domingo, 16 de febrero de 2020

Ese Libro, Aquella Película: La bella durmiente del bosque


En mi casa, La bella durmiente es tan cotidiana como las servilletas o el jarabe para la tos. En mi vida, devuelve tanto a la infancia como los deberes de Matemáticas. En mi mente, la primera línea que descifré cuando aprendí a leer fue: "Transcurrieron cien años".
Revisé la versión Disney en la última Navidad y fue como recuperar la primera. Esa película está más allá de mi cinefilia, porque la vi muchísimo antes de que empezara mi pasión por el cine, aunque la cantidad de visionados y suspiros que le dediqué en mi niñez era una avanzadilla de lo mucho que amaría las imágenes en movimiento dispuestas a contar una historia hermosa. 
En La bella durmiente de Walt Disney viven también causas y explicaciones: mi gusto estético, mi encendido romanticismo, mi inclinación al melodrama.


Antes de verla por primera vez, ya había cazado en televisión breves imágenes de La bella durmiente, que me impresionaron siendo muy pequeño. 
El dragón, a punto de acabar con el príncipe. Las hadas, asustadas. El precipicio, la reacción, el espanto, el instante en el que el corazón se encoge. Puro cine. 
También el momento en que Maléfica aparece en la buhardilla y descubre el aparente cadáver de Aurora, tendida en el suelo, en una postura inexplicable, retorcida, con el cuello como partido. Rubia, vestida de azul, nunca tan hermosa en su simbólica catalepsia. Esa imagen se me aparecía en pesadillas.


Grabada de vídeo a vídeo gracias a un amigo de mi familia que tenía el lujo de tener dos reproductores VHS en su casa, La bella durmiente apareció al pie del árbol de Navidad en algún lugar de mi infancia. La vimos una y mil veces.
Cuando Aurora bailaba con los animales en el bosque, mi abuela decía:

- Estas películas son para todo el mundo. Para los niños y los adultos.

Era de la misma generación que sólo toleraba películas blancas, la misma cuya mojigatería hubo que dinamitar antes que yo naciera, la misma que Walt Disney aleccionaba, mientras deleitaba.
Mi padre oyó la música y dijo:

- Eso es Tchaikovsky.

Ese comentario paterno no fue suficiente para corregir mi desorden cultural: oí el ballet de Tchaikovsky mucho después de ver la película dos millones de veces. 
Lo que en manos de Disney había sido un homenaje culturalista, ahora para mí es una dislocación: cuando oigo el ballet de Tchaikovsky, pienso en Disney. 
No es mi único desorden cultural, ni el de mi generación, y no quiero ni pensar en los desórdenes de los más jóvenes: conocer cosas por sus homenajes, plagios y posmodernas revisitaciones.
Si lo pienso dos veces, llegar por un camino de segunda tampoco está tan mal.


A propósito de posmodernidad, de mayor he considerado que el giro disneyano era bastante avanzado a su tiempo. Me refiero a que contaba los cuentos clásicos a través de personajes-espectadores, para alargar su original brevedad y darle un toque cómico. Los cuentos de hadas que Disney solía adaptar no tenían excesivo sentido del humor y supuraban violencia y crueldad. La bella durmiente del bosque, de Charles Perrault, no es una excepción.
Si en la Cenicienta, Disney optó por dar más voz a unos ratones que a su heroína, aquí hace lo propio con tres bondadosas hadas, que son espectadoras, participantes activas y catalizadoras al mismo tiempo. Son como los niños que ven la película: insignificantes, pero decisivos. Comentan la jugada, dicen: "!cuidado, Felipe!" y celebran que todo haya acabado bien.

- Los finales felices me encantan - dice el hada Fauna, como si fuera mi abuela, como si el comentario estuviera adosado a la propia película.

Sus dos comadres, Flora y Primavera, se enzarzan en una lucha sin cuartel por el color del vestido de Aurora, rosa o azul, disputa que, de manera genial, se acaba sin resolución; en la última escena, todavía aparece cambiándose mágicamente. 
Parece comentar que aún no se sabe si el cuento es más bien rosa - es decir, cursi - o azul, un poco más estilizado, realmente emocionante.


La escrupulosa estética de la película, una mirada romántica al Medievo, que se mueve entre la ilustración de tradición gótica y el colorido de Maxfield Parrish, responde a la ambición de Disney. De hecho, éste fue su proyecto más perseguido y arduo, y también uno de los más ruinosos.
A su estreno en 1959, se encaramó en la lista de los films más vistos del año, al lado de Con la muerte en los talones e Imitación a la vida, pero su disparatado presupuesto no le permitió recuperar costes y hubo drama y despidos en la factoría de animación. 
Con sus reposiciones a lo largo de las décadas pudo rentabilizarse y mi descubrimiento de la pelicula fue debido a su triunfal llegada al VHS a mediados de los años ochenta.


