miércoles, 20 de noviembre de 2019

El Trotalibrerías: Al encuentro de Tennessee Williams


"Mi hijo buscaba a Dios, una clara imagen Suya.."
De repente, el último verano.

Este último verano, el Trotalibrerías cometió un pecado mortal: conocer a un mito.
Fue a su encuentro del único modo posible, dado que el caballero en cuestión murió hace mucho tiempo. Leyó su autobiografía.
Ay, el Trotalibrerías no sabe qué pensar. Descubrió de repente que uno de sus maestros no era una inteligencia superior, no era un Dios, no era un astro de luz y calor.
Era un ser humano, tan listo como bobo, tan lleno de virtudes como de necedades.
No le faltan sinceridad a esas memorias, pensó el Trotalibrerías, mientras echaba la vista atrás y decidía rendir cuentas con Tennessee Williams, su Tennessee Williams


Tennessee, mi  amado, idolatrado Tennessee.
Aspirar a una síntesis de su talento no resulta menos que una osadía. Somos muchos los que nos consideramos sus hijos putativos y vivimos bajo su sombra, con la asumida convicción de que jamás le llegaremos a la suela de sus exquisitos zapatos.
Tennessee Williams tenía el oficio y la lucidez, el sentido del horror y el gusto por la belleza, y es el responsable de algunas de las líneas más hermosas que se escribieron en el siglo XX.
A su arrullo, he vivido desde que tengo uso de razón. Como muchas cosas, las descubrí a través del cine que emitían por la televisión.
Todavía cuando yo crecía, la emisión de una película basada en un libreto de Tennessee era fuego sobre mi aburrida sala de estar.
Cuando reviso Dulce pájaro de juventud, una de mis favoritas de todos los tiempos, me digo: "¿Cómo podría yo no adorar una historia protagonizada por una vieja diva del cine y su romántico gigoló?". 
Y añado: "No hay nadie como Tennessee."


- ¿Qué hacen poniendo a esta hora La gata sobre el tejado de zinc? Esa película no es para niños - decía mi madre en plenos años noventa.

Probablemente, nadie se escandalizaría, ni ella misma, pero la leyenda de film prohibido persistía en las psiques. Elizabeth Taylor en combinación, arrellanada en la cama. Me pregunto si el gran público entendía la complejidad de esa obra o sencillamente iba en pos del deleite de lo escondido, del aroma del erotismo, de que hay algo detrás que no se cuenta.
Mi padre rememora que, a su estreno en España, La gata sobre el tejado de zinc fue calificada como "sólo para adultos" - el famoso 4 de la censura franquista - y, enterados los curas de que dos colegiales la habían visto, les hicieron una profunda entrevista para que se las describieran.
Estoy convencido de que las respuestas no fueron satisfactorias para las libidinosas sotanas.


Por fortuna, crecí en una época distinta, pero la sexualidad seguía ahí. Mi homosexualidad también estaba ahí, como la del señor Williams.
Me mareaba ver aquel Paul Newman, tanto en La gata como en Dulce pájaro de juventud, imposible de guapo y apolíneo. Y con Marlon Brando en Un tranvía llamado Deseo, la cosa pedía masturbación. Esos músculos, ese sudor. Aquello era un dios romano corrompido tras una semana de bacanal.
No hay nadie como Tennessee, Tennessee era como yo.


Tiempo después de ver las películas, leí las obras de teatro originales, en las que quedaban patentes asuntos como la homosexualidad de algunos personajes - dejadas al entrelíneas o anuladas en sus hollywoodizaciones - y sus muy amargos finales, también modificados en casi todas las adaptaciones cinematográficas.
A pesar de leerlo y releerlo, Tennesse era un enigma, tanto como un símbolo. A lo largo de la vida, siempre reaparecía ante mi camino su insuperabilidad, su maestría.

- A tu historia lo que le falta es leer El zoo de cristal - me decía un profesor de Narrativa y yo, callado, apuntando el título, sin demostrar que no conocía esa obra, dispuesto a remediarlo cuanto antes.

