jueves, 12 de diciembre de 2019

Hollywood, Hollywood: Audrey Hepburn


Recuerdo la primera vez que vi a Audrey Hepburn. 
En el televisor se anunciaba la próxima emisión de Desayuno con diamantes y ahí estaba ella, con la guitarra, la toalla anudada al cabello, en el alféizar de la ventana, cantando Moon River.
La voz del locutor decía "Audrey Hepburn" y yo pensaba que era un error. Pero las mujeres de mi familia, emocionadas con la noticia de que iban a poner Desayuno con diamantes, sólo repetían: "¡Audrey Hepburn, la maravillosa Audrey Hepburn!".

- Yo no conozco a ninguna Audrey Hepburn. Sólo conozco a Katharine Hepburn.- me dije.


Sin querer, había pensado la exacta frase que pronunció Hubert de Givenchy cuando le presentaron a la nueva sensación de Hollywood para que la vistiese en su próxima película, Sabrina
Givenchy, como yo, quedó encantado con el descubrimiento de "la otra Hepburn" y el resto es Historia.


También recuerdo a Audrey Hepburn en los telediarios, rodeada de niños negros, caminando por desérticos lugares de África. Los abrazaba y los besaba, y luego decía en rueda de prensa que todo lo que había visto era brutal. 
Audrey no era la única famosa que llegaba al Tercer Mundo a tender una mano al hambre por aquella época, pero su relación con UNICEF no era casual ni oportunista. Estaba impresa en su propia vida; ella creció en la Bélgica ocupada por los nazis y, a punto de morir de inanición, vio cómo una lata de leche condensada caía del cielo. Llegó la liberación. Ella se agarró a aquella lata como quien se aferra a una vida que sólo acaba de comenzar. Leyó inscritas las siglas UNICEF y nunca lo olvidó. 
En cuestión de diez años, a lo que se abrazaría Audrey Hepburn era al Oscar de Hollywood.
La vida de las estrellas ha sido siempre su mejor película.


Lo aprendí en un documental que vi sobre ella y fue ahí cuando comenzó mi amor por Audrey Hepburn. Justo cuando se murió.
Ese documental, emitido en televisión tras su fallecimiento en 1993, hacía un benévolo recorrido por su carrera y su vida personal, siempre con la elegancia debida a esta señorita de aplaudida finura.
Se recogía la habitual prosa con la que glosamos a los actores de Hollywood: cómo se consagraron, cómo lucharon, cómo vivieron y, sobre todo, cómo murieron. 


Viendo sus películas, redescubriéndola, fue cuando la conocería. Resucitada por las pantallas, la estrella estaba más viva que nunca.
¿Quién era Audrey Hepburn? O mejor dicho, ¿quién es?
Además de una gran persona y una actriz encantadora, fue también un ideal de mujer y es lo que la posmodernidad prefiere recordar de ella, de manera un tanto injusta.
Porque Audrey sigue siendo imagen. 
El sueño de Coco Chanel, o la mujer que, una vez vestida, considera que lleva un accesorio de más y se lo quita antes de salir de casa, Audrey Hepburn es un sinónimo de exquisitez que se ha impuesto sobre cualquier otra consideración. 
Su glamour se basa en la suprema estilización, al que ayudó su espigado, más bien andrógino físico. Audrey era bella, aunque escasamente sexual.
Siempre acudo a la perfecta definición de Jeffrey Eugenides: "Audrey Hepburn, la actriz de Hollywood a la que todas las mujeres quieren parecerse y en la que los hombres nunca piensan".


Audrey en camisetas, bolsos y mecheros quizá perjudique la leyenda de una señora que, además de vestirse bien, sabía emocionar con sus películas, la mayoría variantes de Cenicienta que todavía funcionan.
No fue la única actriz de los años cincuenta con el perfil de un cisne, pero sí la más exitosa, quizá porque tenía esa cara adorable, ese ángel, que le permitió conectar con el público desde el primer minuto.
Ese primer minuto se llamó Vacaciones en Roma. "Sabía que esa chica me iba a robar la película", dijo Gregory Peck. Y ella, en su debut como protagonista, se llevó la película, el Oscar y la trayectoria.


