sábado, 2 de noviembre de 2019

El Trotalibrerías: El lector recobrado


Todos me preguntan: ¿por qué no escribes un libro? O, mejor, ¿cuándo lo vas a escribir? Una nueva seguidora y amiga me dijo hace una semana: 

- Creo que tienes un don. 

No es la primera. Mi padre me lo ha dicho siempre.
Lo he intentado, créeme. Quizá me faltó el ímpetu, la seguridad, la perseverancia para pasar de los dos primeros episodios, pero también necesitaba algo fundamental. Volver a ser lector, leer más. 
No podía seguir, porque me faltaba la carne necesaria que hace de un escribiente un novelista. Lo que escribía carecía de músculo, de vísceras, de columna vertebral. Una novela es un cuerpo humano y yo sólo tenía unos pobres litros de sangre. 
Necesitaba leer más. Descubrir a los grandes autores, estudiarlos y, por un proceso de imitación inconsciente, discurrir todas las palabras necesarias para hacer lo que estoy destinado. Es un pecado faltar a ese don que dicen que poseo. Y yo peco todos los días.
Siempre he leído. Aprendí muy rápido. En una foto de infancia, se me ve sentado en el regazo de mi padre, con los pañales puestos por única vestimenta, manejando el libro que él leía. 
Cualquier interés por la cultura que haya tenido en mi vida nació entre su biblioteca repleta, sus siestas con un libro abierto y sus domingos por la mañana con Mozart y Beethoven.
Aprendí a leer con cuatro años. Las primeras palabras que leí fueron “Transcurrieron cien años”. 
Era el cuento de La Bella Durmiente. No podía estar un minuto más sin leer. Amaba los libros, los cuentos. 
Desde niño, ya vivía la necesidad de evasión, la urgencia por otro mundo, más hermoso que este. Leía también a Alicia, a El Mago de Oz. 


“Mi nieto ya sabe leer”, decía mi abuela orgullosa a todos los dependientes de las tiendas en las que entrábamos de paseo. Yo leía todos los letreros. Jo-ye-ría, fe-rre-te-ría. Ella celebraba que alguien querido supiera leer, porque venía de una época donde la alfabetización era un milagro. Ella también leía, aunque susurrando las palabras, mojando el dedo para pasar la hoja y creyéndose todo lo que estaba escrito.
Supe pronto que el lector se distingue de los demás, porque la gente prefiere vivir la realidad a estar concentrado en la lectura. 
Es un hábito que cuesta adquirir, requiere interés, vive a millas de la inmediatez. No juzgo a quien me miraba como raro por preferir la lectura desde niño. Quizá me juzgo más a mí mismo por esconderme, por no mostrarme orgulloso de lo que hacía, por no saber afrontar la envidia. 
Pero era un niño entonces. Todavía no sé muy bien cómo hacer frente a la opinión ajena, sobre todo cuando no es solicitada.


A los trece años leí Cien años de soledad, pero a los catorce apenas leía. La adolescencia, ay, qué malvada. Échale la culpa a mi pereza, también. Un hábito que se pierde, tan difícil de recuperar. 
Y, sobre todo, el cine. Cuando me hice cinéfilo, se acabó. Ya lo leíste: una obsesión que arrolló con todo, lo bueno y lo malo. Las imágenes elocuentes acabaron con las palabras del papel. “Hace tiempo que no leo”, pensaba, iluminada mi cara por la acariciante pantalla.


En los años de mi vida adulta, intenté muchas veces recuperar el hábito de la lectura, aplazado frente a los apetitos culturales más instántaneos que propician las películas y las series de televisión. Cuando volvía la urgencia por escribir algo, aquello me salía un best-seller, lleno de clichés, de sentimentalismo esperado. Y yo quiero ser bueno en lo que escribo. Si no, no escribiré nada. 
Cada cierto tiempo, intentaba fijar una hora al día para leer, pero siempre fracasaba. Debía ser por la elección de las novelas. No se puede empezar por La Regenta, no. Hay años en que sólo leí dos o tres novelas, y mayor es el número de las que no podía terminar, incluso aunque me gustaran. 
En 2017 encontré la solución: para recuperar el hábito de la lectura, hay que estar todo el puto día leyendo. El libro va primero, luego lo demás. El libro en el transporte público, el libro en la cama, el libro en el váter, el libro cuando no sabes qué hacer, el libro siempre a la vista. Y, de manera más radical, el libro antes de la película y muchísimo antes de la serie de televisión. 


