que pretendo. Es acaso otra forma de mitomanía, la más antigua. La que promovía Hollywood cuando sus estrellas eran intocables, inalcanzables, dioses de verdad, hasta que la prensa, imparable, y el público, decidido a desmontar un palacio de cristal en el que ya no creía, comenzaron a arrancar a jirones el vestido de la Cenicienta. 
A pesar de todo, el fenómeno fan no se detuvo, sino que se aceleró a la máxima potencia y pareciera que la curiosidad por la bambalina siempre haya vivido en esa veneración a los artistas. Lo amo, pero quiero saberlo todo, hasta lo necesario para destruirlo.
Debe ser mi necesidad de salir pitando de memorias y biografías un gesto de reacción ante una época que desvela monstruos detrás de obras maestras, que nos cuenta que hombres y mujeres que han creado cosas hermosas son también capaces de lo peor. Es un grado de confusión, es un maelstrom que me deja exhausto, desorientado. No entiendo, por ejemplo, a Mario Vargas Llosa, que se comporta como si fuese uno de los malvados de sus novelas. 
No entiendo el desfase entre genio y gilipollas, pero sólo un vistazo superficial al presente y pasado de artistas evidencia que es habitual.


Hay novelas que tratan de esa tensa relación entre el artista y su díscipulo; lo que éste descubre y padece cuando convive con su maestro. Puede descubrir que apoyó a los nazis, que maltrata a su mujer o que se bebe hasta el agua de los floreros, pero también algo tan esencial y escalofriante como una enorme inseguridad o el hecho de que el declarado genio se ha agotado, no da más de sí. Las obras maestras también pueden ser fruto de las circunstancias, más que de talentos ultrarresistentes.
Justo cuando lanzaba Linterna mágica por los aires, Javier Marías publicó un artículo en El País a propósito del furor actual por publicar las memorias, correspondencias y entrevistas de los escritores. Marías, fabulador ante todo, enemigo declarado de la autoficción y del yoísmo literario, dice también algo muy interesante: los escritores, de por sí, son unos grandes mentirosos y lo que digan o escriban en diarios o entrevistas puede distar muchísimo de esa verdad que busca nuestra cultura periodístico-chismosa. De hecho, es habitual encontrar contradicciones en las declaraciones públicas de los novelistas. Y cita, como ejemplo, a William Faulkner.


La casualidad sigue en el mismo aire al que yo lanzaba Linterna mágica, porque, además de lanzarlo para salvaguardar la imagen que tenía del prohombre Bergman, lo hacía para sustituirlo con velocidad por una novela de William Faulkner, el escritor al que me he atrevido por fin este año, y con el que desarrollo ahora mismo, toma ironía, dale paradoja, vuelta al calcetín, lo que he estado poniendo en solfa en este post. 
Es Dios, quiero ir a su encuentro, lo amo, sólo quiero leer sus novelas, sus cuentos, sus listas de la compra. Me parece hasta guapísimo con ese bigote – he pensado en traerlo a Maromialmente hablando; si ha estado Nikola Tesla, ¿por qué no el caballero sureño? - y hacia Youtube que me fui para buscar alguna entrevista. Y ahí estaba otra vez la verdad: Faulkner habla como un personaje suyo, era un personaje suyo, quizá. Pero algo de misterioso había en él, me digo para preservarlo. Ese misterio, que quizá no responda a ningún secreto, pero es el mismo que mantiene el hilo entre el artista y el seguidor, no tan fácil de romper, como no es fácil de romper cualquier obsesión.
Faulkner, quizá por pudor, tal vez por inteligencia, dice a su entrevistador antes de comenzar lo que diría cualquier hombrecillo detrás de la cortina: “no veo qué tiene que ver mi vida privada, mi casa, mi familia con mi escritura y con el Premio Nobel”. 


