viernes, 3 de julio de 2020

Ese Libro, Aquella Película: Rebeca


En cualquier tratado de la nostalgia, debería incluirse Rebeca
Rebeca es el pasado. Su propia historia está contada a través de un ayer estremecedor, imposible de sacudir de la existencia de sus protagonistas. Rebeca también es el día – o, mejor dicho, la noche – en que la vimos por primera vez y nos dejó huella. Y Rebeca es el pasado del cine, un tiempo tan remoto como insuperable, un símbolo que, a la manera del personaje central de la historia, atormentó y sedujo a las películas que se hicieron después.
Rebeca vuelve, porque cumple ochenta años. En las baldas de las librerías o en posición privilegiada en sus mesas, puede usted encontrar la novela original de Daphne du Maurier, reeditada por Galaxia Gutenberg, y también un señor volumen sobre la película, que lanza con su acostumbrado lujo Notorious Ediciones. 
He de decir que no he podido resistirme y he comprado los dos libros. El primero, lo he vuelto a leer. El segundo, lo he disfrutado como quien se aglotona de postre. 
No sé qué tiene Rebeca. Supongo que intentaré descifrarlo con este post. 


La vi sin querer una noche de La 2 de Televisión Española, cuando aún no había empezado mi fiebre por el cine. Es de esas películas que alguien de mi familia estaba viendo y yo, atraído por las imágenes, me dejé hipnotizar. En este caso, desde el principio. Esa mansión, cómo las sombras no dejaban verla con toda claridad. 
Nunca volveremos a Manderley, lamentaba la protagonista. Y yo quería ver más. Hitchcock sabía que yo quería ver más. Sabía de nuestra relación con la sombra, con la apariencia, con el deseo. 


Rebeca está contada desde su primera imagen. Un enigma, una casa espléndida en sombras, una luna que aparece de entre las nubes. Todo con la textura de un cuento, de un sueño. Yo no había visto una película igual, tan fascinante. 
Las estancias eran inquietantes como las súbitas apariciones de la Señora Danvers, vigilante, amenazadora. La irrupción del loco, la cabaña, la R en todos lados y la gran revelación final. 
Los agujeros en el casco del barco. Recuerdo cómo me angustió esa imagen, que no veía, pero se hacía real. 


Es lo magnífico de Rebeca. Lo que no se ve, pero se siente. La mujer que no se ve, pero se sentía. En ninguna otra película, un personaje ausente, que jamás aparece ni en una fotografía, cobra vida, se convierte en el temperamento de la función y azota la imaginación del espectador.
La insuperable Rebeca, allí estaba, al fondo del corredor, en el que el perro Jasper la espera en el umbral. En las fibras de sus vestidos perdidos, en los polvorientos sillones de su crápula cabaña, en el mar embravecido que le sirvió de tumba, en la narración de su viudo y, en uno de mis momentos favoritos, en la consulta del doctor. Allí, en el final de la película, Rebeca cobra una extraña humanidad, nunca tan viva. “Su esposa era una mujer extraordinaria”. 
Y luego llegaba el incendio. “¡Mirad el ala Oeste!”. 


Años después, cuando ya era cinéfilo declarado, volvieron a emitir la película en La 2, esta vez en Cine Club y, por tanto, a altas horas de la noche. Programé el vídeo, pero, con Rebeca, no debía permitirme un error. Puse el despertador a las 2 de la madrugada. Cuando sonó, desperté cual Joan Fontaine, triste y asustadiza, por si aparecía algún mayor de la casa a censurar mi obsesión, y vi con espanto y alivio que, si no me hubiese levantado, la película no se hubiera grabado. Aquello de programar era un Infierno: un dato incorrecto y adiós. 
Todavía me inquieta ese al borde del desastre. Casi no grabo Rebeca. ¿Qué hubiese hecho yo sin Rebeca
Menos mal que me levanté, menos mal que mi locura saciaba a mi locura. 
Volví a verla al día siguiente, con la respiración contenida de la emoción. Allí estaba Manderley, de nuevo. Una de tantísimas veces. 
Es de esas películas que viven entre mis favoritas y revisarla siempre es una buena idea, incluso aunque me la sepa de memoria. Una imagen u otra, una secuencia u otra, capturarán mi atención y acabaré con la boca abierta en cada revisitación como la primera vez.