Por entonces, todas las películas de Disney llegaban a España con doblaje hispanoamericano, costumbre que no paró hasta La bella y la bestia. Es la manera en que la conocimos, con aquellas voces cantarinas y apasionadas, y la única manera en que puedo verlas, entenderlas, revivirlas. Le dan un extra de emoción a lo que, a veces, se concentra en ser demasiado elegante.
Ese conjuro de Maléfica en el momento climático cuando lanza el bosque de espinos al camino de Felipe es mucho menos sin esa voz desgarrada, que clama: "Y sobre el castillo de Stéfano, ¡DERRAMAD MI MALEFICIO!".
La aparición de Maléfica, siempre terrorífica, pero también humorosa - "Uy, han invitado hasta a la gentuza", y su desaparición entre llamas verdes y amarillas. Los buenos deseos de las hadas, donde la animación se vuelve abstracta y empiezan a aparecer imágenes alegóricas de la belleza y la virtud, puro, genial Disney. El reflejo de las hadas en el agua del río. La ceja levantada de Aurora, hipnotizada. 
Todas esas imágenes, vistas ahora, me hacen comprender ciertos gustos, ciertas inclinaciones, como he mencionado antes. Aunque también pienso que, si me fascinaron entonces, debe haber algo atávico. Quizá la explicación resida en que Disney conocía al público, conocía a su público, como diría mi abuela, tanto de niños como de adultos.


Hay otra secuencia más significativa, que tiene que ver con una plástica sentimental. El bello príncipe Felipe, el primer hombre que deseé en mi vida, sorprende a Aurora en plena canción, casi que la ataca por detrás, la pilla desprevenida, y ella, sabiendo lo que ha llegado, nada menos que el amor, tras vacilar como una buena señorita, se entrega a bailar con el príncipe y enamorarse. 
Ese baile, ese "claro que nos conocemos, de una vez en un sueño" y cómo la imagen se aleja de ellos con un elegante pudor. Eso es el amor para mí. Ahí lo aprendí. Esa secuencia tiene la culpa de todo.


Fantasías eróticas y sentimentales se confunden. Mis primeras imágenes de deseo sexual remontan a imaginarme a Aurora y Felipe en la cama, una vez casados, una vez felices. 
Antes de dormir, solía pensar en el cipote del príncipe Felipe en las mismas sábanas de la cama donde había despertado a Aurora con un beso de amor. El lecho cataléptico era el lecho conyugal. El lecho de su fornicación era el lecho de mi despertar al sexo.
Antes de dormir, pensaba que sólo pensaba locuras y me esforzaba por desterrarlas. Yo también dormía como duermen los pacientes, como duerme la bella durmiente.
Pero, ay, hay algo que no me gusta en la película. 
Aurora no duerme cien años, como en el cuento original. En realidad, es poco más que una siesta, porque, en virtud de la acción y de un buen guion, la cosa no se detiene. Dormir cien años es una imagen demasiado sofisticada y traumática para Disney y su público.
Se pierde esa idea atractiva de lo eterno, de lo que se ha quedado petrificado durante un siglo. Una alegoría de la Edad Media y de los tiempos que nunca cambiaban. Sociedades detenidas, culturas esclerotizadas. 
Una princesa que duerme en un castillo vestido de maleza, un mundo que será el mismo al despertar.


En el cuento de Perrault, la Bella Durmiente duerme cien años tras pincharse con el huso de una rueca. Sangra. Si me pongo psicoanalítico, hablaremos de virginidad perdida, acaso de que la princesa ha sido violada y, por tanto, deshauciada para la sociedad. Sólo un siglo de olvido podrá disculpar la deshonra.
También el sopor centenario es el sopor de la adolescencia, de esa edad en la que tenemos mucho sueño y nos echaríamos a dormir hasta que las agonías del crecer se detengan.
En la moraleja de Perrault, nos aparece la menos estimulante verdad: las mujeres deben esperar si acaso cien años hasta que llegue el hombre adecuado para ser su marido. Los cuentos de hadas, siempre formadores de la "buena mujer". 
De hecho, en el cuento de Perrault, la cosa no acaba con el beso que despierta a la princesa, sino que sigue con el encontronazo con su suegra, una Ogra con ganas de comérsela literalmente a ella y a sus vástagos, para luego acabar sus caníbales días en una cuba de serpientes. La malvada mujer de apetitos desmesurados, ajusticiada al final.


Leí el cuento original en mi infancia y esa parte de la suegra no me gustó nada, pero se me quedó grabada en la memoria. Es como si hubiera visto la cuba de las serpientes con mis propios ojos. Ahí está la radicalidad de los cuentos de hadas: lo único que debe ser esencialmente satisfactorio es su final feliz, mientras que la trama debe articular la virulencia de las emociones de un ser humano, aunque éste sea un niño. 
Y siempre deben llegar a un final feliz, no porque nos encanten como al hada Fauna, sino porque el ser humano vive de esperanza y gracias a ella, y ésta debe ser enseñada. Los cuentos de hadas rebosan de antiguallas morales, pero enseñan que es preciso luchar siempre
Ahora pienso que un baile con el príncipe Felipe no es tanto una idiota creencia disneyana que me ha frustrado a la larga, sino también un bonito espejo al que dirigirse. 
No importa no conseguirlo, sólo caminar en esa dirección. Ahí está la belleza, ahí está el amor, ahí está por lo que vivimos, crecimos y nos separamos de las bestias y de los indeseables. 
El dulce ideal que siempre soñé. Durante cien años, entre la maleza.

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