lunes, 4 de mayo de 2020

El Trotalibrerías: La vida privada de los escritores


Sentado en un bar gay, hará una década, contemplaba al muchacho de mis deseos, el mismo que no paraba de reírse y comportarse como un imbécil. Nos habíamos acostado varias veces, pero aquella noche bien sabía que no estaba tan interesado por mí como yo pretendía.
Él no era bueno ni considerado, mejor lo olvidaba. Ahí estaba yo, sentado, mirándolo. Mirando cómo él sabía que lo miraba. 
Revoloteaba el muchacho de maromo en maromo. A veces, se sentaba a mi lado y me decía que eran amigos, que no me preocupara, que volveríamos a mi casa juntos. 
Yo intentaba mirar hacia otro lugar, buscar a otro muchacho en aquella pecera llena de peces.
A mi lado, había un caballero de cincuenta y tantos, bebido de una noche y de muchas, de esa gente que parece llevar una borrachera eterna a cuestas. La barba descuidada, los ojos a vidrio rojo, la expresión torcida que otorgan la risa boba y la somnolencia. El muchacho de mis deseos me susurró: “Te interesa hablar con él. Es escritor.”
Me lo presentó. Su nombre no me sonaba de nada. Tenía un apellido rancio que indicaba que escribía cosas rancias con toda probabilidad. Su apellido parecía el de un guionista de películas históricas del franquismo o el de un sacerdote que redacta novelas moralistas por no dedicarse a la labranza. 
Supuse que el muchacho de mis deseos quería darse importancia con esas fecundas relaciones que procuraba.
El cincuentón le susurró algo al oído. El muchacho estalló en una carcajada. Falsa, como todo él. Estridente, como nunca. Debió pensar: “Tengo que reaccionar como si este viejo borracho me hubiese contado lo más gracioso del mundo”. 
El escritor le acompañaba en la risa con lo que había contado al muchacho de mis deseos, que,  obvio, también era muchacho de los suyos.
La carcajada llamó la atención y vergüenza ajena de todo el mundo. Uno dijo: “pero qué le pasa a la tonta esa”.
El escritor borrachuzo de apellido rancio no escribía en ese momento, pero empleó su talento para contar una historia que, por seguro, era muy graciosa. Es esa acaso la vida privada de los escritores, me pregunto. 


Él, como yo, miraba a ese muchacho con el mismo deseo de tenerlo en la cama y con el mismo desconsuelo de que no fuera tan bello por dentro como lo era por fuera. Ese escritor de apellido rancio quizá era conocido y respetado en algún círculo que se me escapa. Quizá no lo conozca nadie. Quizá no sea nunca nombrado. Quizá, como la mayoría de los artistas, su obra se descubra a su muerte. Y, con su obra, también su vida privada. Quizá se casó con ese muchacho; es decir, lo compró y comenzó el sufrimiento. Quizá ya no esté vivo. 
Quizá yo era el borracho, al muchacho de mis deseos lo cambié por otro y esta historia la soñé.
¿Qué escribir hoy sobre la vida privada de los escritores?  
“Toda escritura es una marranada. Las personas que salen de la nada intentando precisar cualquier cosa que pasa por su cabeza son unos cerdos. Todos los escritores son unos cerdos. Especialmente los de ahora.”, dijo el provocador Antonin Artaud, cita que abre Una novelita lumpen, de Roberto Bolaño. 
Bolaño será uno de los héroes de este artículo, precisamente, por su vida privada y por su opinión sobre sus compañeros de oficio que, adelantamos, no es muy distinta de la de Artaud.
La vida privada de los escritores es la vida pública de los libros. ¿Quién se esconde detrás de los textos? Es preciso saber si, quien escribe algo tan superior, es una persona superior, si sufrió para escribirlo o si fue desgraciado tras publicarlo.
¿Es este escritor que me habla mi amigo? Como sucede con las estrellas del cine o los astros de la música, saber que es una mala pieza induce a la misma fase de negación que se produce tras descubrir los inconfesables pecados de nuestros padres.
En el caso de los escritores, el malditismo y la oscuridad están asegurados. Borrachos tantísimos, sombríos y poco aseados los de más allá. Locos, todos los genios. Con ganas de sacar dinero, desde los más sinvergüenzas hasta los más esplendorosos.
Tan atractiva y tan remota, la persona detrás de los escritores interesa. Sus obras pueden ser peores, pensamos, pero siempre serán mejores que ellos mismos. O son sus novelas algo así como sus hijos, sus vástagos, esquejes arrancados del tallo, espejos, engendros. 
Si nos ponemos fríos, esas obras son sólo el trabajo de unas manos expertas, la suma de circunstancias, la desembocadura de un talento que se fraguó en horas y horas de pluma o máquina de escribir.