Como detrás de una obra maestra, hay una gran historia, quise descubrir entonces la obra original, escrita por Daphne du Maurier. Pregunté en mi casa si esa novela andaba por allí, pero me contestaron con vaguedades. Mi tía la había leído, decían, creo que la tiene. 
En este mundo, estamos los que nos obsesionamos por lo antiguo y están los que lo apartan, arrumban, para avanzar, confiados en lo nuevo, ignorantes de que se empobrecen. Y, al fin y al cabo, no hay nada más moderno que la nostalgia, citando el ensayo de Diego S. Garrocho, titulado precisamente Sobre la nostalgia.
Gracias a otra cosa del pasado, las colecciones por fascículos y entregas que abarrotaban la publicidad televisiva y los kioscos, encontré Rebeca. Sucedía en una colección dedicada a las escritoras, cajón desastre de pura condescendencia sexista, donde se abarrotaban Laura Esquivel, Rosamunde Pilcher o Virginia Woolf. 
Leí la novela en un verano y me gustó sin encantarme. Prefiero la película, decía, aunque el final del libro, tan sutil en diferencia al espectáculo con el que concluye su adaptación, me impresionó gratamente. 


Daphne du Maurier siempre dijo que la película era una adaptación perfecta y yo diría que hasta milagrosa. En otras manos, bien sabemos que hubiese sido algo más convencional. 
Rebeca es un film de Alfred Hitchcock, para quien no lo sepa a estas alturas. De hecho, fue su triunfal entrada en Hollywood y lo hizo de la mano del productor David O. Selznick, responsable de la suntuosidad y glamour de la película. 
De las tres que hicieron juntos productor y director, fue la más exitosa y la más lograda, en donde ambos lograron un equilibrio, quizá porque Selznick, el productor inmiscuido por excelencia, estaba más pendiente del montaje de Lo que el viento se llevó por entonces. 
Sin embargo, en las conversaciones míticas que Hitchcock mantendría con Truffaut, despachó Rebeca con una línea que nos mata a todos sus admiradores: “Esa no es una película de Hitchcock”.


Sin duda, lo es mucho más la otra que estrenó el mismo año, Enviado especial, que, vista hoy, resulta una enérgica avanzadilla de todas las obsesiones y clímaxes sobre los que insistiría el director en su carrera hollywoodiense. 
A diferencia de la opinión del director sobre su propia obra, diré que no sólo Rebeca es hitchcockiana, sino que Hitchcock sería menos sin ella. Rebeca fue también el laboratorio que construyó una hazaña: su primer gran película. 
La novela de Daphne du Maurier es la historia potente, pero fue Hitchcock quien la llenó de humor, de imaginativa y de esa calidad audiovisual puntera que revolucionaría el cine de la época. Lo dije en una ocasión: Rebeca fue tan influyente como Ciudadano Kane. Digo otra cosa hoy: lo fue más.


