martes, 31 de marzo de 2020

Hollywood, Hollywood: Rita Hayworth


Su foto viajaba en los aviones que sobrevolaban las batallas: ella, la imagen, la pin-up, consuelo de soldados. Su figura se pintaba en los grandes carteles de los palacios del cine. Inmensa su popularidad que, por encima del título de la película, sólo hacía falta invocarla por su nombre: Rita.
Todos sabían quién era. Rita vivía en los sueños en plena tragedia, Rita fue bautizada una bomba atómica. 
Rita Hayworth, la diosa del amor, la mujer de delirantes curvas y belleza fabulosa. Alta, majestuosa, de cuerpo sensual, dominaba la pantalla al ritmo de un irrefrenable talento de bailarina. 
Los tambores del estrellato cambiaron su pelo sedoso del moreno natural a una paleta de colores, donde el rojo, sagrado aliado del Technicolor, siempre fue el preferido.
Como los mayores símbolos sexuales, Rita Hayworth era también una sonrisa. Una sonrisa que vendía y publicitaba. Porque las sonrisas atraen, tal es su calor. Aquella sonrisa también se decía el indicio de que la sexualizada no era más que una niña grande.


Los años cuarenta vivieron bajo la tragedia del fratricidio universal, donde la figura de la Hayworth se encendía como una llama de consuelo, ya fuera en musicales coloridos que daban la posibilidad de escapar de la tristeza o melodramas noir que estilizaban la incertidumbre moral de los tiempos.


Recién acabada la guerra, las marquesinas anunciaban Gilda. Nunca hubo una mujer como ella, decía el cartel. Significó el primer papel dramático protagonista de Rita Hayworth, hasta entonces estrella del musical agradable.
La irrupción de Rita como Gilda cambió su imagen y la sexualizó mucho más. 
Icónica mujer fatal, Rita hacía una tentativa de strip tease, recibía un sonoro bofetón de Glenn Ford y se atrevía a decir que si fuera un rancho, la llamarían Tierra de Nadie. 
Revisar Gilda es tropezarse con uno de los personajes femeninos más sorprendentes del cine de su época, tal es su liberalidad y sus escasas ganas de disculparse.


Pero nadie podía atreverse a ser tan libre como Gilda, ni siquiera la propia Rita. En la posguerra española, la película se convirtió en un mito cuando se asoció con lo prohibido. Nunca hubo una mujer como ella y nadie tenía el permiso para conocerla. En la oscuridad de las plateas y las ciudades, Gilda sobrevivió, pese a todo, ya fuera sólo por su erotismo, ya fuera porque representaba lo inalcanzable en un mundo destrozado y oprimido.
Aunque fuera fatal en pantalla, Rita siempre fue amada por el público. Su popularidad durante la guerra se mantuvo durante mucho tiempo y fue, sin ningunda duda, la mayor estrella de la Columbia.


Al frente del estudio, se encontraba Harry Cohn, al que ella jamás perdonó. Todavía en sus últimas entrevistas lo calificaba como un auténtico monstruo.
La Hayworth fue otra víctima más del star-system, que consagraba a los actores como astros del cine, mientras lo tenían monopolizados y esclavizados a las expensas de los magnates que se hacían de oro con ellos.
Esa férrea tutela puede explicar episodios como el disgusto de Cohn al verla rubia oxigenada y con el pelo corto en La dama de Shanghai, dirigida y co-protagonizada por Orson Welles, por entonces marido de Rita.


Orson fue el segundo matrimonio de Rita. 
Con su habitual elocuencia, el genio habló muchas veces de la tragedia que se agazapaba tras la figura de su ex mujer. Los arrebatos de histeria, los ataques de furia, la tristeza. Una infelicidad que el tiempo y la calamidad sólo hicieron más acusada.
"No lo he tenido todo en la vida.. He tenido demasiado", decia ella. 
Ajustando la biografía de esta señora de fábula, las cartas estaban marcadas desde el principio. Su padre fue quien la empujó a convertirse en una bailarina, sin preguntarle si lo deseaba. Su padre fue también quien abusó sexualmente de ella desde pequeña, llegando a presentarla a otros como su esposa.
Hollywood fue la liberación de ese torcido despertar a la vida, pero los malos matrimonios y las frustradas relaciones con los hombres nunca cesaron. Más aún cuando éstos esperaban encontrarse con la diosa del amor y se despertaban con una mujer de carne y hueso.


Las tristezas de Rita quedaron cubiertas bajo el velo de su éxito con fortuna hasta que la situación en la Columbia se hizo insostenible. Tras haber huido para convertirse en princesa consorte de Aly Khan, regresó para una última batalla con Cohn, que finalmente la dejó marchar, no sin haberla colocado con crueldad delante de su oficial reemplazo en el estudio - Kim Novak - en el musical Pal Joey.
Su irrupción en el ambicioso drama Mesas separadas fue una pista de la necesidad de Rita de madurar como actriz, aunque esas expectativas no se cumplieron y, sin la tutela de la Columbia, sus apariciones cinematográficas se harían más esporádicas con el tiempo.
De infierno calificó su hija Yasmin a los treinta años que siguieron hasta la muerte de su madre. Alcoholismo y pérdida de memoria, ¿tenían algo que ver? Bebe mucho y no se acuerda de nada. O quizá bebe porque no se acuerda. Furia, demencia. 
El diagnóstico llegó tarde y triste. Rita, la misma que había vestido cazabombarderos y bailado en sueños en Technicolor, ahora enseñaba al mundo una palabra trágica: Alzheimer.


Como siempre en Rita Hayworth, sirvió más a los demás que a ella misma. El síndrome de la demencia progresiva saltó a la discusión pública gracias a su caso, pero nadie pudo evitar la extinción de una de las mayores estrellas del cine.
"La última vez que la vi estaba allí, sentada, esplendorosa, bella, tranquila - contaba Orson Welles - Al principio, no me reconoció. Luego comenzó a llorar y sé que sabía que era yo".
Ella siempre dijo que, de todos, de los buenos y los peores, Orson había sido el amor de su vida. Él la recordaría hasta el último día como una de las mujeres más dulces que jamás han existido.


En 1987, fallecía Rita la edad de los 68 años. El mundo había cambiado, porque ahora podíamos ver Gilda en televisión sin temor a la condenación eterna.
La jovialidad que imprimia a ese emblemático amago de desnudez aún caza la atención de las imágenes repetidas y divulgadas con la presura de la mitificación. Se la recuerda y reivindica a los cien años de su nacimiento como una presencia apabullante, que inundaba la pantalla como pocas.
El mundo ha cambiado, pero aún hay muchos que susurramos que nunca hubo una mujer como Rita Hayworth.

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