martes, 20 de julio de 2021

Cine Paraíso: Canción de cuna para un cadáver


Cuando leía ¡Absalón, Absalón! - apasionante novela de William Faulkner que se ha convertido en una de mis favoritas –, no podía evitar acordarme de Canción de cuna para un cádaver.
Esa Judith Sutpen, con su prometido muerto a los pies del vestido de novia y un aire incestuoso en el móvil del homicidio, me traía la imagen de la dulce Charlotte, con el traje blanco ensangrentado y la ominosa presencia del padre que la reclama a su lado, en medio del escándalo público.


De manera probable, Robert Aldrich había leído a Faulkner y también a muchos escritores sureños, pero las intenciones son distintas. Un autor como Faulkner evoca el Southern Gothic, hay quien diría que lo funda. Un cineasta como Aldrich lo explota para su placer fílmico, lo parodia con el juego que le proporciona la decadencia, más que nunca en esas grandes casas de columnatas, patéticos vestigios de un mundo destruido en la Guerra Civil norteamericana. 
Mi mente cinéfila hizo la comparación en función de imágenes imborrables y una mansión sureña llena de secretos y tragedias me llevó a otra, cinematográfica, vestida de blanco y negro, con Bette Davis, trenzas, graznidos y escopeta en ristre, decidida a ahuyentar a los intrusos
Quise volver a ver Canción de cuna para un cadáver, y también escribir sobre ella, porque nunca lo he hecho.
Sí que he escrito sobre su inmediato precedente, su modelo escultórico, diríamos; de hecho, La Radio Inmortal comenzó su andadura con un post en el que echaba toda la culpa de mi enfermedad cinéfila a ¿Qué fue de Baby Jane?
Canción de cuna para un cadáver nace de ¿Qué fue de Baby Jane?. Es una secuela sin serlo, emergida de su éxito inesperado, un thriller de características parecidas, en el que la locura femenina vuelve a ser el motivo recurrente, y con gran parte del mismo equipo, incluido el director Robert Aldrich y su estrella, Bette Davis.


Entenderán los lectores que cuando yo vivía con los diálogos de ¿Qué fue de Baby Jane? como mi poemario, sólo quería ver Canción de cuna para un cadáver, pero, oh, injustos tiempos pre-Internet, tenía que esperar a un pase televisivo o una edición en VHS. Es decir, esperar, esperar, esperar. 
Calculo que tardaría unos tres años en poder cazarla – en algún canal digital, creo recordar – y tres años en aquel tiempo era una vida entera. 
La sorpresa me aguardaba: Canción de cuna para un cadáver me decepcionó. Curioso, porque hoy no sólo la adoro, sino que me gusta más que ¿Qué fue de Baby Jane?.


Más que decepcionarme, no la entendí. Hoy lo considero parte de su encanto: su argumento es caprichoso y, por tanto, confuso. Es una película ambigua, cuya intriga, puesta al servicio de lo macabro, no queda demasiado resuelta. Ahora que la he visto las veces suficientes para comprender su rocambolesco y nada riguroso argumento, sospecho que las intenciones de Aldrich estaban en guardar secretos sobre una película que trata sobre el valor del secreto. El secreto que oprime, pero también el secreto que permite sobrevivir, a salvo de la opinión ajena, la policía, la luz del día.
Enormes secretos encerrados en grandes casas siempre me seducen, sean entre las elevadas páginas del señor Faulkner o en las imágenes de ese género al que esta película daba alas: el hagsploitation o psycho-biddy. Es decir, los films de terror protagonizados por viejas locas.


Género inaugurado por ¿Qué fue de Baby Jane? y que mantuvo ocupadas a muchas actrices de cierta edad durante dos décadas. El éxito y la vigencia de estas películas - irregulares, demenciales, deliciosas - evidencian nuestra fascinación y repulsión por la vejez femenina y también su popular asociación con la locura. Una mujer que ya no es atractiva no es útil en este mundo machista; se rinde, se afea aún más, se vuelve turuleta. 
En una de las primeras escenas de Canción de cuna para un cadáver, un grupo de niños irrumpe en la casa de la vieja para ser asustados por ella, para burlarse de su inadecuación en la vida, para salir corriendo ante esa imagen del espanto: la ancianidad.
Ver a Bette Davis grotesca, repulsiva, desgañitada, hipermaquillada, se convirtió en un inesperado placer cinematográfico y dio una segunda parte a su carrera. 
Era evidencia de la falta de rumbo de los grandes actores de la llamada época dorada de Hollywood en aquellos años sesenta, cuando los gustos de la audiencia parecían menos refinados que antaño; lo macabro, lo violento y lo sensual se demandaban y Canción de cuna para un cadáver es el timonazo obligado.