Esa historia que yo escribía ya había nacido del propio Tennessee, río de inspiración. 
Recuperando Un tranvía llamado Deseo, quedé impactado por la escena en que Blanche recibe a un bello joven que llega a la puerta para recolectar dinero para el periódico; ella lo seduce rápidamente, envolviéndolo en su aura, diciéndole que parece un príncipe de Las mil y una noches. Mi historia bebió de esa fuente tan bella y perturbadora.


Y las discusiones inevitables. Defender lo impecable ante el ofendedor. Recuerdo leer con emoción el monólogo de Violet en De repente el último verano a unos amigos. Aquello de las Islas Encantadas y las tortugas devoradas.

- Ay, es tan tú. - me dijeron, con condescendencia.

- Tennesse Williams está superado - envalentonó otro - Esas historias de represión sexual ya no son tan impactantes.

Informo que ya no soy amigo de ninguno de estos avispados interlocutores. No fue el motivo de la ruptura estos ataques contra el genio, pero bien pudieron serlo.
Otra vez, el profesor de Narrativa, diciendo:

- Tennessee Williams encontró oro.


Pero, ¿quién es Tennessee Williams? ¿Quién es este maestro a cuyo encuentro acudí el verano a razón de una autobiografía que no había leído hasta entonces?
Tennessee Willliams fue uno de los dramaturgos más exitosos de su tiempo - también escribió novela, relato y poesía -, y Hollywood adaptó muchas de sus obras, rebajando el tono, pero manteniendo esa fuerza tan característica. 
Ese es el aroma que intuía cuando emitían películas basadas en su trabajo, la mayoría producidas en los años cincuenta y sesenta, muchas tremendos taquillazos, llenas de legendarias interpretaciones, todas iconos de los barómetros de permisividad del cine de entonces.


Cuando el mundo de Tennessee Williams pegó fuerte en América, irrumpía como una contradicción. En una era tan reaccionaria, entraron piezas como Un tranvía llamado Deseo, donde la locura, la sexualidad y toda una galería de pasiones se desataban, mientras discurría un poderoso subtexto sobre la tragedia inherente a la Naturaleza humana. 
"La muerte es lo contrario al deseo", decía Blanche Dubois, la decadente dama sureña. 
Sólo a vista de pájaro, esos dramas protagonizados por floridas neurasténicas y musculosos en crisis eran revolucionarios.


Situadas en poblaciones de la América profunda y caldeada, que subsisten larvadas por la avaricia y la intolerancia, las historias de Tennessee Williams son la paradójica prueba de que el exceso puede contar la verdad. La verdad del machismo, de la ambición, de las trampas de la fantasía. Y de que somos incapaces de afrontar esa verdad.
No sólo sobre lo que nos gusta meter en nuestro lecho, sino la de nuestra existencia. Los seres de Tennessee viven aterrados por la vejez, la enfermedad y la muerte, muchos politoxicómanos, algunos desplegando un universo de escapismo a su alrededor, que sólo los condenará más.
Los mejores críticos han comparado el choque entre Stanley y Blanche con el de Sancho y Quijote: la tierra contra la idea, el realismo contra la fantasía. Son las mismas luchas que persisten entre nosotros y en nuestro interior.
Por ello, mi amigo se equivocaba. Más allá de la sexualidad de las obras de Tennessee, persiste algo universal y doloroso, de lo que no se debe apartar la mirada.


Consideraba yo a Tennessee Williams un dios y, entre trota y trota librería, encontré de segunda mano sus memorias.
Preparé mi encuentro con el maestro en función de dilatarlo. En la estantería, sus memorias me miraban como un postre demasiado delicioso al que se le espera el momento perfecto, tal es su excepcionalidad.


