lunes, 4 de noviembre de 2019

Hollywood, Hollywood: Joan Crawford



Joan Crawford era una estrella. 
Lo decía James Stewart: "Joan era todo lo que se esperaba de una estrella, cómo actuaba en la escena, cómo se comportaba en el rodaje". A lo que yo añadiría: cómo vivía desde que se despertaba y cómo se pensaba de ella misma al quedarse dormida.
"Era una profesional, siempre a su hora en plató, siempre con los diálogos aprendidos. Éramos muy diferentes, pero yo la admiraba", dijo su supuesta némesis Bette Davis en un arranque de sinceridad.
Joan Crawford es también la locura por el cine. O de al menos, un tipo de locura. La locura por los actores, por su imagen, por su misterio. El cine como cosmética. 


Pero Joan debía ser más que una receta de glamour para subsistir.
Las verdaderas estrellas no son estatuas de hielo, aunque lo parezcan a primera vista. En el centro de su físico privilegiado, de su iluminada, sobremaquillada faz, persistió cierta vulgaridad, hasta incluso un toque de ineptitud: Joan Crawford no era perfecta, no era culta. Era como su público. 
Joan Crawford es tan maravillosa y ridícula como el cine que se hacía por entonces, un género en sí misma, una saga a su pesar, un cuento moral disuasorio sobre los peligros de la fama y, ante todo, una actriz imponente a cuyas mejores interpretaciones el tiempo no hace sino elogiar.


Aunque gran parte de sus oscuros inicios en la vida se omitieron por los escultores de su imagen, nunca se ocultó que Joan Crawford nació y creció en la pobreza. Era un ingrediente de su atractivo, un guiño a sus potenciales seguidores.
Joan Crawford era Hollywood, sí, pero también era América. La idea de que un día friegas suelos de rodillas y, al siguiente, te abrigas con marta y mitón. Esa idea era poderosa durante la Depresión; Joan Crawford, figura plateada, ascendía escaleras, olvidaba el hambre.  


Como América y todas sus grandes divas, Joan Crawford fue una maestra de la reinvención. La Depresión acabó, también sus veinte años. Y sería lejos de la Metro Goldwyn Mayer donde conseguiría el Oscar y una nueva veta que explotar: la de mujer volcánica, tempestuosa, noir, fatal, valerosa, romántica, pistola en mano. Desde Mildred Pierce a Vienna, la nueva y definitiva Joan Crawford, de gruesas cejas y mirada tensa, se erigiría como una actriz de ambición; esa profesional consumada que nombraba Bette Davis.
De ambición y, según algunos, de pretensión, que siempre la vieron como poco más que la starlet glamourosa, aquella flapper que hizo delirar de emoción a Scott Fitzgerald, ahora haciéndose pasar por una señorona que se creía poseedora de un talento que nunca tuvo. 
Para muchos críticos, Joan Crawford era un artefacto de los estudios, donde nació y de donde no podía salir. Los focos, los decorados; se decía que Joan Crawford no era nada sin una iluminación correcta.
Quizá todo fuese cierto, pero su estilo, tan controlado y, a la vez, tan intenso, resulta curiosamente vigente visto hoy, al menos en comparación con otros intérpretes más aclamados de entonces.
Joan sólo quería seguir en el cine y, en el camino, hasta se desquitó del futuro.


Yo descubrí a Joan Crawford en ¿Qué fue de Baby Jane? y aún considero que es una de sus mejores y más sorprendentes interpretaciones. Bette Davis arma el show, pero Joan es un contrapunto perfecto a la histrión y, como los grandes actores de la pantalla, su mirada lo es todo. 
Robert Aldrich ya la había dirigido magistralmente en otra película, menos conocida, más exquisita: Hojas de otoño.
Si se obvia ese maquillaje de mimo al que era demasiado adicta en los años cincuenta, se encuentra otra impecable muestra de lo buena y conmovedora que podía ser Joan Crawford.