De manera evidente, siempre existe una relación directa entre vida y obra, del modo en que los escritores son sus personajes y ofrecen una visión personal del mundo; una relación directa que no siempre es agradable o responde a lo que esperamos de alguien que amamos.
Que sea importante o decisivo conocer esa bambalina para completar el disfrute artístico es una pregunta que, después de todo lo que he escrito, soy incapaz de contestar.

jueves, 8 de julio de 2021

Crónicas de Cinefilia: El cine fue la escuela


Hará diez años, quizá nueve, atravesaba una época, digamos, poco distinguida y la estaba remojando en alcohol de lo lindo. 
Si hubiese seguido por ese camino, habría acabado mal. Era aquello alcoholismo, me pregunto. Estaba a dos días y tres lunas de que se convirtiese en un problema gravísimo.
Conté mi excesivo enamoramiento de las copas en el blog que escribía entonces y, como todo lo que pongo por escrito, obró su efecto terapéutico. 
Dejé de beber tanto o, al menos, paré de entenderlo como una manera de hidratar los conflictos, los míos y los que veía a mi alrededor. También paré con los trasnoches, comencé a ahorrar y, de ese modo, inicié el largo camino que me ha llevado hasta hoy, un hoy más fuerte y próspero, no exento de dificultades y preocupaciones, antes la que ahora procuro beber agua. De tener sed de ginebra un martes por la noche como en 2012 a una cogorza por cuatrimestre – si acaso, porque ya no las aguanto -, subí una escalera.
Sí, como la escalera que asciende Susan Hayward en Mañana lloraré. Hace una semana revisé esta película que vi por primera vez en aquel 2012 dipsómano. Pareciera que eligiera retratos de borrachos, porque también vi entonces por primera vez otra clásica denuncia del alcoholismo: Días sin huella.
En aquellas noches de sed o resaca, o de sed y resaca, ¿gustaba de ver películas que me contasen o fue una coincidencia? Quizá ambas cosas, porque ninguna de las dos películas me dejó indiferente y, valga el leit-motiv de este post, me impresionaron con la virulencia oportuna: yo dejé de beber por el cine. Porque sucumbí a lo que mejor maneja el cine clásico: cuanto más sencillo es el mensaje y más expresiva es la imagen, más poderoso es el resultado.
Hay un momento en Mañana lloraré, en el que la protagonista, hecha una ruina, vapuleada, envejecida, toma una determinación: sube las escaleras hasta Alcohólicos Anónimos. Va a pedir ayuda. La escena, que Susan Hayward interpreta a una altura emotiva de las que ya no se alcanzan, me hizo llorar en 2012 y me hizo llorar el otro día en la revisión.


Es la imagen de la esperanza. De que, después de la vergüenza, de la derrota, de machacarse a uno mismo por el vicio de machacarse a uno mismo, todavía hay una pequeña fuerza, rídicula, milagrosa, que vapulea a intentar salir del pozo más hondo en el que el ser humano puede hacerse caer: la adicción y la autodestrucción.
Días sin huella compuso una sesión doble para mi espíritu borrachín y fue aún más impactante que Mañana lloraré, porque me dije: “Yo soy ese dentro de dos meses”. Perder la dignidad por un traguito más, que se haga de día mientras buscas un bar abierto, contar las monedas, pedir fiado. Caerte al suelo, andar con gente poco recomendable que te amista, te lía, te roba. 
Yo aún no era un alcohólico de manual: no tenía temblores, no escondía botellas, no sufría delirium tremens. Pero todo lo que he contado, lo estaba viviendo. Y la sed, las ganas de beber siempre, la boca pastosa a las diez de la noche. La preciosa botella de Tanqueray, de color verde esmeralda. Me bebía una entera antes de salir de marcha.


