jueves, 28 de noviembre de 2019

Crónicas de Cinefilia: La afectación


Esta es una historia de afectación. O de amaneramiento. Es la historia amanerada de una afectación. 
Y también es la historia de una mujer. La mujer que vive en mí, ignorada, sufrida, escondida, como tantas otras mujeres.
Es una crónica de cinefilia, resonada en la frase que se escribió en la primera crónica de cinefilia: "El cine viejo era mariquita, como yo".
Esta historia comenzó hace muchos años. Es increíble que empezara hace tantos. Descubrí el principio esta misma semana.
Navegaba por el Archivo de Radio Televisión Española y la nostalgia me llevaba a los programas de infancia. 
¿De qué programas estoy hablando? En realidad, sólo al "Un, dos, tres". 
Los primeros recuerdos que tengo, del mismo despertar a la conciencia, son las sonrisas y piernas de las azafatas. Lydia Bosch, Silvia Marsó, Kim Manning. 
Yo amaba el "Un, dos, tres". Su presentadora más duradera y añorada, Mayra Gómez Kemp, es como una segunda madre; esa risa contagiosa, esa voz acariciante, como un arrullo de quien te dice que no hay nada peligroso en la vida, que afuera nunca hace frío, que todo va a salir forzosamente bien.
También amaba a las azafatas y recortaba las fotos de las revistas en las que aparecían. 


Revisando el "Un, dos, tres", un concurso tan sencillo e ingenuo que hoy sería imposible, me he dado cuenta de que nace la historia de mi afectación en esa Mayra, en esas azafatas. Lo que me atraía de ellas es su rebuscada femeneidad. Potenciada por el programa para aumentar la sensación de confort, las azafatas se mueven como palomitas, traen la bandeja de las respuestas y dan buena suerte a los concursantes con dulzura.
Bailan, cantan, recrean musicales con mayor o menor fortuna, su indumentaria es colorista, sus peinados, desorbitantes y, al final, aparecen en diversas posturas, arracimadas sobre la carrocería del coche, el gran premio del concurso. Son tan dulces y delicadas, tan afectadas, tan amaneradas. No son mujeres, son ideas de mujeres.
Con escasos años de edad, yo amaba a las azafatas, pero no para encamarlas cuando tuviera edad suficiente.
Cuando miraba el coche familiar, soñaba en subirme a la capota y tenderme allí como cualquiera de ellas. Libre, bella, afectada, fuera de la realidad y la lógica.
Desde entonces, la mujer que vive en mí luchaba por articularse. El camino era oscuro y sombrío. 

- No pongas las manos así... Pareces una mariposa... Los niños no hacen eso... Eres mariquita.

Frases, frases, letanías, cuchillos de entonces. Este país era horriblemente homófobo hasta el otro día. Un hombre afeminado era despreciable, digno de asco y mofa. 
Pero la mujer que vive en mí, esa que supuestamente es débil y llorona, siempre estuvo allí. Nunca se marchó y, a veces, salía al exterior, para mi infortunio, para mi descanso. 
Siempre estuvo allí cuando yo era sencillo e ingenuo como un concurso viejo.
Años después del "Un, dos, tres", el impacto que produjo en mí la irrupción de la diva brasileña Xuxa años llega como un nuevo episodio de esta historia.
En el colegio, en casa, en todos lados. No podía evitarlo. Y los comentarios, las burlas, los juicios, los "no hagas eso".
Todavía hoy me da pudor siquiera pensar en mi yo niño imitando a Xuxa. Es como asomarse a un precipicio. Perdonen, no puedo escribir más al respecto, quizá aún no ha llegado el momento.


Pero lo hacía. Imitaba a Xuxa.
La rebeldía era más fuerte que la conveniencia en aquella prepubertad. Dicen que todo se aprende en esta vida, pero cuando concibo ese impulso irrefrenable de ser una diva desde tan niño empiezo a creer que todos y cada uno seguimos una llamada particular, ajena a la educación que nos han dado- A veces, sólo las imágenes de las pantallas pueden ser nuestros interlocutores válidos.
Son ellas las que me daban alivio. Porque las televisiones y las películas son excesivas, amaneradas, rebuscadas. Son, sin pretenderlo, mariquitas.
La rebeldía no ganó la partida. Con la adolescencia, ganó la opinión ajena y yo, estrangulado en mi interior, me apagué como una vela.
La mujer que vivía en mí era mi tortura y la machacaba a diario, pretendiendo, soñando, que había muerto.
Cuando alguien me gritaba "maricón", sabía que seguía viva y quería taparle la boca, susurrarle que me estaba arruinando la vida, que, por favor, desapareciese.
Pero ella, como Mayra, me susurraba al oído que todo saldría bien.
 Y el cine llegó, y la mujer que vive en mí se encontró en Bette Davis, en Joan Crawford, en Lana Turner. Las divas de ayer, aquellos seres que el paso del tiempo convirtió en enormes maricones, tal era su amaneramiento, exceso y afectación.
Fueron ellas las que hablaban por mí. Mientras yo no era nada más que un hosco adolescente, las imágenes del cine antiguo libraban la batalla que no me atrevía, allí donde vencían la suavidad, la dulzura, el encanto y todo lo que hace dorada la vida.