Debo confesar que sus memorias, fantásticas, esclarecedoras, elocuentes, me resultaron también una pequeña gran decepción. No es un dios, es un hombre, afirmé. Es menos listo de lo que pensaba, es frívolo, inseguro, está realmente obsesionado con el sexo y además es todas las heroínas más famosas de sus obras.
Tennessee era Blanche, era Alma, era Alexandra del Lago, era la señora Stone. Todos los excesos de esas divas, señoronas y cursis pavesas, son los excesos de Willliams; sus miedos también.
Vivió en Roma, como la Señora Stone, contratando bellos muertos de hambre para su exclusiva compañía; huía de los estrenos ante la sombra del fracaso como Alexandra del Lago; tenía predilección por los machos poco recomendables como Stella.
¿Sus personajes femeninos son acaso maricones tras asaltar el armario de sus mamás? Es la pregunta que se hará usted al leer la obra de muchos autores homosexuales. También la mía.


Tenía yo la idea de que el autor planeaba sardónico sobre estos personajes; que, de algún modo, estaba por encima de ellos. Ahora sé lo que debería haber sabido: la obra de Tennessee es fuertemente personal. Es una confesión, como la de cualquier escritor de estatura.
El alcoholismo, la promiscuidad, la culpa, la paranoia por la muerte. Y también el manicomio como ese fantasma inevitable, que toca a la puerta en el tercer acto. Su hermana se volvió loca, y él también pasó cierto tiempo en un sanatorio mental.
Decepción y, a la vez, una renovada admiración. Cómo Tennessee recuenta su vida, la fabula, la dramatiza, la vuelve leyenda. Su autobiografía es honesta y, en ocasiones, conmovedora. En su justo punto, de manera inopinada.


Tennessee, como sus compañeros de acera y profesión Truman Capote y Gore Vidal, también se revela como un fabuloso cotilla, un malvadito de salón. Sus recuerdos por escrito valen más por lo que callan, pero ahí están sus encuentros con estrellonas como la Garbo o Anna Magnani para satisfacer a los cazadores de viejos chismes.
Asegura lo que ya sabiamos - que el Brando joven era el hombre más hermoso del mundo - y sorprende con alguna que otra opinión.
Por ejemplo, deplora la adaptación de De repente, el último verano, y ensalza la poco valorada - y en cualquier caso, digna de revisión - La primavera romana de la Señora Stone.


Otra sorpresa para el Trotalibrerías: si el nombre de Tennessee se equipara en la memoria no sólo con leyenda sino con éxito descomunal, la verdad es que la mayoría de sus producciones fracasaron estrepitosamente, fueron incomprendidas y, todavía en sus últimos años, se encontraba a Williams en el sinvivir de haberse equivocado con una nueva función.
Más indignante es esa esclavitud del teatro neoyorquino a la opinión de los críticos. Si son favorables, la obra sigue. De lo contrario, se acabó. Williams lo cuenta como algo natural, lo asume. A mí me parece escandaloso.
Tampoco encontré algo en estas memorias: cómo escribió sus mejores obras. Él mismo afirma que prefiere hablar de sus correrías sexuales que de sus técnicas escriturarias, entendiendo irónicamente que éstas son más dignas de privacidad que aquéllas.
Intuyo que, con el trasfondo de la culpa protestante, contar los polvos era una manera de expiarlos.


Como Sebastian en las Encantadas, yo buscaba a Dios, una clara imagen Suya. Era ese mi propósito al aventurarme en esas memorias y me di con las bruces de mi mitomanía. Blanche también soy yo, sí. Esperando siempre algo detrás de la simple realidad de que somos lo que somos, incluso el venerable señor Williams.
Él ya encuentra mi error de cálculo, alegando que son las obras las que deben hablar por sí mismas. El que está detrás, el abajo firmante, es sólo un mortal. 
Hablan por sí mismas, ya lo creo. Siguen diciendo tantas cosas. 
Y mi admiración, si cabe, es ahora más grande. No hay triunfo mayor que llegar a Dios sin serlo.

2 comentarios:

  1. Un artículo muy interesante. Cualquier interpretación actual de sus obras es compliacada porque siempre estarán las pelíchulas y las ESTRELLAS de aquella época con su sombra alargada, para que siempre veamos encarnados sus personajes en Elizabeth, Paul, Marlon.

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