sábado, 7 de diciembre de 2019

El Trotalibrerías: Como una novela rusa


Esta historia empieza lejos de Rusia.
Yo, el Trotalibrerías, me encuentro en plena jungla de la isla de Borneo y estoy destinado a encontrarme con Darya Munro, una mujer, una rusa, un personaje.
Darya aparece en un relato corto del escritor británico Somerset Maugham, titulado Neil MacAdam; como todos los seres femeninos de Maugham, ella representa el peligro, la noticia ominosa, la muerte, pero también la sofocante ansia de libertad en un mundo regido por instituciones y maneras sociales.
Corriendo por la tórrida selva de Borneo, veo a Darya Munro. Yo, el Trotalibrerías, que he leído suficiente, sé que ese personaje, esa mujer, no saldrá viva.
Cuando nos cruzamos, Darya se detiene en seco y me dice:

- ¡Por fin! Te estaba buscando.

Me confunde con su marido, con su amante o con Alyosha, el más pequeño y bondadoso de Los hermanos Karamazov.

- ¿Has leído las novelas que te presté? - pregunta Darya.


Darya Munro es una rusa que piensa que la literatura de su país es la única del mundo y nombra a Ana Karenina, Padres e hijos y Los hermanos Karamazov como las mejores obras de la literatura universal.

- Sí - contesto a su pregunta  - Sólo me falta Ana Karenina. La leeré esta Navidad.

- Irónico - dice y hace un gesto de tristeza.
Está sudando, sin aliento. Ha corrido mucho por la selva, como si escapase de alguien, como si quisiera encontrarme a mí. Darya está a punto de llorar.

- Eres Alyosha - me dice.

Mi extrañeza no la perturba.

- Josito, ha muerto.

- ¿Quién?

- Tu amigo.

- ¿Qué amigo?

- Te lo dije - dice Darya - No sería una película de Hollywood. La vida, tu vida, es como una novela rusa.

Ella desaparece, pierdo el sentido. Ya no estoy en Borneo. Estoy leyendo. ¿Quién ha muerto? ¿Mi amigo? ¿Qué amigo?


Yo, el Trotalibrerías, despierto en un lugar diferente y me acuerdo de un pasaje de un libro que, por milagro de la literatura, me habló directamente. Ese milagro: el texto sin color cobra vida por su locuacidad y es como si nos mirara, nos hiciera una pregunta, nos pusiera en evidencia.
El escritor José Donoso, contado en la biografía de su hija, se dirigía a mí, con la ceja levantada e inquiría:

- ¿Acaso, caballero, no ha leído usted a Dostoievski?


Dostoievski, señor Donoso, era un nombre que me sonaba a tostón. A venerable tostón, eso sí.
Veía esos hermosos vólumenes de Alba Editorial de este y otros escritores de la vieja Rusia y me decía: "Algún día tendré el tiempo y los cojones para leerme algo así".
Algún día, algún día, nos pasamos la existencia aplazando. Algún día leeré Los demonios, algún día escribiré las palabras "Capítulo Primero", algún día le diré a él que vayamos al cine.
Pero, como no hay fuerza más poderosa para mí que sentirme desafiado por un viejo, las palabras de Donoso, como el fantasma del padre de Hamlet, surtieron su efecto y me dije: "Los dos cojones ya están aquí".


Leí Crimen y castigo y, no, aquello no era un tostón. Era algo que difícilmente puede dejar indiferente a cualquier persona con cerebro. Cerebral era, sí. Siempre en las sienes, violenta, febril y verdadera. Verdadera en un mundo de falsos.
Pronto descubrí que yo no era tanto Raskolnikov como el Príncipe Idiota.
¿Ha descubierto usted, querido lector, alguna experiencia parecida a alguien que se anticipe a lo que piensa? Que cuente lo que usted vive a diario, lo ni siquiera se ha atrevido a discurrir, menos a decir.
El Idiota es la historia de un hombre rodeado de necios que no paran de hablar y de increparse, que dicen una cosa para tapar lo que realmente piensan, que viven tan atrapados en la falsedad y la miseria moral que la bondad, la sensibilidad y la tolerancia son vistas como una idiotez.
Yo me vi como el Idiota, a doscientas páginas de volverme loco.


Mi obsesión por la literatura rusa tomó carta de naturaleza. No voy a hacer un análisis pormenorizado, porque no me considero un experto ni deseo aburrir a las moscas.
Pero allí llegaron Tolstoi, Gogol, Pushkin, Chejov, Turguenev, con sus historias de llorar y con las claves que necesitaba para aspirar a descifrar un país y una cultura.
Una vez escribí que no sabía nada de Rusia, como aquella pobre candidata a Miss España. Nadie sabe nada de Rusia, en realidad. Acostumbrados a esos gélidos villanos de las películas de James Bond, irrumpen los volcánicos héroes de su literatura decimonónica; su virulencia, su romanticismo, su pasión por la vida y su furia ante la tragedia comprometen esa visión de que Rusia es un país de fríos porque hace mucho frío.
Leer esas novelas, fotografías de una sociedad disfuncional y atrasada, es como ver pasar a alguien con una bandeja demasiado cargada, porque conocemos el final de esa Rusia; Dostoievski hasta lo predice a la perfección en Los demonios. Fuego, violencia, oportunismo, expolio y revolución.


