Sucedía en 1946.
Bette Davis se aferraba a su reinado como actriz de prestigio, en contrato con la Warner y, para su próximo desafío – interpretar a gemelas rivales en Una vida robada –, demandó a un joven galán, recién llegado de cumplir con los deberes militares que habían interrumpido las promesas puestas sobre él unos años antes.
Glenn Ford, que así se llamaba el muchacho, fue un buen chico y dejó brillar a la Davis en Una vida robada, olvidable vehículo para los esfuerzos de la diva.
Glenn nunca olvidó el favor de Bette y se lo devolvería, quince años después, cuando él era rey y ella ponía anuncios en el periódico demandando empleo. Sería en los sesenta, justo antes del relanzamiento de Bette como dama de terrores, y la película se llamó Un gángster para un milagro, la última de Frank Capra y además, nota autobiográfica que valga, la favorita de mi señor padre.
Glenn declaró entonces que había resucitado la carrera de la Davis, del mismo modo que ella lo hizo por él en 1946, pero a Bette, siempre tan Bette, ese comentario no le sentó bien. Quizá un poco de justificado resquemor: no había nada más largo en Hollywood que la carrera de una estrella masculina ni nada más frágil que la de una estrella femenina.
Y la carrera de Glenn Ford es larga, larguísima. Él, con la habitual modestia de los galanes de entonces, decía que no era actor ni nada parecido. Siempre se había interpretado a sí mismo.
Será culpa de esa modestia que, a pesar de haberlo visto en tantas películas, nunca me he fijado en Glenn Ford. Será porque no me parece guapo – más bien, es un guapo feo, aquello que se califica como “atractivo” - o porque hasta las estrellas más indiscutibles de un tiempo menguan al minuto siguiente.
Pero hace unas semanas veía un thriller poco recordado llamado Ransom y no podía despegar los ojos de Glenn Ford. Qué interpretación, qué fuerza, qué control. Lo que otros actores más celebrados de los años cincuenta conseguían a base de pelucas, gestos y desmelenamientos, Glenn lo supera con una simple mirada. Él ni se llamaría actor, yo le diría actorazo.
En sus tiempos álgidos, fue uno de los rostros más populares de la pantalla y un valor seguro en taquilla. Nunca fue candidato al Oscar, no era el más excitante, pero sí el más resuelto, de esos que llevan el peso de la película con el poder de la convicción y mantenían a las audiencias pegadas al asiento. Consumado profesional, lo llamarían. También dúctil, como pez en todos los géneros, brillante en los noirs, hábil en la comedia y más que nunca Glenn en los westerns. “El western es un mundo de hombres y me encanta”.
Su mirada un tanto estrábica, su aspecto gatuno. Aunque lo llamaban sólido, había algo ambiguo en él. Cierta zorrería, puesta al servicio de las sombras y las mujeres fatales.
Para quien borde los hilos del folklore del siglo XX, Glenn Ford es, ante todo, Johnny Farrell. Ese imborrable arranque de Gilda, con nuestro Glenn jugando y ganando a los dados en el arroyo, para vestirse de chaqué en un alucinado casino de perdición, donde le espera el reencuentro con la diosa Rita Hayworth. Glenn es, ante todo, el hombre que dio un bofetón a Gilda.
En líos de sordidez lo sumergió Fritz Lang para dos de sus obras capitales: Los sobornados y Deseos humanos, en la que su oponente y objeto de lascivia era Gloria Grahame.
Intrigas de serie B, fastuosos melodramas, ¿de qué era incapaz Glenn Ford? Hasta se ponía al ritmo de los tiempos como el profesor enfrentado a unos alumnos conflictivos en la película fundacional del género escuela de barrio: Rebelión en las aulas, que además llevó el rock and roll al cine por primera vez.
La Metro confió en él para levantar el vuelo cuando los años sesenta la veían en severa crisis, con las épicas Cimarrón y Los cuatro jinetes del Apocalipsis, pero, por primera vez, la presencia de Glenn no fue suficiente para rentabilizar costes. Dos dolorosos fiascos comerciales, aunque hoy dos señores peliculones a los que entregar una tarde entera de domingo.
La transición de infalible leading man a honorable actor invitado, con paradas televisivas, se produjo sin traumas, y Glenn continuó en activo hasta que la salud se lo permitió.
Si nunca había sido el más excitante, el público de los setenta se conmovió hasta la lágrima cuando lo recuperaron, tan entrañable, como el padre terrenal de Superman.
Su voz suave y profunda seguía acariciando del modo en que lo hacían todas las estrellas como él y, mientras las televisiones del mundo recuperaban sus clásicos para una nueva luz, su hijo buscaba en sus diarios personales y encontraba las astronómicas cifras de sus conquistas sentimentales. Ríete de Warren Beatty; Glenn Ford se había acostado con todas, incluida una interrumpida, pero duradera, relación con Rita Hayworth.
Su primera mujer, la prodigiosa bailarina de claqué Eleanor Powell, con la que se casó en plena guerra, cuando ella era más popular que él, nunca habló bien del trato que recibió. En la sentencia de divorcio, figura “crueldad mental” y “adulterio”, y ella, años después, ratificaría esas palabras.
Si se leen sus datos biográficos, Glenn Ford fue, como muchos hombres de Hollywood, un pillo, por decirlo con suavidad, y como todos ellos, se salió con la suya en cada ocasión, y no sólo en terrenos sentimentales. Cambiaba de partido político, de amante, de esposa, lo atrapó la policía criando pollos sin licencia y gustaba de grabar todas sus conversaciones telefónicas, además de espiar a sus mujeres para saber si lo espiaban a él.
Como siempre, la ironía de esas caras expuestas durante décadas, el enigma de lo que se escondía detrás, la pasión general por el chisme y, al final, nuestra latimosa necesidad de creer que Glenn era bueno, justo y romántico.
Las dudas se disipan en lo que respecta a sus talentos y al vigor de sus mejores películas. Al final, no sólo es lo que es queda, sino lo que se renueva de manera estimulante. Valga mi ejemplo: conocía a Glenn Ford de toda la vida y lo descubrí anteayer.