miércoles, 9 de junio de 2021

Ese Libro, Aquella Película: El valle de las muñecas

 
Nuestra protagonista del post anterior, la bella e inteligente Hedy Lamarr, declaró en cierta ocasión que estaba segura que los buenos papeles en Hollywood se le negaban porque nunca accedió a acostarse con Louis B. Mayer, el jerarca de la Metro.
La protagonista de nuestro post de hoy – o una de ellas – sabía bien de esas dinámicas que se vivían en los despachos de los poderosos de Hollywood y, en plena década de los sesenta, perpetró el best-seller chismoso por excelencia: El valle de las muñecas
Jacqueline Susann había probado suerte sin conseguirla en el mundo del espectáculo y, decidida a pasar a la inmortalidad, agarró la máquina de escribir y recicló historias secretas del viejo Hollywood con los nombres cambiados. 
Es el más inefable ejemplo de roman à clef – novela en clave -, porque no había que ser listo entonces para dilucidar que, bajo las “muñecas” de Susann, se encontraban las figuras de Judy Garland, Marilyn Monroe o Ethel Merman, entre otras desdichadas señoras del show business de la época. 


Sucedía en una era de desmitificación del viejo Hollywood y El valle de las muñecas formaba parte de esa intención destructiva, hoy habitual en la prensa de espectáculos y los programas del corazón: con una obsesión generalizada por la fama y la celebridad, se airea la verdad de que las vidas fabulosas pueden ser las más sórdidas. 
La ansiedad de las protagonistas de El valle de las muñecas, explotadas por los hombres en los despachos y en las camas, sojuzgadas por su aspecto físico, temerosas del paso del tiempo, se sofocaba con un paseo rápido a la farmacia y se ventilaba entonces el tic favorito del buen ciudadano occidental: resolverlo todo con píldoras.
Dolls era el nombre que se daba a las cápsulas que tomaban las señoritas con discreción desde sus diminutos bolsos. Se trataba de súper adictivas pastillas estimulantes o relajantes, según el momento del día o el grado de tensión.
El personaje central del libro, Neely O'Hara, acaba desarrollando una adicción devastadora, que le cambia el carácter, destruye su talento y tira por la borda su carrera, en una espiral autodestructiva con parada en pavorosos sanatorios.


En el momento de publicación de El valle de las muñecas, esto era nuevo para la sociedad consumidora de libros fáciles y películas enormes, la misma que demandaba sexo y violencia en las letras y las pantallas. 
Es significativo que esta novela se publicara en 1966, el año de la caída del código de censura Hays.
El valle de las muñecas fue un éxito sin precedentes por su generosa ración de chisme y por su concuspicencia, pero también por la avasalladora personalidad de Jacqueline Susann que, vestida, empelucada y, según cuentan, drogada como un personaje de sus historias, se lió la manta a la cabeza y, del brazo de su marido, el publicista Irving Mansfield, desplegó la campaña de publicidad más efectiva y vergonzosa que se había visto en el mundo editorial hasta la fecha. 
El libro entendido como mercancía se abría paso y los críticos la estaban esperando a la vuelta de esquina con un buen mazo. Valley of the Dollars se rebautizó a toda la operación.


Jacqueline Susann se figuraba como una nueva Émile Zola, incomprendida en su momento, ajusticiada por polémica y visceral, mientras la inmensa mayoría de los expertos lanzaban El valle de las muñecas al retrete con la etiqueta de trash. Opiniones literarias aparte, una cosa quedaba claro: era una novela que, una vez comenzada, no podía parar de leerse. 
Escondido y devorado por toda América, El valle de las muñecas asoma hoy como un testimonio indignado, furioso, sin concesiones, que denuncia el tratamiento al que son sometidas las mujeres en el mundo del espectáculo, por lo que se ha considerado como protofeminismo. En su moralina es donde el feminismo no está tan claro, ni tampoco en su descripción del sexo como algo aberrante para las mujeres si no hay sentimientos de por medio.
En cualquier caso, El valle de las muñecas es más bien una pieza icónica de los años sesenta, un delirante ejemplo de cultura basura y una novelucha aún tan devorable como el primer día. 
Volvemos a 1966, porque Hollywood llama a la puerta de la Susann. El cine quería adaptar el fenómeno editorial de moda con verdadera sed de dollars.


He escrito en muchas ocasiones sobre El valle de las muñecas, la película. Desde que la vi en un pase televisivo a mediados de los noventa, se convirtió en una obsesión, que aún no ha terminado, sirva este post como irrefutable evidencia. Hay dos hitos milagrosos en mi vida: cuando descubrí que el mundo estaba lleno de homosexuales y cuando descubrí que el mundo estaba lleno de homosexuales que amaban El valle de las muñecas. No estaba solo. 
Siempre pensé que esas películas de madrugada, olvidadas en el baúl de los recuerdos y de las que, en tiempos pre-Internet, costaba tanto encontrar información, eran cosa de mi sola veneración. ¿Quién estaba despierto a esas horas para verlas o grabarlas?. 
Ignoraba entonces que mi fascinación por una película de calidad tan, digamos, cuestionable venía después de su reevaluación como un clásico camp.