El extraordinario reparto que consiguió reunir Robert Aldrich para esta película no debe llevar al engaño; muchos no querían formar parte de ella y detestaban el género. Las ganas de trabajar se contraponían con la nostalgia de los tiempos en que el cine estaba al servicio de los intérpretes y no recurría a decapitaciones y trucos de Grand Guignol para mantener en vilo a la audiencia.
Pero esa visión nostálgica de las estrellas era eso: nostálgica. Y el análisis retrospectivo hace que mucho de ese cine de estudio que ellas añoraban no era siempre superior a lo que se veían más o menos obligadas a aceptar en esa etapa de presunta decadencia. 
Canción de cuna para un cadáver es una obra de una estatura mayor de la que le concedían sus participantes, una obra libre, traviesa, imperfecta.


Imperfecta, sí, y vendida a la gratuidad del cine de terror, el que peor envejece, como si se tratara de su protagonista. Este film fue inefable pionero en enseñar una mano cercenada por un hacha; instante de impacto que hoy resulta poca cosa. El carrusel de sustos y la tramoya que hizo de películas como esta un placer para los ávidos de terror se mueve en lo inofensivo a ojos contemporáneos, experimentados de atrocidades peores y espantos de más alto respingo. 
Si citamos un último defecto, que sea uno relativo. Como recolectora del bombazo que significó ¿Qué fue de Baby Jane?, el personaje de la prima Miriam fue ofrecido a Joan Crawford, cuya rivalidad más o menos verídica con Bette Davis fue esencial para el éxito de Baby Jane
Despedida o desertada – hay versiones de lo sucedido como para otro melodrama gótico -, la Crawford abandonó la producción en pleno rodaje y, tras barajar varias candidatas, Aldrich viajó hasta Suiza para convencer a Olivia de Havilland que, reacia tras leer ese guion lleno de barbaridades para su refinado atril, accedió tras tres días y mil promesas.


Olivia está excelente como Miriam, pero es evidente que ese papel era para la Crawford, de imagen más sexy y peligrosa, y se añora esa rivalidad con la Davis traducida en química fabulosa que hizo funcionar ¿Qué fue de Baby Jane?.
De hecho, aunque Canción de cuna para un cadáver fue un taquillazo, no lo fue tanto como su precedente y hay quien dijo que faltaba magia, que la película no era tan buena ni tan imborrable. Se echaba de menos a Joan Crawford o, como me sucedió en la primera visión, nadie entendía lo que estaba pasando en la mayor parte del metraje.



Los puntos de contacto son inevitables, las comparaciones, también. Pero Canción de cuna para un cadáver no es sólo es una secuela de una película de mayor reputación, sino una insistencia visceral en temas que apasionaban a Robert Aldrich: la pérdida de papeles ante circunstancias disparatadas, la confrontación entre el secreto privado y la imagen pública, articulada a través del chisme y la maledicencia, y la imposibilidad de discernir el paso del tiempo. Su protagonista vive anclada en el pasado, porque la ha traumatizado, pero también porque no entiende el presente. La ironía está en que el horrible asesinato es un recuerdo confortable frente a un hoy que quiere demoler la casa de su padre. La familia como verdugo, las trampas del recuerdo, la confusión entre lo que se ve y lo que se sueña.
En la secuencia más fastuosa de Canción de cuna para un cádaver, Charlotte, vuelta loca por las triquiñuelas de Miriam, revive, onírica, el baile de su adolescencia, en el que ahora todos los asistentes danzan cubiertos de máscaras.
El argumento, puro derribo artificioso, es como el propio recuerdo: seductor, confuso, barato, traicionero. 
Y cuando la película menos se comprende, es cuando la fotografía, exquisita, más abunda en la abstracción, en esa ambigüedad que he citado, en ese juego continuo con los latidos del corazón del espectador. 
Es en ese terreno incierto en el que Canción de cuna para un cadáver se aventura y es en ese riesgo por el que la considero superior a ¿Qué fue de Baby Jane?


Si los momentos de grand guignol – esas bofetadas, esos graznidos, esas cabezas rodando por la escalera – son lo que se podría esperar en una película como esta, es cuando Canción de cuna para un cadáver detiene su carrusel cuando asoma una extraña sensibilidad. 
En mi momento preferido, Mary Astor, una de mis actrices favoritas de toda la vida, en su última aparición cinematográfica, cita a Alexander Pope: “esta larga enfermedad, mi vida”, para luego señalar los gastados encajes de sus puños y decir: “galas arruinadas, es lo único que me queda”. 


Galas arruinadas, es lo único que me queda, podrían decir las actrices de Canción de cuna para un cadáver tanto como sus personajes. Lo deshilachado, lo andrajoso, lo despelujado; ¿dónde estaba la juventud? ¿Dónde estaba el Hollywood que conocían? En el cementerio, sin duda.
Pero aún había tiempo para que brotaran flores poderosas como esta película, a la que las revisiones hacen cierto aquello de que el buen cine es lo único inasequible al tiempo.

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