A propósito del maquillaje de mimo y de la ridiculez inherente a toda diva, Joan Crawford no fue indemne a los arrebatos de divismo; diríase que los inventó ella.
En la retina reciente, gracias a Feud, ahí está su irrupción en los Oscar de 1962 recogiendo el premio de Anne Bancroft sólo para alimentar su enemistad con Bette y airear su rencor por no haber sido nominada aquel año.
Pero también se rastrea en sus más desafortunadas películas, como La canción de la antorcha, supuesto retorno por todo lo alto a la Metro Goldwyn Mayer, muestrario de lo absolutamente horrible que podía ser el cine de estudio cuando no tenía mayor guía que sus fórmulas.
El rídiculo Crawford también puede detectarse hasta en las fotos promocionales de la por otro lado maravillosa Johnny Guitar
Joan hacía lo imposible por seguir en la pantalla. Quizá era cierto que no podía vivir fuera de ella.
"Hay actores que hacen todo por salir en las películas. Joan Crawford hasta hubiese interpretado al mono", escribió Pauline Kael sobre Trog, película de terror donde la Crawford, como una improbable científica animal, desarrollaba instintos maternales hacia un simio. Fue su última aparición cinematográfica.
Sólo una vejez que no podía ocultar hizo que Joan Crawford abandonara la escena pública. 


Su vida privada, con romances inevitables con sus compañeros de escena, breves matrimonios y un largo período de soledad marcado por el alcoholismo, epidemia que azotó a todos los mejores de Tinseltown, vivió en las notas de prensa, nunca tomadas en serio por casi nadie. Las columnistas de entonces creaban y derribaban mitos, pero los periódicos volaban en el olvido y las estrellas seguían siendo estrellas. 
Tras la muerte de Joan Crawford, llegó la novedad. Quien podía derribar a un mito era su propia familia.
Queridísima mamá ha sido publicada por primera vez en España, y este trotalibrerías estuvo a punto de comprarla la semana pasada. Pero echándole un ojo a la biografía presunta de Joan según su hija Christina, no he intuido más que un libro sucio, sin ningún mérito artístico ni ulterior intención más que la venganza - probablemente merecida - y la destrucción calculada de una reputación. 


Para quien no conozca el contenido, Christina Crawford relata en ese libro su infancia, marcada por los malos tratos y la dura disciplina de su madre, retratada como un bicho devorador, egocéntrico y enfermo. 
Se publicó pocos años después de la muerte de Joan Crawford, armó un gran revuelo y fue pionero en la desmitificación de los actores y actrices del viejo Hollywood.
Después de la publicación de la novela y de su adaptación cinematográfica - una cosa loca, protagonizada por una memorable Faye Dunaway -, Joan Crawford conoció un nuevo grado de notoriedad, post-mortem y, esta vez, con fragua infamante: se convirtió en el sinónimo de una mala madre. 
Como esto sucedió en plena posmodernidad, tanto la biografía de Christina como dicho título de mala madre, se hicieron más chiste que otra cosa.


Las cosas negativas que pueden atribuirse a Crawford, la testarudez de sus últimos tiempos, su monstruosidad doméstica, sin duda alentada por esa droga terrible que es la fama, especialmente cuando se proporciona a quien nació y creció sin nada, quedan empequeñecidas por el brillo de sus logros. Joan Crawford todavía impresiona, aún captura la atención.
Y su exultante belleza, acariciada por esos ojos tiernos a un tiempo, virulentos al siguiente, expresivos siempre, no se marchita. Joan Crawford sigue enamorando, Joan Crawford continúa siendo el cine.  


Mi relación particular con ella ha conocido momentos de locura y veneración; aunque trato de contenerme con la mitomanía, relativizarla, sosegarla y apreciar las cosas en su justo punto, confieso que, de vez en cuando, me entra un escalofrío, un reconcome en todo mi cuerpo y espíritu, y me pregunto qué me pasa, qué siento, qué sufro. Y la respuesta es: "ay, Dios, estas ganas locas de ver una película de Joan Crawford, tan noir, tan romántica, tan pistola en mano". 
Como la radio, las estrellas nunca mueren, nos quedan sus películas, el verdadero regalo que sus privilegiadas luces dejaron atrás.

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