Bandeja demasiado cargada es también la que vemos todos los días en esta sociedad. Quizá la novela rusa no sólo predice a su país, sino a todos los demás. Darya Munro, en la selva de Borneo, tenía la verdad. La literatura rusa es la mejor del mundo.
Es el vestido de mi madurez. Soy mayor para conformarme con el optimismo de las películas más doradas de Hollywood, pero no lo suficiente como para aceptar su contemporáneo neocinismo, ese vulgar pesimismo, que no conoce el color.
Las novelas rusas son realistas, acaban mal, pero sus personajes jamás renuncian a la belleza de sus sentimientos, a su corazón. Siempre lo llevan por delante y les acompaña en su tragedia. A Tarás Bulba y a sus hijos. A los amantes de Nido de nobles. A Eugenio Oneguin. O a Dubrovsky, el héroe enmascarado del relato inacabado de Pushkin.
"Piense alguna vez en Dubrovsky. Sepa que nació para otra vida, que su corazón supo amarla, que nunca..."


En la novela rusa, todo se pierde, porque ganar nunca estuvo en el juego. Pero el espíritu humano pervive, tan patético como glorioso.
La literatura rusa como recurrente, como un concepto en sí misma, aparece en el relato Neil MacAdam de Somerset Maugham, con el que da comienzo este post.
Darya Munro llama Alyosha al protagonista y le entrega tres novelones para que se los lea. Yo sentí como si Darya me los prestase a mí.
Ya había leído Los hermanos Karamazov, pero aún no Ana Karenina ni Padres e hijos.
A riesgo de ver la ceja levantada del fantasma de José Donoso, leí hace unos meses Padres e hijos. Qué hermosa historia, pensaba, mientras la leía. Un conflicto intergeneracional, una vuelta a casa, un amor en ciernes, ese dibujo perfecto de personajes, situaciones y ambientes; todos los ingredientes habituales de una buena rusada.


Y luego llegó el final. Ese final. Jamás he llorado tanto con una novela en la mano. El otro día me preguntaron por mi libro favorito y, sin pensar, dije Padres e hijos.
Me acordé de Darya Munro, corriendo a través de la selva de Samoa.

- La vida es como una novela rusa.

Quedan muchas novelas rusas por descubrir en mi librería. Y, cuando tenga los suficientes ahorros y un poco de tiempo, viajaré a Rusia. A San Petersburgo.

- ¿Qué sabes de Rusia?

- Nada, pero quiero saberlo todo.

- ¿Por qué?

- Porque él ha muerto.

- ¿Quién?

- Mi amigo.

Y Darya Munro vuelve a aparecer, exhausta, ante mis ojos, para darme la fatídica noticia.

- Tu amigo de Facebook. Te gustaba, tú le gustabas a él. No pienses lo contrario. Pero era incapaz de acercarse a ti. Era incapaz de acercarse a nadie. La enfermedad mental es una cosa terrible... Pero lo deseaba. Deseaba estar cerca de ti. Ser tu novio. Deseaba ser como tú. Tener tu sentido del humor, escribir de cine como lo haces tú.

- Le gustaban las mismas películas que a mí. Las mismas opiniones. Era tan raro encontrar a alguien así.

- Te tenía envidia, te tenía rabia. Pero te quería, te necesitaba. - dice Darya Munro, mientras comienza la lluvia en Borneo. 

- Algún día lo invitaré al cine, pensaba en ocasiones. Algún día, algún día.

Tomo a Darya suavemente del brazo y nos refugiamos en una cabaña. El aguacero inunda la selva.

- Tienes que leer Ana Karenina.

- Su última foto de Instagram es una estación de tren.

- Siempre dijo que lo haría.

- Lo echaré tanto de menos.

- No lo conocías. No es tu culpa. Le hacías reír. Vive con ese consuelo.

- Quiero a todo el mundo y deseo que viva eternamente, ese es mi problema, querida Darya.

- Tú eres Alyosha.


Miro a Darya Munro y entiendo que lo que contamos no es ficción. Ha sucedido de verdad. Un amigo mío se ha suicidado en Londres, en completa soledad. Su familia ha tardado tres semanas en descubrir lo que ha hecho, tal era su grado de aislamiento.
Mi vida es como una novela rusa. Soy un príncipe idiota, contemplando todos los días una administración ineficiente, llena de funcionarios chupatintas, damas insensibles, poderosos que se arrogan el privilegio del hostigamiento y demás cimientos para una violenta revolución que nos mandará a todos al carajo. Y, de repente, entra una historia de amor que nunca fue ni será. 
Algún día lo invitaré al cine, algún día, algún día. 
Vivo acostumbrado a tener el corazón roto, por eso me gustan tanto las novelas rusas. Estoy a doscientas páginas de volverme loco. 


Darya Munro está a punto de desaparecer de nuevo y me apresuro a darle un mensaje, porque sé a dónde se dirige.

- Si lo ves, dile que piense alguna vez en mí, que sepa que nació para otra vida, que mi corazón supo amarlo, que nunca...


Este post está dedicado a la memoria de Saúl. Siempre dijiste que lo harías, sí, pero te echaré tanto de menos...

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