sábado, 4 de abril de 2020

Crónicas de Cinefilia: El sueño del mirón


Cuando hago el amor, mi mente abandona la cama y se sienta en el sofá más cercano. Para contemplar lo que sucede, para comprobar si es excitante. 
¿Sería más grato para mí ver lo que estoy haciendo antes que el mismo hecho de hacerlo? Sí, grabarlo y reproducirlo. Muchos ya lo hacen. Ser actores para luego mirarse. 
El cine basa su fundamento en el ojo, pero, sobre todo, en el ojo de la cerradura. Somos voyeures y espías. Disfrutamos con la contemplación de lo ajeno, pero también deseamos desenredar todos sus secretos. La prosa es amiga del chisme y el espectador pasivo es amigo íntimo del vecino que se asoma cuando un ruido se escapa de lo habitual.
El cine y todas las pantallas obligan a sentarse por un período de tiempo, que se alarga según la sesión. El espectáculo nace con el ser humano, pero hoy lo ata al sofá de manera inmediata. Ver películas y series sin parar es posible. Sólo basta un mando a distancia, una buena conexión y nada que hacer. 
En tiempos como éstos, en los que la realidad supera a la ficción y es obligatorio quedarse en casa, las crónicas de cinefilia más encendidas escribirán: "Lo conseguí: el mundo me dio permiso para ser un espectador." 


Yo, el espectador, tiendo a contemplar la vida, hasta la mía. Si echo la vista atrás y soy justo conmigo mismo, he tenido una existencia más agitada de la que me concedo habitualmente. 
La imagen de mí mismo que más perdura es la de un adolescente viendo la televisión. Contemplando, quieto, fascinado con mundos inventados, encontrando en ellos el calor y la emoción.
La vida sin participación. No es necesario emprender mayor viaje. Errol Flynn irá a los Mares del Sur por mí. Como cinéfilo y espectador, he dicho muchas veces que he tenido experiencias más auténticas, de todo signo, sentado frente a una pantalla que caminando por los días. 
El cine fundamentó su éxito en millones de ojos como los míos, en millones de deseos. En la pantalla, se conocían lugares que de otro modo no se hubieran pisado. En la pantalla, se amaban hombres y mujeres cuya existencia era dudosa de tan divina. En la pantalla, se conseguía la experiencia, la realidad virtual. Era posible sufrir, era posible triunfar. 
La ilusión del espectáculo. Cuando un equipo gana el partido, decimos: "¡ganamos!". Cuando dos follan en una película porno, nos propician el orgasmo como si aquello tuviera algo que ver que nosotros. Hay películas que hacen reír como si nos hicieran cosquillas, hay películas tan trágicas que nos traumatizan para siempre. 
La ventaja sobre la literatura es que en el cine parece que sucede en ese mismo momento. No es "había una vez", es "ahora".


La consagración del ser humano como un mirón - al que la televisión se lo concede todo, mientras lo de afuera es terrorífico - va en ascenso. La prueba evidente: esta situación de confinamiento no ha sido gran cosa para muchos a niveles psicológicos. Desde luego, no para mí. El planeta siempre ha estado lleno de espectáculos, pero dudo que un ser de otros tiempos históricos sacase algún partido a esta situación más que la de encomendarse al Cielo.
Si la realidad no es suficiente, ¿lo es la ficción? ¿Colma de verdad nuestras vidas vivir otras, diferir la existencia, virtualizar nuestras mentes y cuerpos?


En ese clásico de Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta, algo se anticipaba a esta idea o, al menos, yo lo detecto. 
La película está sostenida sobre un giro magistral. En lugar de contar el asesinato de una manera convencional y directa, lo hace a través de un espectador: un hombre confinado en su apartamento tras un accidente que lo tiene con la pierna escayolada en una silla de ruedas. El asesinato está contado desde su estricto punto de vista. 
El edificio de enfrente asemeja una televisión. Cada ventana es como un canal. Y los ojos del protagonista van de un canal a otro, buscando algo interesante, algo que capture su atención morbosa. 
Es una de las primeras películas realmente modernas de la Historia, porque su protagonista se difumina con el propio espectador del film. El ojo de James Stewart nunca fue más el nuestro. La ventana indiscreta anticipa la generación de la televisión como ninguna otra. 
Pero el sueño del mirón - o de este mirón - no es la mera contemplación. El sueño - o la pesadilla - es que lo mirado devuelva la mirada. 
En el momento cumbre de La ventana indiscreta, así sucede: Raymond Burr levanta la vista. El espectador es un actor. El sueño del mirón es dejar de serlo.


Quizá por ello la experiencia cinéfila no se conforma con la contemplación de películas. Se complementa con la formulación de opiniones, que nace de la envidia que suscita el bien ajeno, y con las ambiciones de creación propia, que nacen de la inspiración que también despierta. 
Dejé en el último post la pregunta sin contestar. ¿Soy un lector/espectador, un opinador o un creador? Las tres cosas viven juntas, quizá unas más fructíferas que otras, pero ahí se bordan en un fuerte lazo. En todo espectador, vive el sueño de un aventurero, vive el deseo de un reinventador de la realidad, a través del arte, el amor o la bondad. 


Condenados al consumo masivo y doméstico de cultura y entretenimiento, nos dará la sensación de que estamos complacidos, a salvo, pero no es suficiente. No lo es para mí. 
En estos días, el placer se combina con la incertidumbre, el descanso con la inquietud. Porque el cine es deseo y, por tanto, la posibilidad remota de que ocurra. El cine predica esperanza. Algún día conocerás a alguien que te quiera, algún día tendrás lo que espera. La realidad, más gris que nunca, pasa ante la ventana y los días se mueren en sí mismos. La tranquilidad es tan absoluta que el cine no encuentra un rival, no se torna un revulsivo porque no tiene oponente.
El placer de la experiencia cultural es que nos permite un rincón en forma de paréntesis en días mediocres. La ironía es que, cuando éstos desaparecen y sólo queda el vacío y la paz, la excepcionalidad de ese rincón disminuye. Todo el tiempo del mundo, la vida aplazada. Sólo vive la pantalla. 
El mirón se aferra al sueño de que llegue el día en que sea algo más que un mirón.

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