Concluía García Márquez sus memorias con el momento de la publicación de su primera novela y emplazaba a que su carrera hablase por el resto de su vida. Que lo que falte por contar lo cuenten mis libros. 
Así, podemos descifrar la vida privada de los escritores en sus escritos. Del profesor que se enamoró Charlotte Brontë, de las mil desgracias de Dostoievski, de la homosexualidad callada de tantos, del final feliz que nunca tuvo Jane Austen. 
Deberemos leer entre líneas, respirarlas. Hay quien lo hace y lo estudia. Comparar la autobiografía con la obra. Las similitudes son evidentes. Hasta el peor escritor se desnuda, de un modo u otro. 
Pero, ay, cosa fatal. Si son buenos, estaremos demasiado entretenidos en la historia. Si son estilosos, nos recrearemos con el lenguaje. Si nos conmovemos hasta la lágrima, incluiremos el libro en nuestra lista de favoritos. Si el escritor es un genio, diremos “qué genio”. El prólogo introductorio será olvidado.
La vida privada interesa al chisme. Cuando los escritores son entrevistados, se buscan rencillas, peleas, controversias como las que podría mantener cualquier famoso. 
Roberto Bolaño era el súmum de las cosas que se atribuyen a los novelistas. Enumeremos: era un escritor de aspecto desaliñado, su vida privada se ha revelado complicada, tuvo que trabajar en diferentes oficios para sobrevivir y murió sin las alabanzas que ahora recibe su obra, vendida y reeditada con salud en medio mundo.


Bolaño también era crítico y hasta cruel con sus compañeros de profesión, con la pistola siempre cargada apuntada a sus más exitosos compatriotas, como Isabel Allende o Antonio Skármeta. Dicen que, en sus seminarios, arremetía contra todo Cristo y, en general, detestaba a los escritores, no sabemos si por lucidez, envidia o afán de superioridad.
El escritor genial parece indisociable del insufrible, del pedante, del gilipollas, o al menos, es el que caza la televisión con mayor gusto. 
Norman Mailer, con una destilería entera de whisky encima, a la gresca con Gore Vidal y mencionando como si tal caso que había apuñalado a su mujer años atrás, es un clásico de Catodia. 
En España lo sabemos con aquellos airados Cela o Umbral, que querían hablar sólo de sus libros, emblemas de la casi desaparecida figura del señor don escritor de aspecto antiguo y opinión intransferible. 
Las polvaredas que levantan hombres como Javier Marías, Pérez-Reverte o Juan Manuel de Prada con sus tuits y artículos de opinión pueden indicarnos que el escritor todavía solivianta, arma escándalo e incluso lastima su propia reputación.
La imagen pública, comprometida por la verdadera personalidad de los escritores, podrá esconderse entre líneas, pero nunca bajo el foco de los medios de comunicación.


Como los grandes músicos, los escritores parecen abonados a un generoso grado de sufrimiento. De manera romántica, diremos que su desafío a Dios se paga caro. Sean desgracias sobrevenidas o frutos de sus neurosis, recorrer la autobiografía de tantos excelsos llama de nuevo al comentario chismoso: lo que fue y lo que tuvo que padecer.
La vida privada de los escritores interesa a la envidia. Fue exitoso, pero un cabrón. Se murió sin saber que haría ricos a sus herederos. La fama le sentó mal.  Era feo, desgraciado con las mujeres o tímido con los hombres. Desafortunado aquel que escribe y triunfa.
¿Quién escribe y triunfa? De los que triunfaron en su día, pocos se leen hoy. De los que triunfan hoy, ninguno se leerá mañana. 
Alexandre Dumas es una excepción entre una regla inmensa. Y, de manera trágica, tantos buenos y ni la posteridad les asegura un espacio en las librerías.
¿De qué viven los escritores? En un interesante ensayo de Daria Galatea, Trabajos forzados, se narran los oficios alternativos de los escritores. 
Los que desempeñaron antes de consagrarse, como los rudos, marineros y aventureros trabajos de Jack London. Los que desempeñaron después y resultaron más solventes económicamente, como Colette y su línea de productos de belleza. 
O los que volvieron a sentarse en sus oficinas, como Italo Calvino, espantados por el pavoroso compromiso que implica contarse y contarlo todo en una página en blanco. 


La escritura, nos dice la Historia, es un accidente, una excentricidad, un relámpago en una larga noche llena de otras preocupaciones.
La vida privada de los escritores interesa a los que escriben. Quiero ser como él, quiero saber cómo fue, piensa el alevín mientras rastrea en la biografía del adorado. ¿Escribió tarde o escribió pronto? ¿Dejó de escribir en algún momento? ¿Fue malo en lo suyo alguna vez? ¿Se parece mi vida privada a la vida privada de un escritor?
Y la gran pregunta: ¿Cómo fue capaz de vivir también?


La vida privada de los escritores interesa a la vida. Si el escritor sufre, está ocupado o enfermo, si su familia lo interrumpe, la vida no se escribe, el tiempo no se testimonia. 
El polvo cubre, no existe el eco, las obras universales no se redactan. Como nadie escribe, nadie leerá.
¿Acaso tuvo derecho alguna vez el escritor a una vida privada?

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