Hilando triunfos casi de manera ininterrumpida, Audrey llegó a ser imposición y basta nombrar que su presencia en Desayuno con diamantes y My fair lady no era del gusto de sus creadores. Truman Capote había escrito su novela con la saga de Marilyn Monroe en mente y Julie Andrews había inmortalizado a Eliza Doolittle en Broadway, pero hoy cuesta concebir esas dos películas sin Audrey; además de salirse con la suya con esa mirada tierna, de gacela que busca la confianza del más pérfido cazador, todo en ella ha sido icónico.
Vestida por los más granados diseñadores, amada por astros de Hollywood o por jóvenes actores en pantalla, los ojos del mundo estaban en los ojos de Audrey.
Siempre fue una cosa especial. No era como las demás, eso está claro. Pero, en estrellas tan enormes, queda la incógnita. ¿Era realmente buena actriz o sólo una favorecida por los focos, los buenos vestidos y los tiernísimos papeles de niña pobre que termina como dama fastuosa?
La prueba del algodón aparece en una obra tan inusual como Dos en la carretera, la desintegración de un matrimonio contada a través de sus viajes en carretera, y también, sin maquillaje, sin vestidos y sin joyas, se ve algo grande en Audrey al final de Robin y Marian.



Cuando aparecía en esa crepuscular Robin y Marian, allá a mediados de los setenta, Audrey llevaba tiempo apartada del cine norteamericano.
Su desinterés por las películas vino mediada por el final de su matrimonio con Mel Ferrer, que siempre envidió su éxito y le dio mala vida. Tal vez Mel era consciente de la verdad: ella era demasiado buena para él.
Pero fue su segundo matrimonio con el psiquiatra Andrea Dotti la estocada definitiva para Audrey y su carrera. Él tuvo la brillante idea de retirarla del cine y convertirla en una especie de ama de casa italiana, mientras se sucedían los menosprecios y las infidelidades. Ella esperó paciente a la mayoría de edad del hijo que tenían en común y fue cuando pidió el divorcio.
Hasta señoritas tan listas y despiertas caen en las trampas mortales del machismo.
Pasó sus últimos años junto al guapo Robert Wolders.
Fue quien la acompañaría en la enfermedad y lloraría su muerte. En aquel documental que yo vi en 1993, es Wolders quien relata conmovido sus últimos días y quien nos da la esperanza de que Audrey alcanzó la sentimental felicidad que siempre lograban los personajes que inmortalizó.


En su última aparición en el cine, Audrey había interpretado a un ángel de la guarda, la misma opinión que guardaba el cine y el mundo sobre ella.
Mordiendo con apetito su desayuno frente a los escaparates de Tiffany's o rodeada de somalíes desnutridos, Audrey Hepburn, ultrasofisticada o con la cara lavada, fue un toque de magia. Esa irrupción de que lo imposible es posible, de que, en un mundo de aristas, entra una caricia con la forma de una mujer que parece un cisne.
En ese mundo en el que hoy corremos, lleno de formas cortantes, de fugaces modas, de posturas cínicas, de facturas que se arrugan y se tiran en la primera papelera, entre las bocinas de los vehículos y los sonidos de los teléfonos móviles, aparece, como una contradicción, la faz de Audrey Hepburn en vallas publicitarias y accesorios; inmutable, excepcional Audrey, mirando como un tótem un universo que sueña con parecerse a ella, pero ha olvidado cómo.

2 comentarios:

  1. Me deleito leyendo tus post y envidio la facilidad con que encuentras las palabras, frases y comparaciones que muchos de nosotros sentimos e imaginamos acerca de esos placeres culpables que forman parte de nuestra existencia, pero que, por no ser del gusto de muchos, los dejamos encerrados en nuestra memoria más íntima, pero que tú logras plasmar en el papel.... Felicitaciones por tu regreso.

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    1. ¡Bellas palabras, Cristian! Muchas gracias y nos seguimos leyendo y siguiendo aquí y en las redes sociales.

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