Camp suele etiquetar el estilo decadente, que suscita un comentario irónico; por extensión, se ha venido calificando como camp lo excesivo, lo afeminado o lo que escapa a toda realidad, lo que vive únicamente en el mundo mismo de las películas. No es extraño que muchos clásicos camp estén ambientados en Hollywood: toda su lógica sólo se puede entender desde el cine y de los que consumen cine. En el caso de El valle de las muñecas, de los que consumen cine clásico, porque es una última parada de ese modo de hacer películas, una degeneración, una acumulación desternillante de clichés que pretende emocionar y sólo consigue hacer reír o sonrojar.
Ya se vivió a su estreno. En el momento en que la desgraciada Neely O'Hara se arranca a cantar una canción en el recreo del sanatorio en el que está ingresada, Tony Polar, su viejo compañero de escena, ahora en una silla de ruedas por una enfermedad degenerativa, sale de su catatonia moméntanea para acompañar a Neely en un dueto. En los previews de la película, las risas no se hicieron esperar. Es la escena de lacrimogenia más lamentable de la historia de Hollywood y la prueba de que lo que podía conseguir con creces en otro tiempo había dejado de hacerlo. Ni emocionaba ni convencía. 



El libro de Stephen Rebello, Dolls! Dolls! Dolls!, publicado hace dos años, cuenta muchas cosas sobre la novela y, sobre todo, sobre cómo se hizo "la mejor peor película de la Historia". 
Muchos interrogantes que siempre he tenido han encontrado respuesta en este ensayo que he devorado como si estuviera leyendo a la Susann. 
La respuesta de Rebello es simple: se trataba, sin duda, de Valley of the Dollars.
Adquirida por la Fox en un momento de máxima tensión en el estudio, El valle de las muñecas fue una cuestión populista por una productora que había pastado en valles más verdes. 
Richard Zanuck sustituía entonces como mandamás a su padre, el mítico Darryl, cuyos excesos lo habían obligado a retirarse en París. Entre los excesos, se cuentan lo que podría relatar la misma Jacqueline Susann en cualquiera de sus novelas: promocionar a sus amantes como estrellas con desastrosos resultados. 
En Dolls! Dolls! Dolls!, se recogen testimonios de que la Fox tenía lugares especiales de encuentros entre directivos y starlets, en un panorama que, en tiempos del Me Too, no soportaría una somera investigación.
En la última planta del estudio, el colosal desastre de Cleopatra y el inesperado exitazo de Sonrisas y lágrimas tenían al joven Zanuck en un absoluto desconcierto. La mentalidad industrial le llevaba a repetir lo que había triunfado, pero el resultado sería una sucesión de fracasos que llevaría finalmente a una legendaria reunión de accionistas en la que Darryl despidió a su propio hijo como jefazo de la Fox.


Antes de ese suceso, llegó El valle de las muñecas, libro manoseado, señalado como sucio, un festín que Richard Zanuck veía como un negocio seguro. 
Sorprende descubrir que fueran tantas las actrices de Hollywood deseosas por interpretar a las muñecas. La autora Jacqueline Susann tenía en mente a nombres como Barbra Streisand, Bette Davis o Elvis Presley para incorporar a sus personajes.
El trío finalmente elegido, hoy icónico, no era lo más granado; quizá para conectar con ese público juvenil al que Hollywood vive subordinado, se eligió a tres jóvenes y frescas beldades, dos de ellas populares gracias a la televisión. Starlets para interpretar a starlets.


Pero el momento más recordado en la producción de El valle de las muñecas fue el desembarco de Judy Garland y su posterior, casi inmediato despido. 
El libro de Rebello insinúa que todo estaba premeditado, un ardid publicitario para acrecentar el morbo: el personaje de Neely O'Hara estaba obviamente inspirado en Judy. 
La humillación de la Garland, que nunca volvería a participar en una película, se condimentaba con los rumores de que estaba puesta de dolls y más cosas hasta las cejas durante el rodaje y por ello fue cordialmente puesta en la calle.


Las tensiones en el rodaje se sucedían y las actrices, cada vez más nerviosas, señalaban al gran culpable: el director Mark Robson.
Lo más notorio de El valle de las muñecas es lo mal dirigida que está. Siempre he considerado que se debía al desfase entre la fría, clásica dirección de Robson y la sordidez pulp de Susann, pero el propio Robson había salido indemne de ese mismo choque en aventuras parecidas, como Peyton Place o Desde la terraza. Precisamente por estos títulos fue llamado a dirigir El valle de las muñecas
Según el ensayo de Rebello, su trabajo con los actores fue demencial por distante y cruel, más preocupado por el cronómetro que tenía en la mano – no en vano, empezó como montador en la RKO – antes que en sofocar el desconcierto del equipo ante lo que comenzaban a ver como un bodrio en construcción.