Era un tiempo oscuro como oscura es nuestra existencia, y el personaje de Días sin huella era, además, un escritor frustrado, que apenas podía tipear en su máquina por los temblores. Aún así, como en Mañana lloraré, cundía la esperanza, mientras se proyectaba sobre las audiencias y sobre mí la imagen del Infierno. Ese que se relativiza hasta que estás en él. Pocos han tomado en serio que yo tuviera ese problema y suelen llamarme aguafiestas cuando digo que no quiero beber alcohol. Vivimos en un mundo donde los borrachos son súper graciosos hasta el día en que dejan de serlo. 
El cine fue la escuela, una vez más, y lo sigue siendo. Yo dejé el alcohol por el cine. Levantó su antorcha como hace siempre y me mostró la luz. Con un lenguaje sencillo, moral, con la estridencia justa, con el lenguaje del melodrama que es el lenguaje que mejor entiendo. Si sigues por ahí, acabarás como esa mujer o como ese hombre. Puse el freno a tiempo y el cine, lección de vida y muerte, recuperó su puesto como mi primera, principal y eterna adicción.


Porque yo todo lo aprendí en el cine. Beso como en las películas, inclinando a mi doncel hacia un lado, soportando su nuca sobre mi mano con suavidad y besando como quien besa una cosa delicada y preciosa. Me miran con desconcierto. Así amo, así me enamoro también.
Cuando faltó el amor – casi siempre -, ahí estuvo el amor de los otros, el amor de los que se enamoran en las películas, y el amor de las películas hacia su espectador. La pantalla acaricia, con sus imágenes suaves, con sus expectativas de mundos sólidos, con sus seducciones de vidas gratificantes y trascendentes.
El cine me permitió viajar cuando no quería o podía. El viaje que propone la literatura: hacia ciudades que ya no existen o no existieron jamás, a mundos fabulosos que vivieron en la mente de sus creadores, decididos a transportarnos a lugares fuera de la grisura de los tiempos, por mor de las experiencias vicarias. El cine es la imitación de la vida, una imitación brillante y refulgente, que debe ser la única falsificación más preciada que el original. 
La transferencia entre uno y otro mundo se dijo salvaje en mi vida y ya no sabía dónde vivía. Bajaba la escalera de la escuela donde estudiaba con el andar de Escarlata O'Hara y la subía con la graciosa prisa de Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma.
Si el cine me habló de la virtud y me disuadió del vicio, me enseñó cómo abordar éste con estilo. Fumaba como las divas de la pantalla y aquellas noches de alcohol y despejo, cuando me dejaba ver en cierto bar de ambiente, caminaba detrás la barandilla que dividía el local en dos pisos, con la cadencia y el enigma de Donna Reed en De aquí a la eternidad
Sí, el cine también me enseñó a ser puta.


Ya lo he escrito en esta radio inmortal: el cine viejo como extensión, como emulsionante, de mi afectación, de mi lado femenino, de mi mariconez. Ahí bullía, ahí me condenaba a la tensión con el mundo de los otros, ese que deploraba la delicadeza, celebraba la fuerza física y, cuando a un jugador de fútbol le daban un codazo que le hacía brotar chorros de sangre, pedía penalti con alaridos cromañones antes de preguntar si el pobre muchacho se encontraba bien.
Introducirme en el cine, envolverme con él, era el desafío, antes y después. Como lo ha sido en toda aventura hacia la cultura. El único modo de elevarme, de distinguirme, pero, sobre todo, de desaparecer de la vista. El cine como escuela de la evasión.


Son las pantallas las que me traen el reflejo de los hombres que nunca tendré. Ese Tom Selleck de Magnum P.I., la medida de todas mis fantasías, el material del que están hechos los sueños. 
Ahora la esperanza es menor, la ingenuidad también: nunca tendré un hombre así en mi vida, porque no existe. Es puro reflejo. En el cine, bien lo supe, todo es humo y espejos.


Devoraba películas, aún las devoro. Y detrás de Mañana lloraré y otros delirios tremendos del viejo Hollywood, he visto Poison, de Todd Haynes, que no es cine clásico ni experiencia vicaria, pero es otro contundente espejo, porque los espejos también dicen la verdad. 
Y más este poliedro sobre lo que es vivir y existir en un mundo de homofobias y entendí, entendí, entendí el miedo que vive en mí, el miedo que habita, el miedo que me hace desaparecer a la vista de todos. 
El mismo miedo que he sentido leyendo las noticias de ese asesinato en Galicia por esa jauría que se apuntó a la fiesta del matarile al maricón.


