martes, 1 de junio de 2021

Deseo



Esta es una historia sobre el deseo. También sobre el amor y la literatura.
Comienza cuandoun grupo de neurocientíficos reveló la sucia verdad: el sueño no tiene significado. Sólo es mal funcionamiento del cerebro, basura de un órgano en reposo.
En siglos pasados, el sueño tenía la clave de la psicología, la contraseña de la personalidad, el caldo del trauma. En tiempos remotos, se le dio al sueño del mortal una condición adivinadora, llena de auspicios y símbolos. 
Así, con el término "sueño", se rebautizó cualquier esperanza, cualquier futuro mejorable. Tengo el sueño de que la guerra se acabe, tengo el sueño de volverlo a ver, tengo el sueño de escribir, esta vez para siempre.
Dicen que la muerte es el sueño eterno. Dicen que lo que llamamos "sueños" son nuestros más nobles deseos. La muerte, el deseo. Dice cierto personaje legendario: "La muerte... lo contrario es el deseo".
Deseo es una palabra más correcta que sueño. Esta historia comienza cuando no sueño, sólo deseo. 
Porque la muerte es ignorar los deseos. Mi muerte ha sido hacer lo contrario. Mi muerte ha sido creer que no lo deseo.


Deseo el amor y deseo la literatura. Pero, durante los últimos años, me he convencido de que podía vivir sin ejercerlos, disfrutarlos desde el punto de vista del espectador, del lector, a una profiláctica distancia. Que otros amen, que otros escriban. Me sentaré a ver los encuentros sexuales de los bellos del porno gay, me emocionaré con las historias de amor del cine clásico. Lejanos, petrificados, perfectos. 
Leeré, leeré muchísimo, me dije, impregnado de literatura, de las grandes obras, de los pensamientos más elevados, de las vivisecciones de la condición humana en nombre de la ficción. Apuntaba cada libro terminado en una lista como quien mata a alguien más y contempla el cadáver con orgullo, porque no ha deseado otra cosa que asesinar.



Así vivía, así sentía, así deseaba. Ignoraba el deseo hasta que comprendí que todos los pasos que he dado no han sido precisamente para matar esas ganas de amar, esas ganas de escribir, sino, oh, ironía, para crear el escenario perfecto y volver a hacerlo. Luchaba contra el deseo, decía, cuando caminaba a reconquistarlo. El deseo es un país, la muerte es quedarse en casa.
El amor, ¿existe de verdad o es una invención del cine, de la literatura?. Definamos hoy el amor, mis ganas de amor, como la sed de besar. Es la sed de todas las mañanas, esas que me invaden y no me dejan apenas levantarme de la cama. ¿Quién duerme a mi lado mientras sueño que se esfuma porque no existe, pero deja ese vacío cuando despierto, cuando el cerebro recupera su adecuado funcionamiento? El vacío que me estrangula, estirado a las siete de la mañana como dos manos que pretenden asesinarme, porque la muerte, el deseo, opuestos, viven y duermen juntos. ¿Quién dormirá conmigo? 
Me da asco el amor, dije, no existe, las relaciones son un invento que aniquila la vida, la iniciativa, los sueños que son deseos. Odio a los hombres, están muy buenos, pero mejor estoy solo. Los que son malos son malos. El que era bueno fue el peor.
Cualquiera que se acerque acabará con mi estabilidad y no valdrá la pena. Ni siquiera será un huracán que traiga una historia maravillosa. Será un nubarrón que devuelva una sensación plomiza, un cuento inacabado e irritante. Las historias de la vida no tienen final, ni demasiado sentido, a menos que se adornen un poco. 
Dije que era mejor no vivir. Para eso están las películas, que tienen significado. Para eso, está el porno gay, que no huele. Todo lo que quiero está a razón de un mando a distancia. ¿Para qué complicarse si ya no existe el aburrimiento? 
Cada mañana, mi convicción se agota cuando el estrangulamiento comienza. El vacío de la almohada de al lado. Y entre película y paja, me digo que algo falta. Nada menos que lo que más deseo en el mundo.