Robson no estaba interesado en la película más que en un paso para producir y dirigir la siguiente; era un trabajo, un modo de ganar dinero y así despachar el rodaje de la manera más rápida posible – él ya se había asegurado parte en los beneficios – , condimentado con una negativa rotunda a comprometerse emocionalmente con lo que estaba rodando.
Es esta la clave que no hallaban los jerarcas de los estudios. El público no había cambiado, lo que había degenerado era la mentalidad empresarial de los que trabajaban en Hollywood. Siempre lo hicieron por dinero, pero ahora no se preocupaban por el modo honesto de ganarlo – ni lo harían jamás – y cambiaron calidad, finura y buena artesanía por rapidez, publicidad y sensacionalismo como modo de atrapar a los públicos.


En el caso de El valle de las muñecas, estrenada entre risas y abucheos, denostada por toda la crítica, el resultado fue una dolorosa evidencia en ese sentido: a pesar de los pesares, todo el país fue a verla.
Su aureola de prohibida, sus momentos de (hoy pacato) atrevimiento y la incesante campaña publicitaria obraron que una película espantosa, amorfa, apenas inteligible, mal dirigida, mal escrita, mal montada – y todo por expertos profesionales – se encontrara entre lo más visto del año.


¿Y qué hizo Richard Zanuck, visto el resultado, leídas las críticas, observado el sonrojo entre sus colegas, oída la ira de Jacqueline Susann ante lo que habían hecho con su novela? 
Mentalidad industrial: ¡una secuela!  
Para asegurar aún más el beneficio, contrató al erotómano Russ Meyer para que, en lugar de una segunda parte, se marcase una parodia bien pechugona: Más allá del valle de las muñecas, que llenó también las salas y por parecidos motivos a los de su modelo.


Secuelas, imitaciones, otros best-sellers calientes y sus adaptaciones cinematográficas y televisivas llegarían bajo el mismo signo y aureola: riqueza material, ambiciosas mujeres, romances frustrados, pelucas al viento. 
El valle de las muñecas fue también abuelita en tono e intención de las soap operas de los ochenta, los programas del corazón y los reality shows. Discusiones, celebridad, mujeres desesperadas. 
Aunque el libro permaneciera olvidado entre las décadas - es todo un hit en las librerías de viejo, de lo mucho que es desechado - y la película se emitiera en 1996 a las 5 de la madrugada, su espíritu pervivía. 
Y su título me fascinó lo suficiente para programar el VHS aquella noche.


Hay algo que echo en falta en el magnífico ensayo de Stephen Rebello: por qué, a pesar de todo, la película de El valle de las muñecas conquista y seduce. A mí y a otros muchos, después de tantos años y por motivos distintos a los que acudieron a verla en masa en 1967. 
No soy amante de las ineptitudes cinematográficas ni de las reevaluaciones irónicas. Me gusta el cine bien hecho, bien contado, bien apasionado, y la cultura basura me aliena – el cine del citado Russ Meyer, por ejemplo, no me gusta -, pero El valle de las muñecas vive perenne en mis favoritas. 
Ya lo he dicho: desde que la vi, sin saber nada de ella, más que una breve crítica de Leonard Maltin que la llamaba “terrible”, la llevo en la boca y en la mente como un mantra, un padrenuestro, un Valle Mío, lleno eres de muñecas.


El atractivo de la película se dice hasta incógnita para mí cuando la reviso. Es una cosa a veces fea y aburrida y, de repente, se vuelve bella, hipnótica. En su condición de desaguisado, de cosa a medio hacer, tiene algo de lo bueno del viejo Hollywood justo cuando se estaba hundiendo. Debe ser la hermosura del naufragio, la energía particular del melodrama clásico que permanece entre una casi absoluta esclerosis.
La interpretación de Patty Duke, lo más comentado y parodiado del film, tanto que acabó con su carrera en el cine, está en cualquier anal de lo histriónico y suele citarse como el ejemplo de lo que jamás debe hacer un actor. 
Pero es ella la que hace inolvidable la película, interlocutora válida de cuando la serenidad y la mesura no son suficientes y conviene desmelenarse y gritar por la gloria perdida en los callejones, incluso bajo temible pelucón.


El tono camp, que no por casualidad etiqueta a los ademanes afeminados, puede explicar el hilo que mantiene con el público gay, pero también diría con cualquier cinéfilo con sentido del humor. 
Como señalé, es una película embebida del exceso de hacer demasiadas películas y de consumirlas. 
Sus clichés, sus delirantes diálogos, sus giros – las sillas de ruedas, los manicomios, la pelea de gatas -, sus entrañables y patéticas aspiraciones de volverse moderna – el anuncio Gillian, el móvil psicodélico que se torna maraña en el escenario de la diva – y, al mismo tiempo, su candor, su ingenuidad, su romanticismo, su glamour, su imposibilidad de dejar de ser antigua; todo eso y mucho más forma parte de la leyenda de El valle de las muñecas y de mi relación amorosa con ella.


Ya no las hacen así, decían los nostálgicos cuando veían clásicos del cine en la televisión. 
Con El valle de las muñecas, podría decirse que es verdad, que ya tampoco las hacen así. Hasta para la ineptitud y las ansias de forrarse, el fulgor era otro.

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