domingo, 24 de noviembre de 2019

Hollywood, Hollywood: Paul Newman


El día de mi último cumpleaños me concedí el placer de revisar Dulce pájaro de juventud, de Richard Brooks, película que tengo que ver de manera periódica para reconciliarme con la idea de que existe la belleza y el cine, o al menos existieron alguna vez. 
Cuando revisito obras tan queridas, me fijo en sus esquinas, en aquellos lugares en los que nunca he mirado, a pesar de los mil y un visionados.
También me hago preguntas. Cómo se hizo esa película, de dónde nace su milagro y, particularmente, por qué me gusta tanto. Qué me dice, por qué me conmueve siempre hasta las lágrimas. 
Y, esta vez, ante la visión de su actor protagonista, también me pregunté: ¿cuál es el secreto de este tío que está tan bueno?


Paul Newman es más que un tío bueno. O es lo que él se empeñó en demostrar desde el primer día.
El secreto nace de que ese impresionante atractivo físico - un dios griego modelado por Miguel Ángel - se combina con una modestia aún más avasallante. 
Newman enseñó que los guapos también lloran, pueden ser impotentes o violentos, añoran demasiado a su amigo Skipper y siempre resultan tan cercanos como el vecino de al lado. 
Lo que convirtió a Newman en Newman no fueron sus ojos azules, sino esa humildad, esa sinceridad. A diferencia de otros galanes de la pantalla, aquí no llegaba el macho evidente, impuesto con músculos o cejas arqueadas. Paul Newman vivía más en la media sonrisa, un guiño de ojo, un bajar la cabeza ante la tristeza, y su orgullo como actor le hizo ganarse el respeto, además de los suspiros.
Como los verdaderos astros de Hollywood, Paul Newman fue estrella por resistirse a serlo.


Cercanía, belleza, talento.
Cuando yo crecí, Paul Newman era en mi casa tan habitual como la tos o el agua fría. En la televisión, ponían sus películas una y otra vez. La frase "ciclo Paul Newman" era un mantra.
Y ahí estaba, en blanco y negro, en color, de joven o canoso, esculpido en mármol o con una vejez de esas que llaman interesante. Por entonces, todavía estaba vivo y la suya era la leyenda del indomable. En las revistas, lo seguían llamando "el hombre más guapo del mundo".
En los años cincuenta, Newman fue rebelde entre una generación llena de ellos y él mismo sabía que tuvo varias suertes: que James Dean falleciera, que Montgomery Clift fuera desgraciado, que Marlon Brando se revelara imposible y que Steve McQueen tuviera un talento limitado. 
Paul Newman heredó el laurel entre tanto César.
Su laboriosidad y una cadena de películas que dejaban con la boca abierta se sucedieron en las décadas siguientes. La generación colocaba pósters de Hud en sus paredes, porque estaba de moda imitar a los chicos malos. Mientras, los críticos llegaban a un acuerdo: cuando Newman se olvidaba de los tics del Actors Studio, era mejor que nunca.


Cuando todavía era alumno de Strasberg, se le veía mucho en televisión, pero su aparición en un Picnic para Broadway se decía llave y, además, guía de estilo para toda una carrera.
Entre sus papeles para obras de Tennesee Williams y sus correspondientes adaptaciones cinematográficas, se labró pronto una reputación de actor súperserio, que no se conformaba con cualquier cosa. 
Es increíble que su tozudez se mantuviese en la industria norteamericana y, salvo las dos películas de catástrofes en las que intervino, todo lo demás fue salirse con la suya.
Paul Newman no se vendió a mayor capital que la excelencia artística. Por eso, la mayoría de sus películas y su figura - comprometida, progresista, alérgica a las mentiras - mantienen una indiscutible vigencia.


Su segunda esposa, viuda y gran amor, Joanne Woodward, colaboró activamente en la preservación de ese Newman irreprochable.
Fue musa en varias de las - extrañas - películas que dirigió, y también compañera de reparto esporádica. 
Fue una relación que comenzaba cuando eran jóvenes en Hollywood y ella ganaba el Oscar,  treinta años ante que él.
Cuando Paul por fin se alzaba con la estatuilla, se los localizaba en su residencia de Connecticut, viviendo una espléndida relación hasta el último día. 
Su divulgada historia de fidelidad conyugal y felicidad eterna quedaba ensombrecida cuando se escribía en cierta biografía que los Newman ni tanto ni tan mucho. 
A riesgo de las sombras que se puedan deducir de historias tan perfectas, no hay duda de que Paul y Joanne se alegraron de conocerse. Fue un cuento sobre lo que se puede hacer cuando se encuentra a alguien tan inteligente como tú y se halla la manera de siempre volver a su lado. 


Decía la canción que la tristeza no tiene fin, la felicidad sí. Rompe el corazón leer la siguiente frase: Joanne Woodward, actualmente aquejada de Alzheimer, ya no se acuerda de Paul Newman.
Nos acordaremos por ella del marido que siempre le envidiamos, que siempre amamos.
Todo el mundo se enamoró de Paul Newman. Querían ser como él o casarse con él. 


A buen mozo como este, pocas compañeras de reparto pudieron igualar en belleza. Con la gloriosa excepción de Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc, Newman siempre era doscientas veces más guapo. 
Hasta una mujer razonablemente atractiva como su querida Joanne, parecía poca cosa al lado de él. Y no digamos nada de Geraldine Page o Piper Laurie. Otra revolución newmanesca: el objeto de deseo era él. 
En cualquier caso, su mejor pareja cinematográfica no fue una mujer, sino otro hombre, bien lo sabemos.


Con Dos hombres y un destino y El golpe, Paul Newman revitalizaba su carrera con dos exitazos duraderos y, de paso, consagraba a Robert Redford. Éste siempre lo ha tenido claro: "Paul Newman cambió mi vida".
Todavía la audiencia ha respondido con salud al enérgico tándem cuando pasaron el último miércoles por enésima vez El golpe en Televisión Española.
El aval de lo irresistible.


Los perdedores de Paul Newman, con la cúspide en aquel Buscavidas para Robert Rossen, cambiaron la faz del héroe al que se vivía acostumbrado a ver en las pantallas, pero esa cercanía, esa ligereza, ese secreto estilo los hicieron, a la vez, entretenidos. 
Fue este Newman una buena conjunción de rebelde y de suave, de amargo y de dulce. Tenía habilidad para desazonar y, al minuto siguiente, demostrar un maravilloso sentido del humor.


Soy de la firme opinión que los artistas deben ser más artistas que modelos de comportamiento, pero valga hoy una concesión a la celebración del que fue bueno aparte de estarlo.
"Sé como Paul Newman", debiera inscribirse en los más altos obeliscos del planeta.

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