Entonces eché a correr, golpeado por la realidad, angustiado porque esa imagen de persecución, de muerte, de odio, para la que nunca he encontrado mayor solución que la invisibilidad, se asoma en mis pesadillas, vivía oculta en ese miedo latente, pero poderoso. El miedo que hace neutralizarme en ciertos lugares y delante de ciertos hombres, para no ser violentado, para no despertar sus mohínes de desagrado, para vivir y no morir. Desaparecer, diferirme a la ficción, ¿no es algo parecido a una muerte? Hago lo que quieren los homófobos: portarme bien, bajar la cabeza, pasar de largo, saber cuál es mi sitio. 
La pantalla nunca se apaga, yo estoy hipnotizado. Y la hipnosis es el sueño, y el sueño, lo más parecido a la muerte.
Y sigo corriendo, íntimamente, dentro de mí, porque el mundo de afuera es peligroso, no lo entiendo. De las narices brota sangre y, ante eso, patean más fuerte.
Anoche me bebí una película en blanco y negro como un poderoso narcótico que me consolase, me hiciera invisible a lo que más desconfío – los demás, los extraños, los borrachos -  y me dijera lo que tengo que hacer a continuación. 
El cine como mi enorme pizarrón, mi maestro sentimental, mi tapiz de cosas que no puedo ver ni sentir ni padecer. Dime, lienzo, qué es lo que puedo hacer con este miedo, con esta adicción a desaparecer, a aislarme, a protegerme del daño. Del daño sufrido y del daño por sufrir. 
El cine, esa madre, me arrulla y me ha dicho lo que me ha dicho siempre, a su pesar, decidido a que abandone sus faldas de una vez por todas.
Porque una madre te quiere y no querrá que te vayas de su lado, pero sólo puede darte una lección, la misma cantinela que entonarían los muertos del cementerio si pudieran. Vive, vive, vive.

sábado, 3 de julio de 2021

Maromialmente hablando: Milo Ventimiglia

 
A riesgo conocido y entendido de que la sección de bellos de La Radio Inmortal se convierta en una suculenta pasarela de bigotudos, he de ponderar otro elemento de mi colección, infaltable y, además, contemporáneo, al que todo lo posible sienta bien – los años, el vello facial, las nuevas series – y responde al nombre, bellísimo como él, de Milo Ventimiglia.



Una lástima que el Milo mostachudo aparezca en exclusiva en This is us, serie de la que soporté a duras penas cuatro episodios de pura manipulación sentimental – pese a ello, o por ello, la serie ha sido un éxito consolidado y se despedirá el año que viene por todo lo alto -; Milo es mostachudo por exigencias del guion, que viaja al setentero pasado que evocan los protagonistas, al rememorar a su padre. 
Milo, joven hasta el otro día, es hoy papi. Dije y te digo que la vida es un flash-back: cuando terminas de recordar lo de ayer, han pasado veinte años.


Esa debe ser la cifra en la que Milo Ventimiglia comenzó a robar corazones como el chico malo que todas y todos quisiéramos como segundo novio – el primero suele ser un soso, luego se pide acción -, y por aquello de la transferencia que impone la ficción, fue como si fuera nuestro cuando era de la buena de Rory en Las chicas Gilmore
Presencia recurrente y nunca suficiente en Stars Hollow, Milo era Jess Mariano, problemático, chulito, ceñudo, para comérselo con papitas.


Ceñudo es una buena manera de definir el gesto impérterrito, no demasiado expresivo, de Milo Ventimiglia, ese hombre que vive enfadado. 
Cuando relaja el ceño, se puede apreciar lo guapísimo. Y, de nuevo con el cálculo de los años, la belleza se dice inmarchitable. En mi opinión, exponencial.


