sábado, 5 de junio de 2021

Hollywood, Hollywood: Hedy Lamarr


La guerra hacía estragos en Europa, pero las luces de las grandes ciudades de Estados Unidos iluminaban otro evento: el estreno de Las chicas de Ziegfeld, último grito en opulencia firmado por la Metro-Goldwyn Mayer.
Era abril de 1941 y de las mármoreas escalinatas de Hollywood, descendían las tres protagonistas: la talentosa a rabiar Judy Garland, niña-mujer de voz de oro, la sirena rubia Lana Turner, para la que la palabra estrella aguardaba a vuelta de celuloide... y allí, imperturbable, imposible, majestuosa, tocada por gracia mitológica, la anunciada como “la mujer más bella del mundo” por el mismo estudio que colocaba sus focos sobre su faz y los dejaba quietos. Tan quietos como ella. El público suspiraba con su solo nombre: Hedy Lamarr. Nombre, por supuesto, inventado por la Metro.


Las chicas de Ziegfeld, con su mezcla de melodrama moralizante, comedia backstage y súper musical de musicales, fue un gran éxito y lo sería durante todo el año, incluso cuando llegaban noticias de que Hitler había cometido el mismo error de Napoleón: marchó dirección Moscú y los rusos – ahora soviéticos - le habían dado una soberana felpa al ejército alemán que, en retrospectiva, decidió la guerra.
Entonces se desconocía el final y, en diciembre, los japoneses atacaban Pearl Harbor y las chicas, de Ziegfeld o no, se prestaron a colaborar con la labor bélica desde casa. Judy con sus trinos escapistas en las ondas de radio, Lana con sus curvas y picardía para fotos pin-up. Y Hedy, ¿en qué colaboró Hedy Lamarr?
¿Quién podía esperar que bajo esa pétrea fachada de hija bobalicona de Zeus se escondía una mente maravillosa? ¿Quién supo de la invención de Hedy, clave para tantas cosas, incluido que tú y yo nos estemos comunicando ahora mismo?
Yo, que sé todo sobre las estrellas del viejo Hollywood, no supe durante mucho tiempo de Hedy Lamarr más que de su belleza y su estela. 
Tengo un vago recuerdo de la primera vez que la vi. Vago, pero poderoso. En alguna sobremesa de domingo de mi infancia, Hedy Lamarr era Dalila y, ante el público filisteo ardoroso de humillación y violencia, castigaba a Sansón. 
Sansón, ciego y desesperado, recibía los latigazos de la malvada que era menos malvada cuando le susurraba al oído que lo hacía por amor, para protegerlo, mientras lo conducía hasta las columnas del templo que él, con su fuerza sobrehumana, destrozaría para que todo acabase. Acabarían la esclavitud, la humillación, aquel amor loco. 


Poco podía saber yo que Sansón y Dalila, terminada la guerra, fue un éxito comercial mayor que Las chicas de Ziegfeld. Hedy y Victor Mature, ligeros de ropa, enredados en un contorsionante abrazo, ocupaban marquesinas aún más gigantes en los cines de 1949, dirigidos por el maestro del espectáculo sexy-bíblico Cecil B. de Mille.
Tampoco se dijo nada de la maravillosa mente de Hedy Lamarr cuando el programa de televisión “Qué grande es el cine” presentó Cenizas de amor, de King Vidor. Los contertulios, proclives a ensalzar entre risitas nerviosas la rotunda belleza de semejantes actrices, deslizaban sobre la mesa el estatus que tenían los rostros como Hedy en los años treinta y cuarenta. 
El público acudía al cine por los actores y las actrices, por la promesa de belleza que encontraban en ellos. El amor por los rostros inició el furor por las películas y las audiencias entraban en un trance cuando contemplaban a sus ídolos que sólo podía llamarse éxtasis.
Éxtasis, éxtasis. Así se llamaba la película más polémica de Hedy Lamarr, producida en Checoslovaquia, esa que su primer marido quiso ocultar, esa que denunciaron los nazis, esa que Hollywood señaló como escandalosa pero, en toda su hipocresía, agitó cual burbuja de morbo. Esa en la que Hedy, además de interpretar un orgasmo, aparecía cual Eva en un centroeuropeo Paraíso.


¿Quién era Hedy Lamarr? La mujer, la pionera, la estrella de cine. Como Errol Flynn, podría decirse que la carrera de Hollywood fue sólo un capítulo más en la aventurera vida de Hedwig Eva Maria Kiesler. Nacida en una familia judía en una Austria que nunca pudo olvidar, Hedy se sintió tan atraída por las luces del escenario como por el funcionamiento de las cosas. 