Una vez escribí: "La literatura es como el amor, no hay triunfo mayor." Cuando estudiaba oposiciones, cuando hacía mudanzas interminables, cuando esperaba – y deseaba – el momento de arrancarme a escribir todo lo posible e imaginable, me decía: "cuando empiece a escribir, no pararé".
El escenario estaba listo. Tardes libres, seguridad económica, tranquilidad, un piso para mí solo, un escritorio, un ordenador. Y el deseo, claro.
Pero es como el amor: demasiado doloroso. Deja en evidencia. Puede ser un idilio de un día, de un mes, de un año, pero acabará. Acabará cuando aparezcan las deficiencias, las deudas. Acabará cuando me repita que debería haber empezado antes, que nunca debí parar. 
Más que el amor, escribir es como un gimnasio. El primer día, te quieres morir. Al segundo, vas con intriga. A la semana, lo odias. Al mes, buscas días libres. Sólo si superas todo eso, te vuelves adicto. Escribir es levantar pesas: una agonía que se transforma en un placer cuando estás hecho el fortachón del barrio.
Que escriba en el blog es bueno. Que escriba en Word es lo esencial. 
No entiendo por qué en Blogger me brota la sinceridad que me cuesta hallar en cualquier cosa que escriba en Word, del mismo modo que el sentido del humor me salta solo en Facebook y desaparece en los más bien lamentosos escritos diarios. 
¿Por qué extraño motivo me resulta más fácil desnudarme en público que hacerlo en privado? Será que escribir para mí mismo es ponerme delante de un espejo donde me miro, en silencio. En el acto de escribir para los demás, serán los otros los que me vean y sus risas o exclamaciones serán como bulliciosas celebraciones que barrerán bajo la alfombra y acallarán cualquier defecto que una clínica mirada del espejo no pasaría por alto.


Escribir es complicado, me digo, me repito, y paso las páginas de los libros de otros, que encontraron el momento, la energía, el auspicio, aun bajo guerras, epidemias o escasez de tinta y pluma. ¿Es la desgracia lo que me falta para arrancar este bólido del escribir y no parar? Eso es un tic romántico: eso de "necesito sufrir para prosperar". Y, como todos los tics románticos, conviene ignorarlo para seguir adelante.
No sé lo que quiero escribir. Esa es la verdad. Lo dice Fellini en “8 y Medio”: “No tengo nada que contar y quiero contarlo todo”, en una película que, bajo toda su parafernalia, no cuenta nada y lo cuenta todo.
Si espero a que las Musas desciendan sobre el sofá que me mantiene cautivo, siempre entretenido, sobre la vida poco veleidosa, aunque agradable, que llevo, sobre los sueños que no significan más que el desecho de un órgano en descanso, sobre las mañanas en las que el deseo fagocita al deseo, aparecerá lo que más temo: que llegue la Muerte y no haya escrito nada.
Me importa lo justo la trascendencia. Lo que me importa es desaprovechar la vida. Lo tuve: el talento, la juventud, el corazón. Y por miedo, lo desperdicié. Pienso en esa frase que hace llorar en “Llámame por tu nombre”: Oh, what a waste. Oh, qué desperdicio. 
No amaste más porque te rompieron el corazón. No escribiste por temor a no ser demasiado bueno. Y aunque deseabas el amor y la literatura, una y otra vez, dejaste morir los deseos, porque lo más que queremos es lo que más complicado nos resulta. Lo que nos puede dañar de por vida. Lo que odiamos por todo lo que supone. El esfuerzo, la lucha contra uno mismo, el escarpado precipicio de la existencia. 



En los últimos años, no he amado nada, no he escrito nada. Y, como Jude el Oscuro ante el mundo universitario, ese que lo elevaría por encima de la mediocridad, apoyo mi cara sobre la piedra fría del venerable edificio con anhelo, y no pasa ni el deseo ni la muerte, sino lo que pasa, siempre, sin poder evitarse: el tiempo. Ese es el enemigo, esa es la angustia. No puedo malgastar más el tiempo difiriendo la realización de mis deseos. Culpo a la vida de ser incompleta e inconveniente, culpo a los demás de ser cínicos en tiempos cínicos, me culpo del tiempo perdido y nunca recobrado. 
Sé bien, porque lo aprendí, que nunca es tarde ni pronto. Si empiezo hoy, un surco en el vasto campo de mis deseos será sembrado. Si consigo cuidarlo, con el esfuerzo del pobre campesino que en tiempos construía una subsistencia frente a la implacable Naturaleza, el maizal de mis anhelos podrá llegar un día a la altura de mis codos, tras resistir tormentas y frustraciones. 
He conseguido muchas cosas estos años – superar adicciones, ponerme en forma, aprobar las oposiciones, hasta volver a vivir en Madrid cuando creí que no volvería nunca – y no ha sido fácil. Ha costado años, lágrimas, y nada de eso lo deseaba tanto como lo que deseo ahora, como lo que deseo siempre. Todo lo que he conseguido ya, insisto, estaba hecho para crear el escenario perfecto.
Prometo que perseveraré, escribiré todos los días, me lo repito. Siéntate a escribir, hazlo, es lo más importante, es un regalo, es un viaje. Ama y tendrás historias. Apaga la tele y tendrás la historia. 
Me cuesta horrores y busco las excusas, las dilaciones. Ojalá pudiera inyectármelo en sangre, volverme loco de pensar en dejarlo ahora, tras la convicción, tras esta historia de deseo, amor y literatura. Ojalá, ojalá, digo, mientras camino por el maizal de mis sueños defectuosos, de mis auspicios de días fructíferos. 
Ojalá, ahora sí, escriba. Y termino por hoy.


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