jueves, 24 de junio de 2021

El Trotalibrerías: El tiempo, al fin

 
Entre varios libros de mi tardía infancia, si pasamos las hojas, encontraremos una pequeña ficha que yo solía introducir cuando la novela me aburría o me costaba entenderla. 
Con la eficiencia de un futuro administrador y el arrepentimiento del que no gusta dejar tarea inacabada, escribía en esa ficha el título del libro como encabezado y, a continuación, el siguiente texto: "Este libro se ha leído hasta aquí. Próximamente, se terminará de leer". 
Había una promesa: "Se terminará de leer". Había una invitación a un tiempo inconcreto: "Próximamente". 



Próximamente. ¿Cuánto tardé en volver a esos libros, en terminar de leerlos, en cumplir esa vaga promesa? Treinta años. Próximamente, dentro de tres décadas. 
Regresando a los libros que nunca leí y a los que no terminé, me tropiezo hoy con esa fichita, vestigio del pasado. Como todo pasado, parece fue ayer. Como todo cálculo de tiempo, propicia la ansiedad del que contempla la extensión de un desierto, a pesar de que lo acaba de cruzar.
Y la pregunta: ¿Qué ha sucedido en todo este tiempo? ¿Lo he aprovechado? La primera sensación, la más angustiosa me lleva a pensar que lo he malgastado. 
El reloj no se detiene y a mí las horas se me derriten entre las manos.


En los libros, vive el tiempo. Detenido, porque testimonian el pasado. Vivo, porque cuentan historias vigorosas que suceden y, quien las lee, participa de ellas, como si estuvieran ocurriendo al mismo ritmo de la lectura. 
Tic tic. Hacen falta horas para leer los libros del mundo. Vidas enteras. Un vistazo a la literatura universal es salir despedido al espacio. Llegaré al final cuando mi nieta cumpla cien años. 
El tiempo, el pasado, el presente, el futuro, el sonido de los relojes. Es tema crucial de los grandes libros. Hablan de la condición humana, del dinero, de la muerte, de los sentimientos. También del tiempo, de lo que fue y lo que nunca pudo ser y lo que jamás será. De la obsesión de los humanos por enmendar los errores del ayer y de la irremisible tendencia a repetirlos. De la perpetuación de la vida en los descendientes, con todo lo sublime y lo horrible que conlleva esa idea. De retrasar lo más posible la hora de la muerte, porque es la única constante que indica que el tiempo, de verdad, existe; al menos, en nuestra noción; al menos, para lo que significa. Que somos limitados y terminaremos algún día. O en cualquier momento.


La literatura vivía tan constreñida por la variante tiempo, por el modo racionalista de concebirlo, cual línea rígida, determinada por la existencia invariable de los seres vivos, que la novelística moderna aspiró, ante todo, a romper ese corsé victoriano. El tiempo era extraño. Bastaba que la Física se pronunciase al respecto y dijese que el tiempo no era como nosotros, pobres animales, lo concebíamos. No era una flecha de hierro, sino una reverberación digna de la más rizada espuma del mar. 
El tiempo se escapó por la ventana de la narrativa y los saltos cronológicos y las confusiones de años y hasta siglos llenaron las páginas de las novelas más arriesgadas. Los personajes vivían atrapados en el pasado, perdidos en la geografía, desolados después de cien años, mientras los narradores inspiraban su autobiografía en el olor de una magdalena. 
Conjurado el tiempo en el humo de una taza, como si el oráculo prefiriese ahora descifrar el pasado.


El tiempo es extraño, sí. Siento que fue ayer cuando incluía esa fichita entre los libros inacabados, porque soy el mismo. La similar aflicción ante lo que no consigo terminar, cierta culpa, y, a la vez, la excesiva esperanza en el mañana. 
Sentimos que el pasado es glorioso y traumático a la vez, que el presente es monótono y el futuro, terrorífico por incierto. 
Sentimos que los años donde la vida era más rutinaria y aburrida pasaron más rápido, porque el recuerdo los borra de un plumazo. No hay nada interesante en ellos. Los días aburridos componen años fugaces, por la equívoca percepción de la memoria.
Sentimos que este año de pandemia y colapso es un año perdido, malgastado, interminable, pero lo recordaremos más que ningún otro.
El tiempo y el recuerdo. Los concebimos inseparables, como dos Dióscuros que se van a dormir cuando llega el amanecer, pero no hay relación más conflictiva e imposible. Mientras el tiempo bordea la existencia humana y la contempla, el recuerdo lo reinterpreta todo, para dar una narrativa inteligible a lo que vivimos y no llegamos a entender. Selecciona, inventa, olvida. El recuerdo es pura literatura.