La mujer que vive en mí permanecía así escondida, pero lloraba menos, entendía que la ocultara ante los demás para luego vestirla con todos los lujos, en mi alma y en mi cinefilia.
Por un proceso de imitación, ella aprendió de las divas. Mi manera de fumar, mi modo de andar, mis sueños de amar. La mujer que hay en mí se hizo mujer así. 
Cuando declaré mi homosexualidad, ella lo celebró. Por fin, mi femineidad sería vindicada, paseada con orgullo. Volvería a bailar por Xuxa y por muchas más. No importa, eres gay. De algún modo extraño, la mayoría de los homosexuales somos femeninos; será la llamada a la que aludía antes, o habrá alguna explicación científica que todavía no me he dignado a buscar.
Pero llegó la decepción y la mujer que hay en mí se entristeció, como quien despide a un ser querido en la estación. 
Los otros homosexuales que conocí no vivían en buena relación con sus mujeres interiores. La homofobia de los demás había hecho un bonito cuadro con todos ellos - también conmigo mismo - y consideraban a un hombre afeminado sólo digno para reírse y montar la fiesta. Hay homosexuales que odian visceralmente el afeminamiento, según eso que se llama la homofobia - o maricofobia - interiorizada, una suerte de odio a sí mismo.
Yo no odiaba a la mujer que vive en mí. Llevaba mucho tiempo con ella. Había sido una azafata del Un, dos, tres; había sido Mayra Gómez Kemp; había sido todas las mujeres de mi familia. Había sido Bette, Lana, Joan. Judy Garland. Las tres protagonistas de El valle de las muñecas. Yo quería quererla.
Pero me advirtieron que la controlara. A nadie gusta un hombre afeminado, dijeron. Temí no ser querido, temí quedarme solo, temí lo que siempre he temido. Y la mujer que hay en mí lloró, de nuevo. 
Entre lágrimas, nunca se dio por vencida. Porque jamás la pude reprimir. Era más fuerte que yo, que todo.


En las borracheras, salía a pasear orgullosa e irrefrenable, como en los mejores tiempos. Delante de mis amigos, ya con veintitantos, la arrancaba de mí con un playback de Rocío Durcal como excusa. "Amor, tranquilo, no te voy a molestar, mi suerte estaba echada, ya lo sé". Era como si la mujer que hay en mí me llamara por teléfono y se disculpara por su regreso inopinado. "Si alguna vez, nos vemos por ahí, invítame a un café y hazme el amor. Y si ya no vuelvo a verte, ojalá que tengas suerte".
La mujer que vive en mí sabía de su tragedia. Pienso que todavía lo sabe. Sabe que me importa la opinión ajena lo suficiente, que jamás le haré toda la justicia que merece. 
Soy tú, ¿no lo entiendes?, me dice.
Entonces, un día, llegó la paz. Fue cuando, por fin, la abracé y la besé. Mi azafata, mi diva, te quiero.
En ese preciso momento, me di cuenta que, en mí, habían vivido siempre un hombre y una mujer, tensos como una cuerda de violín. 
¿Dónde estaba él? El hombre que vive en mí había sido tan ignorado como ella. Lo despreciaba de otra manera. No me fiaba de él. A ella la juzgaba débil, a él, gris. Si ella no era débil, sino más fuerte que la vida misma, ¿qué podía decir de él? ¿Tenía más color que el que le concedía?
Busqué en las pantallas cinéfilas, ese interlocutor válido. Allí también había hombres a los que admirar. 
En el cine clásico vivían divos, cuya dulzura, encanto y dorada alegría los hacía tan cercanos a mi sensibilidad como cualquier actriz. Los hombres no tenían por qué ser machos infectos. Los hombres podían ser buenos y maravillosos.


Entendí que el cine clásico era un lienzo demasiado generoso para diferirlo en sexualidades, para simplificarlo en géneros. Ese cine era el equilibrio que mi interior buscaba desde la infancia. 
Y la historia de afectación termina como las películas de antaño: con un beso apasionado, eso que me concedió paradójicamente la tranquilidad. 
La mujer y el hombre que viven en mí se envolvieron en un abrazo, después de años de discusiones, después de tiempos de padecimiento. 
Se juraron que no se darían miedo, que serían lo mejor de uno y de otro. Que vivirían para hacer el bien y admirar la belleza.


Dejé de temer no ser querido, dejé de temer quedarme solo. No sé si me encontré a mí mismo, o sólo he aprendido a tocar esa tensa cuerda de violín.
"Quiero ser una mujer y un hombre", escribí entonces, sin darme cuenta que ya lo era. ¿Quién no quiere serlo? ¿Quién no lo es?

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