Por el camino que fue de Las chicas Gilmore a This is us, hubo ocasión de verlo como Peter Petrelli, el muchacho destinado a salvar el mundo en Héroes, una de esas series que se nombraban tantísimo en su momento y de las que hoy no se acuerda nadie.
Las audiencias decrecieron, pero Héroes dejó la imagen de Milo, descamisado para deleite, ceñudo para siempre, en las audiencias generalistas. Su romance con Hayden Panettiere confirmó que también es experto en enamorar a sus compañeras de reparto. Ya había tenido más que palabras con Alexis Bledel en el set de Las chicas Gilmore.


Ceñudo y serio, seriote, sonríe de manera esporádica y un tanto extraña. Su sonrisa torcida, como él mismo la califica, se debe a cierta parálisis de nacimiento y no sorprendió que así interpretara al hijo de Rocky/Stallone en dos entregas de la inacabable saga pugilística, que suponen sus dos apariciones cinematográficas más populares.
This is us lo ha devuelto a la televisión, porque nunca se ha ido de ella, mientras lo hace conocido y celebrado como nunca. Quién diría que lo veríamos candidato a premios. Lo que hace la lacrimogenia familiar, señoras y señores.


Por lo que a mí concierne, podría quedarse con ese bigote para siempre, que ha lucido con orgullo y preciosidad en la serie y en los eventos que han coincidido con su rodaje. Además, me parece un chico muy elegante. Su estilista, además de recortarle con envidiable precisión ese mostacho, sabe sacar partido al serio, seriote Milo Ventimiglia.


Andaba yo chof con la idea de que apareciese en una serie que no me gusta, pero, oh, maravilla, salta la noticia de que Milo hará una intervención especial en una de las que pocas – dos ó tres – que aún sigo. Estará en la cuarta temporada de La maravillosa Señora Maisel – temporada retrasada, como todo en este maldito mundo, por la crisis del Covid – y lo hará en un personaje que los productores han definido como atípico. 
He visto las fotos del rodaje. Aprecio que quizá sea un nuevo galán para la protagonista pero, oh, fatalidad, aparecerá afeitado por completo. Adiós, bigote, quédate en los setenta.


Ya lo he dicho: está buenísimo de cualquier manera. 
Los amantes de los datos sabrán que su aparición en La maravillosa señora Maisel significa su regreso al dulce amparo de los mismos creadores de Las chicas Gilmore; de hecho, en la próxima temporada, también veremos a Kelly Bishop, quien fuera la abuela de Rory en la mencionada serie y, por cierto, poco devota de que su nieta andase con el ruinejo de Jess Mariano.


Devotos de Milo Ventimigilia – vaya nombre, es, como minimo, fascinante – somos legión y vivo hoy con la seguridad de que este post será visitado a granel para dilucidar una vez más el alcance de esos ojos profundos, un tanto melancólicos, que lo hacen un galán inusual, hasta algo original. 
Sin ser un gran actor, Milo es un bello extraño y esa extrañeza, que obsesiona y hace mirarlo más, lo hace el doble de bello.


Con impaciencia espero mi reencuentro con Ventimiglia en series por haber y, si es posible, Dioses de Catodia, con bigote, mejor. 
Con bigote, mejor Milo y mejor todo.

miércoles, 30 de junio de 2021

Cine Paraíso: El filo de la navaja

 

Entre mis regalos de Reyes de hace un cuarto de siglo, se encontraba el VHS de esta inusual película, de la que yo no sabía nada. El título sugería intriga, el cartel parecía noir, con Tyrone Power, esbelto, alargado en su traje, destacado sobre el reparto, meras sombras a su lado, como sospechosos de asesinato. Quién diría que tampoco se podía juzgar una película por su portada.
Hace veinticinco años que vi por primera vez El filo de la navaja y ya lo decía en el post anterior: el recuerdo es imborrable y equívoco, mientras el tiempo ignora la misericordia. Fue ayer aquella tarde de sábado y tantas veces que la he vuelto a ver no borran la impresión de la primera; sólo han aspirado a emularla. 