Huyó disfrazada de criada del palacio de su marido – un magnate aliado de los nazis pese a su origen judío – y no paró de correr hasta llegar a Londres y subirse a un transatlántico donde viajaban Louis B. Mayer y otras estrellas de Hollywood. 
Éstos reconocieron a la mujer de Éxtasis, la misma película que Hitler señaló por mostrar a una judía en pelota. Como muchos judíos europeos, la huida a América fue la solución, pero también la posibilidad de ocultar, para siempre y de manera triste, el origen étnico.
Rebautizada Lamarr en el transatlántico que la llevaba a Hollywood, la exótica preciosidad fue tan impactante que el público enmudeció cuando la vio en Argel, debut en el cine norteamericano, y las otras actrices copiaron su maquillaje y su peinado con la raya en medio.


Pese a que devino en una estrella inmediata, Hollywood nunca supo bien qué hacer con ella y la colocó en papeles decorativos, con tendencia al rídiculo. Su indígena Tondelayo de White cargo estaba diseñada para disparar libidos, hacer olvidar la guerra e irritar a los críticos; pocas mujeres levantan cabeza en sus carreras artísticas después de esas intervenciones.
Pétrea, inexpresiva, más bien tonta. Nadie dudaba de su belleza, pero el talento brillaba por su ausencia. Esa era la palabra que definía a Hedy: parecía ausente, que no estaba allí. Se aburría de muerte, dijo con el tiempo, y nada de lo que le ofrecían le permitía demostrar sensibilidad, corazón o compromiso.


En las décadas venideras, la carrera y reputación de Hedy Lamarr atravesó todos los caminos por los que pagan peaje las estrellas. Su veleidosa vida privada – Hedy se casó siete veces -, sus adicciones, su necesidad de que la tomasen en serio más allá de su imagen, la última parada en la televisión, algún que otro escándalo, más de una tensión familiar y, como colofón, un retiro que se convirtió en reclusión absoluta para las cámaras del mundo y hasta para su familia. Hedy pasó sus últimos años comunicándose con sus familiares a través del teléfono. No quería que nadie la viera. 
Sucedía cuando yo era niño y veía Sansón y Dalila. O cuando era adolescente y la redescubría en Cenizas de amor. Hedy salía en la televisión, pero nunca a la calle. 
Sólo cuando escribí un post sobre ella hace una década, descubrí una faceta de Hedy que ignoraba, algo que, en todo ese periplo de su vida, la diferencia del resto de relatos de gloria y caída de las estrellas hollywoodienses. Hedy Lamarr fue inventora.
Se cuenta que, en una cita con Howard Hughes, pasaron de hablar de amor a diseños de aviación, pero fue en 1942, cuando, plantada en frente de su amigo, el músico George Antheil, le comunicó su brillante idea. 
El trayecto de los torpedos que enviaban los barcos de guerra podía ser fácilmente interceptado por los nazis y, por ello, desviado de su objetivo. Era posible que esa comunicación entre el barco y el torpedo se tocara como un instrumento, a través de un salto de frecuencia. Hedy tuvo la idea, George la dibujó. Presentaron la patente al Ministerio de Defensa, que la archivó y no dio ningún crédito a sus inventores, que jamás vieron un centavo.


El salto de frecuencia comenzó a utilizarse durante los años cincuenta y alumbraría un paso importante en la era de las comunicaciones. Fue esencial para la seguridad informática en la concepción del Bluetooth y el WiFi. 
Hedy, la bella, fue más que Dalila. Fue una de tantas mujeres en la oscuridad que abrieron caminos en la ciencia. 
En una entrevista televisiva de los años sesenta, Hedy ya manifestaba su deseo de que se la conociera más allá de su imagen, pero parecía la clásica sex symbol que pide que no la llamen boba y resulta aún más boba. Hollywood nunca tuvo ningún interés en decir que una de sus beldades era una mujer inteligente; prefería insinuar en notas de cotilleo que la sensación de las pantallas había aparecido desnuda en una película europea para deleite de los escandalizables antes que manifestar que mataba sus ratos libres inventando cosas.


“Es muy fácil ser una mujer glamourosa. Sólo tienes que estarte quieta y parecer estúpida”, dijo ella, adelantando la revisión a su biografía que ha sido obligada en las últimas dos décadas.
Murió con el consuelo de haber sido celebrada y premiada por la comunidad científica en sus últimos años y, humilde y enternecedora como siempre, sólo dijo que se alegraba de que su idea fuera buena para la humanidad. 
Hoy revisitada y homenajeada, buscada en todos los aspectos de su apasionante vida, y pronto biografiada en inminente miniserie, Hedy es también la responsable de mi regreso a la escritura.


Veía yo el documental Bombshell: The Hedy Lamarr Story y oía su voz al final del documental narrar en una grabación los mandamientos paradójicos de Kent M. Keith, que, de manera tan emocionante, cuentan su vida, frustrante y, aún así, infatigable. 
Nada está garantizado en el camino: ni el reconocimiento, ni la consagración, ni la propia satisfacción, ni siquiera llegar un día hasta donde queremos. Todo se puede destruir, todo puede ser robado, malentendido y menospreciado. Pero ofrecer lo mejor que tenemos y no parar de construir, de inventar, de pensar, de crear, es el deber sagrado de todo los que nos quedamos contemplando las cosas y las personas con una mirada prendida a un pensamiento y una inquietud.

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