En una obra maldita del cine español, recuperada por José Luis Garci en "Qué grande es el cine", llamada Vida en sombras, el protagonista, cuyo sueño de hacer películas se trunca por los traumas de la Guerra Civil, acude a ver Rebeca en el cine. Es tal la impresión – la misma que nos hemos llevado todos – que la película lo devuelve a la obsesión. Y la obsesión es la vida. 
Rebeca proyectó una sombra indiscutible y esplendorosa sobre una época difícil. En este lujoso melodrama gótico, con un castillo iluminado a la luz de las velas, donde los cortinajes se mueven a la furia del mar, se contaba que los muertos no siempre se van. Nos vigilan, están ahí, en nuestras torturadas psiques. En tiempos de guerras y posguerras, la identificación de las audiencias con estas historias fue absoluta y Rebeca aventuró el relanzamiento del melodrama gótico con tintes freudianos; en tantas ocasiones, bajo un nombre de mujer, fuera Jennie, Laura o Mrs. Muir.
Rebeca también se erige sobre una obsesión de la sociedad: su tensa relación con la hipocresía y las apariencias. Las necesita y gestiona a diario, pero vive loca por derribarlas. En Rebeca, todo el quid de la intriga está basado en una fachada y, de manera significativa, el engaño de la protagonista – y del espectador – viene de la información que proporciona una chismosa. Es la Señora Van Hooper la que dice que “él adoraba a Rebeca”. El cotilleo, esa fuente de información que damos por fidedigna cuando es mentecata.
Rebeca también es ese giro narrativo, que deja atónito y con una media sonrisa de satisfacción. Tantas películas lo han copiado o emulado. En todas, el sorpresón final luce artificial o majadero. En Rebeca, es perfecto, inmarchitable. El mérito no sólo deberá ir a Daphne du Maurier o Alfred Hitchcock, sino también a la guionista, Joan Harrison.
Como historia escrita y luego guionizada por mujeres, recuperemos la intención de la autora. Daphne du Maurier aspiraba a relatar una historia interclasista como la que ella había vivido en su matrimonio; él, siempre en una posición preponderante, con el recuerdo de otra mujer, muerta en la guerra, más excitante y bella, siempre entre ellos como un muro de frustración.


En la novela, Maxim es más agresivo, decididamente no tan suave como Laurence Olivier, un noble inglés que se sale con la suya en nombre del honor. El flameante final de su heredad parece un ataque de clase más que el arrebato de amor lésbico de la película.
Ahí está la la clave que distingue el film de la novela. Hitchcock, más humoroso, más sexual, vertebra la historia sobre la pérdida de una inocencia y así construye el suspense. Nuestra ignorancia es la oscuridad, la verdad nos hará mayores, porque es un precipicio de deseo. La Señora Danvers acariciando a la protagonista con el visón de Rebeca es una de las imágenes más sensuales y morbosas de su tiempo. La película se rinde más a la fabulosa mujer que la novela, como apunté sobre la secuencia del Doctor Baker. Hitchcock parece entenderla - y desearla - mucho más que Daphne du Maurier. 


Me sigo quedando con la película, podría decir ahora que he releído el libro. Pero no se me ocurre mejor lectura para recomendar, porque, repito, es la gran historia detrás de la obra maestra, escrita con tanta precisión como arrojo. Acierta Stephen King en señalarla como lectura imprescindible para todo el que se quiera consagrar como novelista de éxito. Tiene ese equilibrio tan difícil de encontrar entre imaginativa y experta artesanía. Me ha hecho interesarme por descubrir más títulos de la autora.
Es difícil escribir una historia así. Es ciertamente un milagro. Porque es difícil escribir. Y, ay, siento que, a pesar de todo lo escrito, no he dicho lo suficiente sobre mi amor por Rebeca. Quizá lo he hecho adrede. No escribir nada definitivo sobre Rebeca, dejar en el tintero, para regresar a Manderley en mis escritos tanto como en mis sesiones cinéfilas.


Anoche soñé que volvía a Manderley, dice su tan divulgado principio, como un mantra para las generaciones que superaron el Érase una vez. ¿Es Rebeca el cuento de hadas definitivo, el gran melodrama que da dignidad y clase al género o el ensayo clínico sobre nuestra urgencia por desvirgarnos física y psicológicamente, penetrando en la prohibida estancia, descubriendo los secretos de nuestros mayores y prendiendo fuego a la casa? 
Me quedo con ese umbral, ese corredor que termina en la puerta cerrada del ala Oeste, guardada por el perro Jasper. Ese crisol de inquietud, esa mirada de un genio, esa historia fabulosa, esa mujer extraordinaria que pareciera aparecer en cualquier momento. 
Cuando vi Rebeca, yo sólo quería saber más.

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