Empecé con libros de autores homosexuales y fue una buena idea, porque está bien que la copla suene al ritmo vital, te diga algo que pensabas que nadie compartía y ¡a seguir cantando!.
Mi amigo Pablo Aros también ha sido un buen flautista al marcar la melodía precisa. Por aquí, por aquí, me decía, y él, que no ha parado de leer nunca, siempre me lleva a un buen libro, a un buen autor. 
En una de las sendas que le seguí, me topé con José Donoso, el gran escritor chileno. 
Donoso, que era mucho de lamentarse, decía que nadie leería sus novelas en cuestión de una década; al menos en España, es lamentablemente cierto. Descatalogación casi total de uno de los nombres del llamado boom latinoamericano. 
Entre 2017 y 2018, leí cinco o seis novelas de Donoso; la mejor, sin duda, es El obsceno pájaro de la noche, una obra de arte fascinante, que, curiosamente, tiene puntos en contacto con la película de la que nació mi cinefilia; como en ¿Qué fue de Baby Jane?, la vejez femenina es la estrella.
Pero la novela de la que quiero hablar a colación del nacimiento del Trotalibrerías es otra y no está escrita por José Donoso, sino por su hija adoptiva, Pilar. 


Se llama Correr el tupido velo, desgarradora biografía de una figura literaria, de un padre escritor. El libro recibió el aplauso de la crítica, pero también propició tal estrés a la familia, que Pilar acabó suicidándose tiempo después la publicación, culminando la historia de los Donoso con la más trágica de las notas.
Entre el ajuste de cuentas a lo Crawford y la admiración, en el texto de Pilar Donoso, aparece el escritor en sus horribles complejos, su inadecuación física, su reprimida homosexualidad, atrapada en un matrimonio infeliz, y todas las vivencias y desventuras de una profesión que no conoce rumbo ni horario. Además de la sonoridad emocional de “Correr el tupido velo”, que termina con una frase que hace llorar al más recio, amé el libro por la descripción de la rutina del escritor, las transcripciones de sus diarios personales y de sus notas, donde se destapa cómo componía sus historias, a través de ideas deslavazadas. Algunas se enlazaban con otras y creaban novelas maravillosas, otras quedaban ahogadas en el tintero.


La obra también relata la faceta de Donoso como profesor de otros escritores, a los que recibía en su casa con afán didáctico e inevitable divismo. Objeto de mofa de Roberto Bolaño, que los llamaba "los donositos”, estos alevines acudían al calor del maestro, que, en plena lección, podía quedarse mirando a uno de ellos y decirle:

-  ¿Y usted? ¿Qué hace? ¿Qué escribe?

Pero también les preguntaba qué leían. Y ellos respondían que devoraban la novelística hispanoamericana reconocida, la que constituyó el boom de los sesenta, de la que ellos se sentían directos herederos.
Donoso se desesperaba ante esa respuesta y les hablaba de los grandes autores, que él leía en su adolescencia y releía ahora a la menor oportunidad.  ¿No conocían a Stendhal, a Dostoievski, a Tolstoi, a Proust, a Balzac? ¿Les resultaban remotos? ¿Pretenden ustedes ser escritores sin conocerlos?
En ese momento de la lectura, José Donoso pareció dirigirse a mí, como si yo estuviera en su casa, como si fuera uno de sus acólitos. Josito, otro donosito. 

- Y usted, caballero, ¿qué hace? ¿Qué lee?