Mi padre estaba a mi lado cuando la vi. Aunque pagó por ese VHS, no estoy seguro de que lo comprase en persona para dejármelo al pie del árbol de Navidad, porque se sorprendió al verme con una película que conocía y le había fascinado tanto como estaba a punto de cautivarme a mí. 


La presentación de su personaje principal y su dilema me pusieron en guardia. ¿De qué iba este film en el que el protagonista aseguraba a su prometida que no pensaba trabajar? Ella, escandalizada, le contestaba que era un vago, pero, en la determinación de este extraño héroe, de nombre Larry Darrell, había algo más profundo. La búsqueda de un sentido a la existencia después de una guerra donde había visto morir a sus compañeros, ese sentido imposible de hallar en una sociedad que olvida catástrofes a razón de acciones en Bolsa, privilegiadas oficinas, abrigos de visón y otras señales de obsceno materialismo.
El filo de la navaja se atrevía a introducir la filosofía en el Hollywood clásico y proponer así una gloriosa contradicción.


Detrás estaba una novela, una gran novela, que descansó en las mesillas de toda una generación – la generación de mi padre – y cuyo autor, Somerset Maugham – leidísimo entonces, pendiente de reivindicación  – había accedido a la seducción del jerarca de la Fox, el cazador de prestigios, Darryl F. Zanuck, decidido a adaptar el súperventas a la pantalla.


Zanuck esperó a que su niño mimado, Tyrone Power, volviera de sus deberes militares para protagonizar la película perfecta de su regreso. Como el protagonista, Tyrone llegaba de una guerra cambiado, maduro, con una luz distinta en los ojos. El filo de la navaja era un desafío, un nuevo héroe, y el papel más atrevido que había incorporado hasta entonces. 
Ese personaje que, ante la acusación de holgazán que recibe de la buena sociedad de Chicago, se lanza a la vida bohemia, trabaja en los oficios ingratos y llega hasta el Tíbet en busca de sabiduría oriental, es un precursor del inconformismo que comenzara a finales de los años cuarenta. 
Larry Darrell aparece hoy como el padre de los chicos de En el camino, de Jack Kerouac, el abuelo de los que fueron a la India en busca de experiencias sensoriales y terapias de equilibrio, el bisabuelo de los que ven con recelo la cultura capitalista y sus promesas de brillantez.


Confieso que ese personaje ha supuesto una influencia destacada en mi vida. Su negativa al éxito mediocre y su búsqueda de la bondad como la fuerza más poderosa aún resuenan en mis días y volver a ver El filo de la navaja, además de cuestión nostálgica, es insistencia en valores.
Los que conocen el cine norteamericano saben que un personaje así existe en contadas ocasiones y son éstas las que hacen las películas de otro tiempo una inagotable fuente de sorpresas. En un mundo en el que todo se supone glamouroso y comercial, algo insólito aparece: un personaje que contesta, un rebelde antes de los rebeldes, un misfit en smoking.


La contradicción vive en la película como pieza artística, porque, pese a su personaje y esa tramoya filosófica, estamos ante una obra cien por cien Hollywood, con un reparto fastuoso, unos valores de producción irrepetibles y unas imágenes de lujo y placer vicario que no se consiguen con bohemia y buenos valores, sino con unos cuantiosos dólares.


Zanuck buscaba prestigio y tono, pero lo quería empaquetado con estrellas y glamour, y El filo de la navaja es todo lo que el dinero puede comprar, incluido la pareja más bella de la Historia del Cine. 
La contrapartida es que el final de esa pareja no es el esperado y, de nuevo, la expectativa del espectador se solivianta. El filo de la navaja, ese híbrido de intenciones y resultados que me deja con la boca abierta.


La novela de Maugham, como todas las que se adaptaron en aquellos tiempos, recibió el tratamiento de gran melodrama con la que Hollywood entiende y desarrolla los argumentos. 
El personaje de Anne Baxter, la desgraciada Sophie, protagoniza los momentos más inolvidables por truculentos de El filo de la navaja y esa mirada a una autodestrucción, que ni la bonhomía del protagonista podrá parar, recorre el alma de la película con el sentido del dolor que Hollywood bordaba con voluntad de impresionar. 


