viernes, 17 de abril de 2020

El Trotalibrerías: La colección incompleta


Encamarado en lo alto de algún mueble de la casa de mis padres, encontrarán ustedes un álbum de fotos. Allí, en imágenes, se cuenta mi nacimiento y mi infancia. Ese álbum es una galería amable y, siempre que lo consulto, concluye que tuve una niñez feliz, privilegiada. A veces, algún gesto, una cara demasiado seria o una pose afectada delatan cierta incomodidad. La inadecuación, mi inadecuación, que explotaría en la adolescencia, definitivamente más triste y de la que conservo escasas fotografías.
En el álbum, está mi bautizo. Mi cabeza con cuatro pelos, mojada por el agua bendita. No lloré. Al lado de mis padres, aparecen mi padrino y mi madrina. Tan jóvenes todos entonces, jugando a ser mayores delante de una pila bautismal, delante de aquello que se llamaba deber.


Mi padrino es también mi primo. Mucho mayor que yo, casi veinte años, no lo sé con exactitud. Será porque era un buen chico, porque le entusiasmó tener una responsabilidad verdadera por primera vez en su vida, porque ser padrino de alguien le resultó todo un honor o porque en 1981 eso todavía significaba algo, mi padrino se tomó su papel muy en serio desde aquel día.
Me llamaba ahijado, no dejaba de telefonearme en fechas señaladas y, cuando visitaba la isla - él vivía en otra -, me iba a buscar y salíamos a pasear. Yo lo quería, me enseñaron a quererlo, él quería que yo lo quisiese. 
Entre mis pertenencias de mi infancia, había una foto de los dos. Me llevó a un estudio. Él sonreía, yo, incómodo como siempre, permanecí serio. Recuerdo la foto perfectamente, pero no el momento.
También recuerdo cuando me llevaba al parque y veía que no podía descender el tobogán, porque sentía miedo y vértigo. "Si no lo intentas...", me dijo. No lo intenté, pero se me quedó grabada esa recomendación. Cada vez que algo me da miedo, me acuerdo de mi padrino, diciéndome que me tire por el tobogán. Al final, nada es gran cosa, aunque lo parezca.
Mi padrino era de una familia más rica que la mía y nunca escatimaba en regalos. En Reyes, aparecía alguno suyo al pie del árbol, reclamando atención. Yo los miraba con suspicacia, no solían gustarme a primera vista, porque no los había pedido. Como todo el amor que me dedicaba mi padrino, me parecía excesivo, me pillaba desprevenido. 
Mi madre me decía que lo llamase para agradecerle los regalos. Yo lo hacía a regañadientes, nunca me gustó hablar por teléfono, y menos con gente que, pese al cariño, no dejaba de ser remota, desconocida.
Muchos de sus regalos aún están en las estanterías, porque, él, informado de que me gustaba leer, solía regalarme los mejores libros en ediciones juveniles fastuosas, llenas de ilustraciones. Cuando luego lo llamaba para agradecerle los presentes, me decía que, por favor, leyera Moby Dick, Capitanes intrépidos o La isla del tesoro. Las aventuras marineras que a él le habían fascinado cuando tenía mi edad.
En cierta ocasión, me regaló cuatro - o quizá cinco - volúmenes de la colección Tus Libros, de la editorial Anaya. Este post es sobre esa colección, pero permítanme antes terminar la historia incompleta de mi padrino, que, al fin y al cabo, fue el que me llevó hasta dicha colección.


Mi padrino es mi infancia. Cuando crecí, su presencia se difuminó de mi vida hasta la desaparición. Recuerdo su boda. Yo me sentía triste y desplazado al verlo casándose y, cuando vino a preguntarme qué me había parecido el enlace, le contestaba con monosílabos y sin mirarle a la cara. Creo que me dio por imposible entonces, no sin antes decirle algo al oído a su flamante esposa. Ella me hizo un gesto para que me acercase a la mesa nupcial. Recuerdo su cara bronceada, su generoso busto, sus labios y cómo me dijo que estaba dispuesta a ser mi madrina, si yo se lo permitía.
Se divorciaron un par de años después. No lo he vuelto a ver desde su boda. He tenido noticias de su vida, como él habrá tenido de la mía. El cariño sigue ahí. 
Ocupado a morir en el trabajo, volvió a casarse con otra mujer, que aportó dos hijos al matrimonio, a los que él adoptó como suyos. Se separó también de ella, pero ellos siguen siendo sus hijos. Mi padrino siempre ha hecho lo correcto. Dicen que siempre fue bueno. 
Tengo un viaje pendiente para verlo, a él y al resto de su familia, desde hace varios años. Desde que se levanten las restricciones. Cuando todo termine. 
Decía antes que unos de sus regalos de Navidad fueron unos volúmenes de Tus Libros, ediciones ilustradas de grandes obras; al contrario que otras colecciones juveniles, esta se fundamentaba en traducciones íntegras - y bastante buenas - de los originales. Era una de esas cosas que se hacían con un cuidado y un escrúpulo que hoy es díficil de encontrar.