Mi acomplejamiento cultural fue tal, que me sentí pequeñito, como Alicia tras morder el hongo equivocado. Sé tan poco, pensé, he perdido tanto el tiempo. Además de juzgarme con tal severidad, decidí pasar a la acción en lugar de quedarme en un rincón lamentando la suerte de mis decisiones pasadas.
Así, llené mi mesilla de grandes obras. Eugenie Grandet, Rojo y negro, Guerra y paz, Los miserables, Don Quijote. Y Crimen y castigo
Crimen y castigo siempre me dio apariencia de tostón venerable, para el que hacía falta un castillo apartado y ninguna distracción, pero bastó un episodio para dejarme con la boca abierta, sólo cinco días para terminarla y el futuro jurado para descubrir más libros del tormentoso, macabramente divertido Dostoievski. 


Crimen y castigo es una obra de la que se han dicho y se deben decir muchas cosas, pero, con mis ojos cinéfilos, la considero también el thriller esencial, el cine antes de que se inventara. 
Descubriendo libros como Los miserables o Guerra y paz, he detectado los cimientos de la espectacularidad y la emotividad de las películas; he visto que se cumple la máxima de Godard: el cine es un invento del siglo XX, pero absolutamente decimonónico.

- Y usted, caballero, ¿qué hace? ¿Qué lee?

Descubrí que las grandes obras no son algo exclusivo de los más atildados y grises intelectuales; son una herencia rica y asequible, al alcance de todos, diseñada para deleitar y hacer pensar, para cambiar el mundo, para hacernos más felices y más inquietos, si tal contradicción es posible. Supe por fin lo que sospechaba, eso que intuía cuando veía a mi padre leer tanto: que en la novela estaba, irónicamente, la verdad.
Así nació El Trotalibrerías. 


Ahora contemplo los escaparates de los librerías como si fueran suculentas pastelerías y los únicos y verdaderos esfuerzos que debo hacer por no gastarme todo mi dinero suceden dentro de ellas. Holly Golightly superaba las depresiones en Tiffany’s, yo culmino la semana de trabajo con la felicidad de visitar una librería y llevarme algún librito, que, total, tampoco cuesta tanto.
Ahora, tras mucha disciplina, he conseguido que la lectura sea un placer del que nunca esconderme, del que siempre enorgullecerme. Supero los ochenta libros leídos al año y no dejo de lamentarme por el tiempo perdido. Pero también soy justo conmigo mismo, confío en el tiempo recobrado y digo aquello de que nunca se sabe lo suficiente. Es el fundamento de la inquietud intelectual: sentirse chiquito como Alicia, pero mirar hacia arriba con la voluntad de crecer. 
Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Balzac. Y también Maupassant, Zola, Chéjov, Poe, Pushkin, Thackeray, Turguenev. Ay, Turguenev.
Y sí, me olvido de uno. Proust. Aún no he leído a Proust.

- Marcel Proust no es fácil, señor Donoso, no tengo tiempo. – digo, mientras lo veo con la ceja levantada, cual si yo fuera no más que un obsceno pájaro de la noche que lo estuviera molestando.

"Transcurrieron cien años", eran las primeras palabras que leí. Joyería, ferretería, alegría que el nieto ya sabe leer.
Y las que leí anoche fueron estas, también de un bello durmiente.  “Durante mucho tiempo, me acosté temprano…” 
Así empieza “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust. La lista que me encargó Donoso se completa. 


"En busca del tiempo perdido". Acaso la cultura, la que devoramos y la que creamos, no sea más que nuestro patético y hermoso esfuerzo por preservar la memoria, la nuestra y la del mundo sobre el que trotamos. 
Quizá leyendo, quizá creando, invocando los espíritus grabados en los adorados tótems, el tiempo perdido sea de verdad el tiempo recobrado.
Pero, ay, Donoso no está conforme. Porque la pregunta con la que empieza este escrito no ha sido contestada.


- ¿Y usted, caballero? ¿Qué hace? ¿QUÉ DEMONIOS ESCRIBE?

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