Decían lectores de Somerset Maugham que era reconocido como un autor cosmopolita y atrevido para épocas ñoñas de necesidad y la película se place en viajar a la ciudad que fascina a los norteamericanos, París, en la que se desarrolla gran parte de la acción.
En la gran ironía del argumento, los que criticaron la elección del protagonista de zafarse de participar en el boom económico de entreguerras se arruinan con el crash de 1929 y, a continuación, se expatrian en Francia como socialités y árbitros del buen gusto. 
El inimitable Clifton Webb está divertido hasta el frenesí como el inimitable Elliot Templeton, el bon vivant, el snob incorregible, que, en su lecho de muerte, sólo desea una invitación a la fiesta de disfraces de la princesa Novemali.


Pero la sorpresa interpretativa - relativa, si se conoce su valía - la proporciona Gene Tierney, que interpreta a una Isabel a la altura de las circunstancias. Con la carrerilla de su mala malísima de Que el Cielo la juzgue, Gene se atreve con un personaje con mayor miga, que vive entre niña mimada, perra sin escrúpulos e inevitable enamorada, que arrebata la función. 


Princesa Novemali, licor Presovska, esta película es inolvidable en sus nombres y ocurrencias, que suscitan risita por su inevitable destello kitsch
¿Suscita algo más risita en El filo de la navaja? Como sucede en mis películas favoritas, el tambaleo entre el ridículo y lo sublime está a la orden del fotograma y nada más exaltado que la secuencia del Tíbet y la inspiración divina. 
En la faz apolínea de mi querido Tyrone, el encuentro con el Altísimo parece más bien la ratificación de encontrarnos ante el hijo de Zeus. 
No en vano, la Fox había tenido similares encuentros con el misticismo en La canción de Bernadette y Las llaves del reino, empresas de lo espiritual y lo piadoso, donde la cita con lo superior se matizaba con los uuuuuh de la banda sonora y un foco sobre la privilegiada cara de los actores.


Amo esta película por lo que otros encontrarían como un defecto. Irrumpe lo impensable y la ingenuidad del celuloide de otros tiempos, que procuraba a las audiencias un doble éxtasis: el erótico con la cara de Tyrone Power, y el divino con la irrupción de lo metafísico. 
También amo y, por tanto, perdono las pillerías del guion de Lamar Trotti - esa casualidad clamorosa de que vayan a ese tugurio parisino en concreto -, mientras admiro el inmenso trabajo de síntesis y ese frufrú silencioso con el que camina su libreto, como si vistiera el traje más elegante, ese que hace la película entretenida y absorbente durante sus generosos ciento cuarenta minutos. 


Como los clásicos que me gustan, hay un arrullo nostálgico en El filo de la navaja desde que comienza hasta que acaba. Su belleza plástica, evocadora música, melodrama, reparto y lo que me cautivó aquella tarde de sábado con mi padre. Volverla a ver es visitar una casa que conozco, en la que me siento cómodo, un fastuoso hogar que no decepciona.
En esta última ocasión, me he cerciorado que hay algo más. Se trata de ese personaje principal y lo cerca - o lejos - que puedo estar de él en cada momento de mi vida. Al contrario que Larry, ¿me he rendido al capital para tener una vida protegida y resuelta? Diría que sí, que me siento a una oficina todos los días para hacer un trabajo que no me interesa. 
Pero concluyo que no he cedido en lo esencial, porque lo que nunca deseé fue vender mi talento, ponerlo al servicio de otros, rebajarlo para ganar dinero. No lo he hecho y creo que no lo haré nunca. 
Trabajo en lo que me permite escribir por las tardes y por las noches. Incluso ahora lo hago en horas robadas a la oficina. 
Mi testarudez, la misma de Larry Durrell, me lanza a las letras que quiero teclear. Y quién sabe si el camino, aunque más claro que nunca, no ha terminado.