La mayoría de las novelas se cuentan desde los recuerdos. Los escritores, grandes sentimentales, acuden a la etimología de la palabra. Recordar es volver a pasar por el corazón. 
El tiempo sólo observa el procedimiento. Su indiferencia, la que tiene cualquier reloj, es implacable como el Universo.
Los poetas se entusiasman con los hallazgos de la Física y, en lugar de aspirar a entenderla - quién la entiende -, se quedan con la estética del tiempo como un folio que se dobla, como la fichita de mis libros si ésta se abarquillara entre dos páginas y no quedara claro hasta donde leí.
Nuestras vidas son un tiempo prestado. El tiempo ya lo vivimos, quizá sólo repitamos una obra de teatro, un sueño, una condena. Somos los espectros de nosotros mismos, contemplando ahora nuestras vidas y nuestros tiempos perdidos. Cuando un fallo del cerebro provoca el deja vu, decimos: esto lo he vivido antes. 
Pero el reloj marca un minuto más y toda esta fantasía se deshace.


Pienso que el tiempo es un mayordomo inglés. En la literatura y también en el cine, suele aparecer como la representación perfecta de lo que entendemos por el paso de las horas. Su actividad diaria está fundamentada en la estricta puntualidad. A cada hora, un quehacer, una preparación, un evento. Es invariable, como los viejos relojes que contempla para darse prisa o retrasar sus pasos. Toda la actividad es una repetición de ritual, en el que la hora, el día o la ocasión extraordinaria están calibradas al milímetro. Trabaja desde que sale al sol hasta que se apaga la última vela. El tiempo no importa cuando dormimos. 
Y nunca cambia. Es la necesidad de controlar la existencia hasta el punto de convertirla en una fórmula. Años y años idénticos, rutinarios, fugaces. Los treinta años de la ficha olvidada en el libro no son nada para este mayordomo. 
La vejez, el cansancio, la muerte serán lo único que acabe con esa estricta rutina basada en una aprehensión del tiempo para evitar el desorden, el caos, la catástrofe. Todos los días iguales, todas las tareas cumplidas. 
El tiempo bien empleado de este mayordomo es, de manera irónica, el tiempo más malgastado del mundo.


La ficción gusta de las brumas del pasado, que se apartan para enseñar torvas mansiones góticas o calles de posguerra en la que juegan niños.
Pero el pasado no es brumoso. Es abrumador. Lo tenemos presente en cualquier actividad cotidiana, es el corto yugo que nos impide avanzar o el combustible acelerante que nos lanza a tropezar con la misma piedra. 
El pasado provoca en mí nostalgia, pero también fastidio. ¿He malgastado el tiempo?, me digo, y tengo que hacer narrativa de mis años para irme a dormir con el pensamiento de que he vivido de manera intensa, pensamiento que es como la caricia de una madre. Todo está bien.
Vivo y existo con la sensación contemporánea de que, a pesar de haber visto y vivido, aún empleo mal mi tiempo, calculo con error mi ocio y postergo lo productivo. Dicen los artículos de la psicología al respecto, que, al igual que las percepciones equivocadas de la memoria, los que sufrimos de esa ansia somos unos exigentes, unos estresados, que hacemos más de los que nos damos crédito y que bien nos valdría estar al menos media hora diaria con la vista en la musaraña. Apuntar en una lista e ir tachando para tener una prueba de nuestras victorias es lo que recomiendan los expertos.
Siento que pierdo el tiempo todo el tiempo. Me culpo por tardar treinta años en leer un libro. Me fustigo con los días y noches perdidos frente al televisor, en compañía de gente sin interés, acodado en barras esperando a no sé qué.
Pienso en el tiempo y digo: sólo siento que no lo pierdo cuando escribo o cuando amo, porque me siento participante activo, no ese fantasma que contempla esta existencia y pasa de puntillas, mientras el reloj no se detiene. 
¿El mayordomo inglés necesitaba crear, necesitaba amar? Cualquier cosa que hubiese hecho que no hacía habitualmente podría haberle dado un aire distinto a una existencia repetitiva. Es lo que no hacemos lo que tiene la garantía de lo excepcional a nuestros ojos, a nuestra eterna insatisfacción. A lo mejor, el mayordomo inglés sólo necesitaba variar el orden de sus tareas diarias o llegar tarde o demasiado pronto. Hubiese pensado entonces que, de verdad, estaba vivo.
No sé si necesito escribir o enamorarme para sentir que el tiempo no pasa en balde, pero apuntar en una ficha figurada algo como "Próximamente, se empezará a vivir" hace reír a todos los relojes.


Aún así, he descubierto hoy que la manera de ganar tiempo, que el día cunda, que las palabras broten y que las ansiedades se calmen, pasa nada más que por apagar el teléfono móvil. Ese bicho se come las horas y las impacienta. Vuelan con sus demandas de atención y, a la vez, las eterniza al hacernos esperar por las respuestas. 
Es la paradoja del mundo moderno: nos aburrimos de estar siempre entretenidos. Así que hoy martillo al aparato.
Sin perder un minuto más.

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