No sé dónde comenzó mi obsesión por Tus Libros, pero me recuerdo en las librerías, con once o doce años, y apenas un hilillo de voz, de la timidez tan grande que siempre he tenido, preguntando por la colección. Los libreros se sonreían. Yo, sensible, pensaba que se burlaban de mí, un niño que leía, qué cosas, pero ahora entiendo que aquella sonrisa era de admiración, de ternura. La misma que pondría yo ahora si estuviera al otro lado del mostrador y un niño de once años me preguntase por Los últimos días de Pompeya o El barón de Munchausen.
Gracias a Tus Libros, conocí obras de aquello que llaman lo ilustre, lo culto y lo elevado, pero también descubrí el mundo, descubrí la Historia, o al menos, la vision decimonónica y romántica que se debe tener si se quiere ir con el corazón en la mano por la vida y por el arte. La África en la que pienso es la de Las minas del Rey Salomón, la Inglaterra victoriana, la de Drácula.
Leí Oliver Twist, el libraco que llevaba a cuestas en todos lados, hasta en la playa, en los merenderos, en las terrazas donde se servían papas y pescado frito. Una amiga de mis padres nos vino a saludar y miró tras la silla como yo tenía oculto el Dickens. También se rió y yo también pensé que se burlaba.
Leí Frankenstein, que me hizo temblar cuando la Criatura se acercaba cada vez más a acabar con Elizabeth. El gato negro, la inmensa fascinación por Poe y el terror, además con las ilustraciones de Harry Blake. Otra vuelta de tuerca, la primera novela desconcertante que leí. El oro, de Blaise Cendrars, que me impresionó profundamente con su relato de la avaricia y el fracaso. Robinson Crusoe, De la Tierra a la Luna, La flecha negra, La dama de las camelias.
La dama de las camelias, escalofriante historia de amor, que comenzaba con la subasta de una cortesana muerta y la visita del amante a la tumba donde yacía. 
Ya era adolescente. Cuando leí El retrato de Dorian Gray, debía andar por los catorce años. Fue el último que leí entonces de esa colección.
Quedaron muchos por leer y otros muchísimos por comprar. Seré sincero. Muchos no los terminaba, me aburrían enseguida. La prosa de otros tiempos me resultaba complicada y no le daba el esfuerzo necesario. Quedaron ahí, incompletos, algunos empezados, otros ni siquiera abiertos. Cuando quería comprar nuevos, no tenía dinero o mi madre no quería dármelo hasta que hubiese terminado todos los que ya poseía.


Las cosas que veneramos, las presencias, mi padrino, se difuminan con los años y se convierten en fantasmas que nos visitan, como en Otra vuelta de tuerca
El tiempo es lo único inmisericorde que existe en este mundo. No perdona. Tal vez porque nuestra percepción es limitada. Creemos que fue ayer y han pasado treinta años. Creemos que ha llovido mucho y seguimos siendo los mismos.
Hace seis años, volví a casa de mis padres, tras más de una década fuera de las islas. Ahí estaba la colección Tus Libros, de Anaya, testimonio de una época más simple de mi vida. Despreocupada. Entonces sólo tenía que leer. Ahora debía pensar en el futuro, qué hacer conmigo.
El refugio de esos libros, que acompañaron mi tardía infancia, que me abrigaban tanto como el embozo de la cama, no había muerto. Decidí completar la colección y también leer los libros que nunca había leído. Los tres mosqueteros, Secuestrado, El gran Meaulnes, Primer amor, La hija del capitán. Tus Libros volvieron al pie de mi cama y ahí siguen.
Leeré otros, pero siempre tengo algún volumen  de esa colección cerca. Es la calidez de lo antiguo, la vana creencia de que, aferrándome a lo viejo, detendré la vida en el punto impreciso de una felicidad improbable.


Colección descatalogada, Anaya llegó a publicar 167 volúmenes hasta principios del presente siglo. Ahora sigue editando algunos de esos títulos, pero en tapa blanda y en ediciones de aspecto más infantil. La única manera de encontrar los originales, aquellos que pedía en las librerías cuando era un niñato, es por Internet y en establecimientos de segunda mano. En los últimos años, he gastado una suma importante de dinero en adquirirlos y ahora me faltarán alrededor de unos cuarenta. 
Muchos son caros y difíciles de conseguir; no soy el único que adora y persigue esta colección.


En la última mudanza, les di la prioridad que merecen, pero me di cuenta que son el piano que me aferra a la tierra, un peso que se enreda en mis pies cual soga y me ahogará por la importancia que le concedo. No seré libre porque tendrán que venir conmigo adonde vaya. El apego a las pertenencias y el amor a las personas, cuestión de matices. 
El que se encuentra ahora en mi mesilla se llama El perfume de la dama de negro, de Gaston Leroux. Es de los que tenía originalmente, pero nunca leí. Creo que es de los primerísimos, de los que me regaló mi padrino.


Esas portadas hermosas, que invitan a la lectura tanto como entonces, las exquisitas ilustraciones, la impecable edición, la caligrafía. Me siento en casa cuando tengo un ejemplar en la mano, sosegado, en un pasado que entiendo más que el presente, en un lugar que no da el vértigo que me propicia el mañana. Encerrado, entre Tus Libros que son ahora mis libros, lejos, vuelto un niño, temeroso de lanzarme por el tobogán. El tobogán no existe, el suelo tampoco. Leyendo, disociado, y aferrándome a las cosas del recuerdo, porque las perdí una vez. La presencia de mi padrino en mi vida, el hábito de la lectura, la ingenuidad, el silencio. Todo se desvaneció entre el ruido de los años y el fragor de la actualidad, entre las demandas de la juventud y los caprichos de la vida adulta. Tuvo que pararse el mundo un segundo para acurrucarme en colecciones incompletas como quien aún espera nacer, ser bautizado y querido otra vez. 
La página en blanco, tus libros serán mis libros. Desde que se levanten las restricciones, cuando todo termine.

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